Los camiones eran herederos del viento; última cruza entre dragón y lagarto de acero, atiborrados de forraje o frutas, combustible o acero en rollos abarcando el horizonte, llenándolo todo de la incertidumbre anterior a una batalla, con sus olores patrios a combustible y sudor. Andaban por ahÃ, rodeándonos, en cÃrculos de arenizca sobre la explanada de la calle Paraná, dormidos, bostezando fermentos de eructos en sus bodegas. Los arreaba siempre un camioncito lila que oficiaba de ojeador porque sus pelambres eran recias pero si una lluvia las maldecÃa resfriándolos debÃan guarecerse pronto antes que un rayo los alcanzara para despanzurralos; de ahà la chatita preventora, anticipada a todo, como un buscapié del Mal, aindiada, hechizada y sucia como una larva. Porque sus cueros, si bien eran duros, una pedrada bastaba para llenarles el hÃgado de óxido o un mal entraña que dejase clavos sueltos en los rebordes del asfalto podrÃa partirles las manos de caucho y quebrarlos en un momento, a la espera de un cambio atascado, sin resuello, perdiendo tiempo de oro para llegar a destino. Los habÃa de selvas distantes y matas cercanas, de olores imprevisibles y familiares, domésticos como perros o salvajes como escorpiones. A algunos los querÃamos a otros los injuriábamos. HabÃa algunos centenarios, que arrastraban su carcaza de fósiles cubriéndoles los caparazones pero también otros flamantes como amantes nuevos, crueles, despectivos, llameantes. Eran los camiones animales fabulosos que tronaban el aire rabiando de impaciencia por entrar al playón para la pesa y el descargo, para el sueño o el letargo. Los sentÃamos desde lejos, cuando los venteábamos para augurar que sucederÃa con nuestra vida futbolera, alterada en paisaje con ellos, los camiones sagrados: donde pastaban, se reproducÃan y dejaban sus heces junto a la cama de parvas, allà en el gran óvalo de asfalto que habÃanle fabricado junto a las vÃas donde tenÃamos nuestra cancha cementada. Eramos especies distintas que evitábamos se conociesen, sabiéndonos perdedores en la contienda. Sólo acudÃamos al llamado de la sangre futbolera cuando estaban lejos, aprovechando el gran cero vacÃo, de greda y arenisca. OlÃamos lo que delataban sus pasos yéndose con una superstición y respeto mayores. Eran nuestros enemigos y nuestros reyes. Los reconocÃamos superiores. Alguno que hacÃa de bombero al detectar su forma daba el alerta y escapábamos hacia las cumbres altas, por la calle Zeballos, desde donde asistÃamos a sus maniobras de dinosaurios como si fuésemos enanos sin gloria. Era un espectáculo de cuadrigas romanas verlos pasar: los vidrios laterales pintados con paisajes, chorreantes de agua sucias los dÃas malos, de flores secas en los dÃas buenos. Sus conductores eran nuestros enemigos permanentes: con ellos nunca habrÃa fútbol en paz, ni pelota a salvo, ni bicicletas sanas. Pero admirábamos a nuestros pérfidos enemigos, envidiábamos su olor cerril a goma quemada como quien admira faraones o platillos volantes. Cierta vez, en la cortada estacionó uno y vinos descender a un corpachón silencioso que mirando discretamente se metió en el pasillo dando golpecitos en el reborde alto de la puerta de hierro, en lo de la Alicia, conocida puta que venerábamos y a la que algún dÃa accederÃamos. Es nuestro, dijo Martoli. Y hacia allà fuimos, acercándonos como ante la presencia dormida de un alacrán gigante; lo trepamos con cuidado, escudriñamos su carga: estábamos ya en la panza del dragón, en la tráquea del monstruo, en la vejiga de un gigante. Marcelito vigilaba de tanto en tanto, dando saltitos que le permitieran espiar si por el patio de Alicia aparecÃa el dueño. Tanto fue mi contento, mi embriaguez de batalla que estuve como una hora arriba cuando los demás habÃan abandonado la inspección y en nada advertà el grito de aviso: se estaba abriendo la puerta de la menestrala y llegando el grandote hacia la cabina, y encendido ya el motor a esto sà lo sentà en la panza . Todo en lo que dura un suspiro. Me agarré fuerte a la lona, a la encrespada aleta dorsal y empezó el viaje fantástico. A la altura de Avellaneda un semáforo lo detuvo y de un salto pude hacer pie sin un raspón. Pero necesitaba alargar la aventura: me estuve demorado en el andurrial cercano visitando a un pibe que trabaja en el taller de matrices del padre, luego, saltando la baja cerca entré al Cementerio de Disidentes y recorrà las pulcras tumbas hasta que empezó a anochecer y regresé. El grupo se sobresaltó y me recibieron como a un emisario de la sangre, a un guerrero sobreviviente. Todos se sentaron en ronda para oÃrme. Entendà algo supremo: los camiones encarnaban lo impenetrable y lo sagrado, el miedo de morir y la alegrÃa de vivir. Entonces narré y narré por horas el viaje que nunca hice, comprendiendo mientras lo hacÃa que además de futbolista me dedicarÃa a eso, a engañar, a inventar, a mentir. Escribir, en suma.
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