"...vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vÃsceras, vi tu cara, y sentà vértigo y lloré, porque mis ojos habÃan visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo". Jorge Luis Borges
La lluvia habÃa empezado a caer tenue desde la mañana, apenas una lámina gris que nublaba la luz tardÃa del mercurio. Esperó hasta el mediodÃa, a que se sentaran en la mesa de la ventana que miraba sobre calle Pellegrini, para abatirse con mayor furia sobre los autos y la gente. El se detenÃa en eso esta vez, en cómo corrÃan aturdidos en busca del reparo, una lluvia nada más, nada que no pudiera pasar en minutos, ni que no pudiera desaparecer con la brisa del sur. En otras tormentas le interesaba el manto de viento que sacudÃa los plátanos, otras el agua misma, la que caÃa en ejércitos contra el asfalto y corrÃa por los cordones entre las ruedas, hasta las alcantarillas. Pero ese mediodÃa, con la avenida concurrida, no podÃa mirar otra cosa que no fuera esa desesperación imbécil por guarecerse dentro de los negocios, por cubrir absurdamente las cabezas con los bolsos o las carpetas.
Su amigo dejó la taza sobre el plato -el choque de la vajilla lo devolvió dentro del bar y comenzó el relato desde el principio, aunque ya venÃa contándolo desde hacia dos semanas, cuando se la habÃan presentado en una fiesta. Después el primer encuentro en el bar de Alem y Montevideo, Anastasia, y la ocurrencia de renombrar a esa mujer como el bar, como lo hacÃan con tantas cosas para después hablar en clave delante de desconocidos. Pensaba que escuchar esa historia y tantas otras era un compromiso, una de las convenciones de la amistad. Nada de lo que le decÃa era novedoso o sorpresivo, siempre las mismas historias de fuertes expectativas y finales lánguidos, siempre la culpa lejos y la burla cerca. Llegó al último encuentro, el de la noche anterior. Prestó atención porque el acuerdo también lo obligaba a opinar cuando hubiera silencio.
Ella es frÃa. Es aburrida. No ha hecho ni ha dicho nada que pudiera interesarme. Pasamos horas, las pocas que estamos juntos, sin decirnos nada; o sencillamente hablando de cosas banales que ni siquiera divierten. Pero le dije que estaba confundido, que tenÃa que tomar decisiones en el trabajo que me hacÃan poner la cabeza en otro lado. Que en definitiva ella no era lo que esperaba.
Imaginó que a Anastasia eso no le habÃa hecho mucha gracia. Que quizá habÃa contraatacado más hiriente y profunda. Su amigo no le contarÃa nada de eso, la amistad no evitaba el orgullo ni el pudor. Pero sà dijo algo que lo sorprendió, que dejó un hueco de misterio en la conversación.
-No quiero volver a mirarla a los ojos -dijo , no quiero volver a mirárselos.
-¿Por? ¿Te dijo algo que te ofendió? ¿Algo feo?
-No, es lo que ya te dije. No quiero volver a mirarle los ojos.
No pudo evitar recordar las fotografÃas que le habÃa mostrado semanas atrás, antes de que salieran por primera vez. Las fotografÃas prendidas de la página de una red social, y él obligado a emitir un juicio sobre esa mujer, sin voz y sin movimiento, en el brillo de un sol de tarde de rÃo, acaso en un barco, con la sonrisa estirándose debajo de unos lentes oscuros, y esos lentes entre la sonrisa y un sombrero de fieltro. La piel blanca, los pies delicados. Los ojos pudo verlos en otras fotos, pero con ese tono rojizo que dejan las cámaras digitales, ese brillo extraño, parecido tenuemente al efecto de los virus que esparce George Romero en sus pelÃculas apocalÃpticas. Sà habÃa algo singular y común en todas las fotografÃas: ella parecÃa querer escapar siempre del cuadro, estar ausente entre las sonrisas ensayadas y los gestos, como si quisiera salir de ese segundo exacto y eterno para pensar en algo distinto.
