A diferencia de las otras chicas, mayores o de la misma edad, que habÃan leÃdo Rayuela, Ana no se sentÃa ni pretendÃa ser como La Maga. Ana se reconocÃa en Oliveira. Y en algunas cosas, sobre todo en su ser mujer, en Talita. Ella era una matadora de brújulas, pensaba, una mujer que habÃa nacido para buscar y nunca encontrar, para estar sin ser, para dar vueltas en el mundo y terminar enredada en una trampa de hilos, como telas de araña, que la empujarÃan por la ventana de los pisos altos hacia el patio bajo de un manicomio. Fue por aquellos años y aquellas lecturas que Ana se atrevió a sus primeras palabras en el papel. Las ocultaba bajos mil llaves en un escondite que sólo ella conocÃa y se cuidaba muy bien de no trasladarlas a la computadora, para que no las leyeran ni Cata, ni Carlos, ni Julia, ni mucho menos Antonio. De nadie más que de Antonio querÃa ocultar esas palabras. Tal vez por miedo, seguramente por temor al juicio del papá escritor. Antonio después le dio Arlt, le dio Camus y le dio Dostoievski. A todos esos leyó y de todos esos se enamoró, pero ninguno fue como Julio, ninguno como el primero amor.
Las noches se le pasaban como pasaba el viento; a veces hacÃan girar las astas y Ana escribÃa sin parar hasta que los párpados se le cerraban y esto nunca ocurrÃa sino hasta que la primera insinuación del sol asomaba a lo lejos, por encima de las terrazas a falta de mejor horizonte; escribÃa con prisa, como si corriera contra las palabras que de lo contrario se agotarÃan y de sus manos salÃan palabras y más palabras que más tarde se hacÃan páginas y más páginas que casi nunca releÃa, para qué, si no las iba a corregir, no escribÃa para que alguien leyera (todavÃa, pensaba), escribÃa porque era la única manera que le habÃa dado resultado para despegarse del momento y volar más allá de las cosas y de la casa y mantenerse en una media altura salvadora que la resguardaba del dolor y de todos los males del mundo. EscribÃa para salvarse asà como algunas otras noches escribÃa para condenarse. Eran éstas las noches durante las cuales podÃa pasarse horas delante de la página y sólo imaginarla llena de frases estúpidas, cursis o sin sentido, hasta que por fin se soltaba y escribÃa que ella estaba escribiendo frases estúpidas, cursis y sin sentido, que serÃa capaz de venderle el alma al diablo si lograra al menos un frase digna de ser leÃda por ella misma, que se aborrecÃa; y pensaba que una buena manera de demostrarle al demonio que estaba de su lado serÃa impregnar sus historias de energÃas devastadoras, furiosas como huracanes de sangres, o huracanes sangrientos, y a veces también ponÃa sangre huracanada, pero habÃa puesto tantas cosas y de tantas maneras diferentes que llegó a sentir náuseas de la facilidad con la cual podÃa soltar lo bueno y lo malo, la sangre y el aroma de una flor de madrugada, la tormenta y la calma, el alma y el desmembramiento de las extremidades, el amor y la muerte, las esquinas y el cielo, un colectivo fantasma repleto de muertos ebrios y un pasaje ida y vuelta al corazón en el tren más hermoso del mundo, y dientes arrancando pezones y lenguas acariciando clÃtoris, y lunas que estallaban en miles de murciélagos y besos para todos, besos como cachorritos de golden retriever.
Enamorarse hasta perder la vida, ése es el amor verdadero, el único capaz de vencer a la muerte. Morir por el amor que salvará nuestras vidas. Un amor que desangre y mate, un amor que me exija las venas. Enamorarlo y matarlo, enamorarme y matarlo. ¿Y después matarme? No, enamorarme hasta perder la vida. Ana escribÃa encerrada en la habitación, con las ventanas cerradas y un sahumerio encendido, el décimo sahumerio, uno tras otro, y el aire estaba denso, casi irrespirable. Humeaba el palillo de patchulà y humeaba el cigarrillo en el cenicero. LeÃa esas frases y por momentos sentÃa ganas de echarse a llorar de puro amor, pero después le daba gracia, porque no sabÃa de amor por quién. Estaba enamorada de un amor capaz de arrancarle las piernas, de cercenarle las tetas y respirarle el alma, pero quién era, quién era, para quién era ese amor. Pensó en Leandro, con quien habÃa salido hasta hacÃa menos de un mes, pero no, era ridÃculo, en verdad lo detestaba; besaba mal y cogÃa peor. Pensó en Nicolás, el chico del otro quinto, pero no, ése tampoco, era nada más que una carita linda y se le notaba a la legua la estupidez. Pensó durante horas y trató de superponer el sentimiento sobre el rostro de cada uno de los chicos en quien pensaba, y ninguno de ellos habÃa sido la causa de sus versos. Pensó en la palabra verso y pensó en el joven Rimbaud, pensó en él, pensó mucho en él, puso su nombre en Google y encontró un dibujo a lápiz que de inmediato imprimió. Lo pegó con chinches a la pared y decidió que era él el hombre de quien ahora se habÃa enamorado. Le pidió perdón a Julio y besó el dibujo de Arthur.
Ana adolescente, preciosa, se durmió esa noche pensando que serÃa siempre igual a como era ese dÃa: una mujer triste, una mujer enamorada de la vida, de Julio y de Rimbaud, una niña mujer que nunca jamás crecerÃa, pequeña Peter Pan, una mujer hermosa, triste mujer sonriente.
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