rosario

Lunes, 6 de diciembre de 2010

CONTRATAPA

En los ojos

 Por Marcelo Britos

"...vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo". Jorge Luis Borges

La lluvia había empezado a caer tenue desde la mañana, apenas una lámina gris que nublaba la luz tardía del mercurio. Esperó hasta el mediodía, a que se sentaran en la mesa de la ventana que miraba sobre calle Pellegrini, para abatirse con mayor furia sobre los autos y la gente. El se detenía en eso esta vez, en cómo corrían aturdidos en busca del reparo, una lluvia nada más, nada que no pudiera pasar en minutos, ni que no pudiera desaparecer con la brisa del sur. En otras tormentas le interesaba el manto de viento que sacudía los plátanos, otras el agua misma, la que caía en ejércitos contra el asfalto y corría por los cordones entre las ruedas, hasta las alcantarillas. Pero ese mediodía, con la avenida concurrida, no podía mirar otra cosa que no fuera esa desesperación imbécil por guarecerse dentro de los negocios, por cubrir absurdamente las cabezas con los bolsos o las carpetas.

Su amigo dejó la taza sobre el plato -el choque de la vajilla lo devolvió dentro del bar y comenzó el relato desde el principio, aunque ya venía contándolo desde hacia dos semanas, cuando se la habían presentado en una fiesta. Después el primer encuentro en el bar de Alem y Montevideo, Anastasia, y la ocurrencia de renombrar a esa mujer como el bar, como lo hacían con tantas cosas para después hablar en clave delante de desconocidos. Pensaba que escuchar esa historia y tantas otras era un compromiso, una de las convenciones de la amistad. Nada de lo que le decía era novedoso o sorpresivo, siempre las mismas historias de fuertes expectativas y finales lánguidos, siempre la culpa lejos y la burla cerca. Llegó al último encuentro, el de la noche anterior. Prestó atención porque el acuerdo también lo obligaba a opinar cuando hubiera silencio.

Ella es fría. Es aburrida. No ha hecho ni ha dicho nada que pudiera interesarme. Pasamos horas, las pocas que estamos juntos, sin decirnos nada; o sencillamente hablando de cosas banales que ni siquiera divierten. Pero le dije que estaba confundido, que tenía que tomar decisiones en el trabajo que me hacían poner la cabeza en otro lado. Que en definitiva ella no era lo que esperaba.

Imaginó que a Anastasia eso no le había hecho mucha gracia. Que quizá había contraatacado más hiriente y profunda. Su amigo no le contaría nada de eso, la amistad no evitaba el orgullo ni el pudor. Pero sí dijo algo que lo sorprendió, que dejó un hueco de misterio en la conversación.

-No quiero volver a mirarla a los ojos -dijo , no quiero volver a mirárselos.

-¿Por? ¿Te dijo algo que te ofendió? ¿Algo feo?

-No, es lo que ya te dije. No quiero volver a mirarle los ojos.

No pudo evitar recordar las fotografías que le había mostrado semanas atrás, antes de que salieran por primera vez. Las fotografías prendidas de la página de una red social, y él obligado a emitir un juicio sobre esa mujer, sin voz y sin movimiento, en el brillo de un sol de tarde de río, acaso en un barco, con la sonrisa estirándose debajo de unos lentes oscuros, y esos lentes entre la sonrisa y un sombrero de fieltro. La piel blanca, los pies delicados. Los ojos pudo verlos en otras fotos, pero con ese tono rojizo que dejan las cámaras digitales, ese brillo extraño, parecido tenuemente al efecto de los virus que esparce George Romero en sus películas apocalípticas. Sí había algo singular y común en todas las fotografías: ella parecía querer escapar siempre del cuadro, estar ausente entre las sonrisas ensayadas y los gestos, como si quisiera salir de ese segundo exacto y eterno para pensar en algo distinto.