Al otro dÃa, lunes, llegó a la oficina media hora antes del horario de entrada, para poder disfrutar de un tiempo de paz que después no iba a tener hasta entrada la tarde. En ese breve ensueño de libertad, en el panteón de su trabajo -su box estaba en el subsuelo del edificio , comenzó la tentación por espiar la página, la computadora durante todo el dÃa frente a él, la impunidad del espacio vedado para los demás. Pudo resistir hasta que cayó la tarde, la soledad del piso le dio coraje. Ya no podÃa pasar más números en la pantalla, la espalda estaba aterida y el cuello resentido. Durante el almuerzo habÃa intentado hacerse masajes en los omóplatos, pero era como hundir los dedos en una piedra. Ya no sentÃa los hombros. Los ojos le ardÃan y las lágrimas limpiaban el cansancio. Miró hacia el resto de los box para cerciorarse de que su amigo ya se hubiera retirado; sentÃa culpa por lo que iba a ocurrir, aunque fuera no más que revisar de nuevo las fotos, tratar de encontrar, quién sabe cómo y por qué, ese misterio de los ojos o la mentira escondida tras esa excusa. Escribió su nombre en el buscador, el verdadero nombre. El apellido sonaba extraño y distante a todos los nombres que ella tenÃa. Miró esas imágenes, imaginó la totalidad de esos lugares que asomaban detrás de las caras, los olores, el clima. La vio conectada y no lo dudó. Si hubiera pensado, no lo hubiera hecho. No existÃan razones objetivas para no hacerlo, pero los códigos rÃgidos de amistad que traÃa desde su adolescencia no le permitÃan cruzar esas lÃneas. La mujer de un amigo es imposible, intocable. Aunque haya dejado de serlo, aunque la rechazara y hablara pestes, esas propiedades no se extinguÃan en el corazón de los hombres. La saludó y ella preguntó quién era, y él dijo la verdad. No por presentarse como un hombre honesto, no quiso sacar ventajas de eso. Sencillamente dijo la verdad porque no se le ocurrió otra cosa, y después, ese instante de vacilación fue algo gracioso, un tema de qué reÃrse cuándo decidieron encontrarse al otro dÃa para tomar un café. Ella quién sabe con qué intención, él para comprobar algo que lo perturbaba desde aquella conversación frente a la tormenta.
Fue en el mismo bar. Le contó aquello del nombre y ella sonrió. Refirió la historia de Anastasia Romanov -lo habÃa buscado en Internet , del misterio de su destino, de cómo los bolcheviques habÃan fusilado a toda su familia, de la posibilidad de que ella hubiera escapado con la ayuda de un soldado. Ella tan sólo escuchaba. No era una atención pasiva, algo se gestaba en su pensamiento. Acaso estarÃa encarnando el sufrimiento de la familia real, acaso pensarÃa que habÃa sido un paso necesario de la revolución. De todas formas no recordó qué fue lo que dijo después del relato, porque fue allà cuando se detuvo en los ojos. Algo le llamaba la atención. Desde el centro de ese azul coronado de pestañas, de esa contemplación expresiva y brillante, crecÃa un remolino pequeño de otros colores. Era un reflejo, pero no de lo que tenÃa frente a ella. No estaba el interior del bar, las luces de la calle que se encendÃan; sà estaba él, pero en otro lugar y otra época. Sentado en un parque, sonriendo, y ella recostada en el resto del banco, con la cabeza sobre su rezago. Vio también otra tormenta desde la ventana de una casa con un fondo arbolado -habÃa soñado con esa casa , las cortinas de color mostaza bailando y los paraÃsos azogados por la lluvia. Un rÃo marrón que no era el Paraná, sino un brazo ancho que corrÃa sinuoso entre dos barrancas, también rodeadas de sauces y maleza. Vio sus pies caminando por campos de trigo, la espiga que recién crece a centÃmetros de la tierra, y que tenÃa el color de su cabello. Vio a su amigo, y comprendió. Lo que habÃa visto él, y lo de ese instante. La totalidad de las cosas, la imposible magia de lo que habÃa en la mirada y lo que tenÃa que hacer con eso. Entonces se detuvo. Los colores del iris volvieron a su lugar. Ella dejó de hablar, esperando a que volviera de esa ausencia. Hizo el gesto del que se sorprende de la distracción de otro, pero como una cortesÃa, sabiendo que en algún momento de esa tarde era inevitable ese viaje. Hablaron de otras cosas. Algunas se buscaron en la lista de temas de emergencia para no enfrentar el silencio, otros surgieron naturalmente: la pareja increÃble que hacÃan Bogart y Lauren Bacall, el mar en el invierno, la suavidad sensual y nocturna del Cabernet. En cada conversación buscó lo mismo en los ojos, pero no se repitió.
Ya casi pisando la madrugada, la acompañó hasta la esquina en dónde habÃa estacionado el auto; él estaba a dos cuadras. Se miraron. El no pudo contenerse y le preguntó si se iba a repetir. Ella le preguntó qué. El dijo esto, si se iba a repetir todo esto. Y ella dijo que sÃ.
Camino a su casa recordó la imagen de su amigo y dimensionó el terror que habÃa experimentado. Pensó en cómo se hubiera sentido de haber sido él. Con el paso de las cuadras terminó por quitar eso de su mente y eligió las otras cosas que vendrÃan, porque no podÃa ser otra cosa que eso, algo que se anticipaba en el cuerpo de un deseo o de un sueño. DÃas después volvieron a verse -con la anuencia de su amigo, que no se atrevió jamás a preguntarle si habÃa visto algo . Mientras la voz de ella lo envolvÃa, también escuchó otras voces y otros sonidos que no tenÃan que ver con ese tiempo y ese espacio, pero eso es otra historia.
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