Trabajé durante dieciséis años en calle Santa Fe 1100 de esta ciudad de Rosario, lugar en que se encuentra el cine El Cairo.
De chica (en las venidas a la urbe, desde el pueblo) Ãbamos justamente a esa cuadra pues en los años setenta funcionaba frente al (también histórico) negocio de "El Griego", una oficina de Entel, desde donde pedÃamos comunicarnos (a manija) con mis abuelos; ellos recibÃan llamados en la policÃa de Wheelwright (ya que un teléfono era más difÃcil que tener una jirafa en el patio de la casa) de parte de sus nietas, que pasaban vacaciones de invierno en Rosario, con el dÃa o la noche de las narices frÃas.
Era ahà en calle Santa Fe donde luego funcionaron el Fonavi, una gran cantidad de bancos, Roberts, City, Hipotecario, sedes de obras sociales, el Edificio Ledesma (con consultorios de psicoanalistas e institutos de cualquier cosa), Dameo Pattacca y sus sándwiches de ananá, jamón, choclo y garganta rara, la casa de loterÃas de Fusiano, una cerrajerÃa sucia como no habrá otra, y la antigua Farmacia Del Puerto que se habÃa mudado ahà luego del esplendor que otrora tuviera en la esquina de San Lorenzo y San MartÃn.
El Cairo era parecido (en tamaño) al cine Verdi de mi infancia. Poco chico, poco grande, mas bien angosto, de baños al fondo (lucecita roja que conjuró al cuco en Adiós cigüeña adiós), con una penumbra previa a la pelÃcula principal, incluso Brillado y Vigliani se parecÃan bastante, boleteros, dueños imaginarios que jamás olvidaré.
En los años 80 el bar y el cine eran un dúo de sábado y domingo, pero poco a poco iban convirtiéndose en naciones de niebla conforme las crisis y debacles argentinas avanzaban, con gobiernos que derribaban salas en ráfaga. Las pelÃculas comenzaban a dormir en los videos. Como crotos que hubiesen perdido el hábitat.
De todos modos El Cairo duró mucho, toda una época en que la cola apuntaba hacia Sarmiento, o en vacaciones de invierno los chicos la hacÃan para el lado de Mitre, por momentos creÃamos que el cine cobraba el esplendor de los años mozos.
Nosotras, que tenÃamos una vida corpulenta, jamás entendimos de decrepitudes o embargos, creo que ni vimos la lenta caÃda, la hora final, la laguna donde empezó a flotar de a poco.
El tipo de rulos mota que recibÃa las entradas, el bombonero (que vendÃa un heladito exquisito gusto a crema americana recubierto por un chocolate con dureza justa), olor a praliné, gente yendo a ver films polacos, franceses, alguna argentina, ese conjunto de cosas era El Cairo, un cine con velamen propio que desafiaba nuestra juventud, y la acompañaba.
Un dÃa se cerró como una puerta, pulverizado en la zona de cacerÃa comercial. Siguieron pasando bancarios con sus chequeras. Todos de pronto comenzamos a llorar en rÃo, al darnos cuenta que terminaba en el tacho el último cine público.
Crecieron salas en los Shoppings, crecieron los Shoppings, vinieron hermanos de Dios a la sala del Gran Rex y el América, el Radar se llenó de ropa. El Cairo quedó con el silencio claro del avance mercantil de los años 90. Poca cultura, mucha demolición, mucho Hernán Cabrera, casas tiradas abajo, fachadas, y ese paraje histórico de rosarinos cómplices de sus palmeras, quedó demorado en la vida dura de calle Santa Fe.
Por eso la reinauguración es grande para mÃ, es mucho, significa demasiado, se reabre el cine para todos, para cualquiera, el que habÃa muerto prematuro con el impalpable dolor de perder a lo grande.
Se abre un árbol bronquial de la ciudad, párpados otra vez, rosarinos con justeza y hondura de corazón irán a sacar entradas para que el lecho de la noche sea menos triste.
Volvió El Cairo y con él, audacia, fantasÃa, agua servida de otras partes, para nutrirnos otra vez cual vitamina misteriosa.
Volvió toda mi vida a las butacas, mientras el ruido del caramelito con su celofán nos da menos chances de vernos cabizbajos en el centro.
En la ciudad de anteayer, que es a su vez, la misma.
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