Al otro día, lunes, llegó a la oficina media hora antes del horario de entrada, para poder disfrutar de un tiempo de paz que después no iba a tener hasta entrada la tarde. En ese breve ensueño de libertad, en el panteón de su trabajo -su box estaba en el subsuelo del edificio , comenzó la tentación por espiar la página, la computadora durante todo el día frente a él, la impunidad del espacio vedado para los demás. Pudo resistir hasta que cayó la tarde, la soledad del piso le dio coraje. Ya no podía pasar más números en la pantalla, la espalda estaba aterida y el cuello resentido. Durante el almuerzo había intentado hacerse masajes en los omóplatos, pero era como hundir los dedos en una piedra. Ya no sentía los hombros. Los ojos le ardían y las lágrimas limpiaban el cansancio. Miró hacia el resto de los box para cerciorarse de que su amigo ya se hubiera retirado; sentía culpa por lo que iba a ocurrir, aunque fuera no más que revisar de nuevo las fotos, tratar de encontrar, quién sabe cómo y por qué, ese misterio de los ojos o la mentira escondida tras esa excusa. Escribió su nombre en el buscador, el verdadero nombre. El apellido sonaba extraño y distante a todos los nombres que ella tenía. Miró esas imágenes, imaginó la totalidad de esos lugares que asomaban detrás de las caras, los olores, el clima. La vio conectada y no lo dudó. Si hubiera pensado, no lo hubiera hecho. No existían razones objetivas para no hacerlo, pero los códigos rígidos de amistad que traía desde su adolescencia no le permitían cruzar esas líneas. La mujer de un amigo es imposible, intocable. Aunque haya dejado de serlo, aunque la rechazara y hablara pestes, esas propiedades no se extinguían en el corazón de los hombres. La saludó y ella preguntó quién era, y él dijo la verdad. No por presentarse como un hombre honesto, no quiso sacar ventajas de eso. Sencillamente dijo la verdad porque no se le ocurrió otra cosa, y después, ese instante de vacilación fue algo gracioso, un tema de qué reírse cuándo decidieron encontrarse al otro día para tomar un café. Ella quién sabe con qué intención, él para comprobar algo que lo perturbaba desde aquella conversación frente a la tormenta.

Fue en el mismo bar. Le contó aquello del nombre y ella sonrió. Refirió la historia de Anastasia Romanov -lo había buscado en Internet , del misterio de su destino, de cómo los bolcheviques habían fusilado a toda su familia, de la posibilidad de que ella hubiera escapado con la ayuda de un soldado. Ella tan sólo escuchaba. No era una atención pasiva, algo se gestaba en su pensamiento. Acaso estaría encarnando el sufrimiento de la familia real, acaso pensaría que había sido un paso necesario de la revolución. De todas formas no recordó qué fue lo que dijo después del relato, porque fue allí cuando se detuvo en los ojos. Algo le llamaba la atención. Desde el centro de ese azul coronado de pestañas, de esa contemplación expresiva y brillante, crecía un remolino pequeño de otros colores. Era un reflejo, pero no de lo que tenía frente a ella. No estaba el interior del bar, las luces de la calle que se encendían; sí estaba él, pero en otro lugar y otra época. Sentado en un parque, sonriendo, y ella recostada en el resto del banco, con la cabeza sobre su rezago. Vio también otra tormenta desde la ventana de una casa con un fondo arbolado -había soñado con esa casa , las cortinas de color mostaza bailando y los paraísos azogados por la lluvia. Un río marrón que no era el Paraná, sino un brazo ancho que corría sinuoso entre dos barrancas, también rodeadas de sauces y maleza. Vio sus pies caminando por campos de trigo, la espiga que recién crece a centímetros de la tierra, y que tenía el color de su cabello. Vio a su amigo, y comprendió. Lo que había visto él, y lo de ese instante. La totalidad de las cosas, la imposible magia de lo que había en la mirada y lo que tenía que hacer con eso. Entonces se detuvo. Los colores del iris volvieron a su lugar. Ella dejó de hablar, esperando a que volviera de esa ausencia. Hizo el gesto del que se sorprende de la distracción de otro, pero como una cortesía, sabiendo que en algún momento de esa tarde era inevitable ese viaje. Hablaron de otras cosas. Algunas se buscaron en la lista de temas de emergencia para no enfrentar el silencio, otros surgieron naturalmente: la pareja increíble que hacían Bogart y Lauren Bacall, el mar en el invierno, la suavidad sensual y nocturna del Cabernet. En cada conversación buscó lo mismo en los ojos, pero no se repitió.

Ya casi pisando la madrugada, la acompañó hasta la esquina en dónde había estacionado el auto; él estaba a dos cuadras. Se miraron. El no pudo contenerse y le preguntó si se iba a repetir. Ella le preguntó qué. El dijo esto, si se iba a repetir todo esto. Y ella dijo que sí.

Camino a su casa recordó la imagen de su amigo y dimensionó el terror que había experimentado. Pensó en cómo se hubiera sentido de haber sido él. Con el paso de las cuadras terminó por quitar eso de su mente y eligió las otras cosas que vendrían, porque no podía ser otra cosa que eso, algo que se anticipaba en el cuerpo de un deseo o de un sueño. Días después volvieron a verse -con la anuencia de su amigo, que no se atrevió jamás a preguntarle si había visto algo . Mientras la voz de ella lo envolvía, también escuchó otras voces y otros sonidos que no tenían que ver con ese tiempo y ese espacio, pero eso es otra historia.

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