Creo en Dios padre todopoderoso. ¿Todopoderoso qué es? Shhhhh. Que te calles. No entiendo. Que te calles. Creador del cielo y de la Tierra. ¿El cielo se crea? Los que no pueden prestar atención a la palabra del Señor recibirán el castigo de los hombres. Eso es para vos. Y bueno. Creo en el EspÃritu Santo. Menos que menos. La Santa Iglesia Católica, por suerte algo que conozco. Y al tercer dÃa resucitó de entre los muertos. Hasta acá llego. El tinglado chirriaba. Los gatos de la Iglesia caminaban sobre las chapas poco calientes, apenas era marzo, y el tinglado los delataba. Los bancos para sentarse eran duros, el mate cocido amargo, la catequista de blusa cerrada con cuello asegurado por una cadena ancha y una cruz con el hombre crucificado. Vos le mirabas el pecho, a ella, y descubrÃas que se veÃan hasta los clavos en los brazos y en los pies. De él. Ella solÃa acariciar esos clavos y le decÃa a él que le diera fuerzas. Entonces te miró. Hasta acá llego le dijiste. Un pibe de unos pocos años de edad no dice hasta acá no llego. Un pibe de unos pocos años de edad no le discute a la que enseña la palabra de El.
Hasta los gatos se quedaron quietos para escuchar lo que pasaba. Usted, llega ¿hasta dónde, niño? Te dijo de usted y de niño. ¿Usted niega la resurrección del Señor? Silencio. Mucho silencio. Los pibes endomingados que iban a estudiar el sentido de vida familiar, Dios quiere que tomes la comunión, tus padres que seas un cristiano noble, se solidarizaron enseguida con esa matrona rubia y blanca que sabÃa que el demonio tiene presencias inesperadas. Ella se paró. Apoyó su mano derecha en el hombro de su alumno preferido. Necesitaba de esa buena energÃa para que exorcizara el mal allà presente. El resto, ahora, tenÃa que decidirse. De aquel lado, con el anatema o del suyo, asistida por su cruz, su breviario y misal, su derecho al cielo eterno. ¿Hasta dónde, niño? Enséñenos qué cosa no quiere rezar. Padre nuestro que estás en los cielos, ¿Le sienta bien? ¿Pésame?, si es que le pesa algo. La humillación del que no sabe porque es nuevo, joven, no puede saberlo es dolorosa. La estigmatización pública ante un coro de obsecuentes o temerosos ejemplifica. Ya sé, debe haber pensado esa mujer, que no tengo derecho a tirar la piedra primera. Pero siempre, Señor, han de haber excepciones. Te pido, debe haber solicitado, que ésta sea una. Podré, habrá ofrecido, expiar mi culpa como me lo pidas, habrá confesión y perdón como lo exijas, castigo de rodillas como deba ser. Pero ahora, necesito que esta oveja descarriada sienta el mismo temor que ese cordero que va al sacrificio, templo moderno de ofrendas, clase en hora de la siesta de sus catecismos.
Y vos, mudo. Mudo. Ahora podrÃas, yo me doy cuenta. Ahora que el derecho a hablar de corrido con la fuerza de la experiencia y la convicción de los lugares comunes están de tu lado le hubieras podido contestar. Que no se trata de negar nada ni agredir la santÃsima tradición. Que se trata de respeto a la razón de ser, a la pregunta, a la respuesta, al avance de los que estudian. Que no puedo, podrÃas haber dicho, que no puedo creer con el puño en pecho golpeando por mi culpa, por mi culpa, que alguien resucitó al tercer dÃa, o al cuarto o al mes o a los veinticinco años. PodrÃas haberle dicho, hoy, que ya habÃas vivido lo suficiente como para haber visto morir a los que querés y a los que despreciás y ni el afecto o la negación de un ser humano son fuerza posible para que ellos renazcan. PodrÃas haberle dicho que las mariposas se estrellan en el parabrisas del Chevrolet Sport 78 de tu viejo y no renacen, que al perro que amabas lo mató el parvovirus y no resucita, que a la abuela de Gustavo se la llevaron al cielo y eso no es justo, porque no hubo mujer más querida por todos pero tampoco resucita. ¡Nadie resucitó! Pudieras haberle gritado que querés creer pero que la vida, la ciencia, los que saben, muestran que un milagro no es más que la fantasÃa desesperada para soportar la angustia de existir condenada a la muerte. Inevitable. Sin descanso. PodrÃas haberle dicho que somos existencia inútil arrojada a la libertad. Que esa libertad es pensar, deducir, mostrar y no negarte al dogma que infunde un también inexplicable don de la fe. Ahora podrÃas haberle gritado que no hacÃan falta esos clavos acariciados para ser discÃpulo de esa palabra inmensa, única, generosa que sabÃa que el amor a lo ajeno, la dignidad de los otros era el alimento de una existencia bella. SÃ. PodrÃas haberle dicho que ese señor que ella venera, el que según ella resucita porque sÃ, amaba lo bello, gozaba del placer del abrazo, favorecÃa los acercamientos de almas pero también de carnes. Léalo completo, señorita, podrÃas haberlo dicho. Sepa que resucitar no es sólo esconder el cuerpo y suponer el alma en el cielo. A él no le hace falta hacer desaparecer sus brazos y sus piernas. Qué poco respeto por esa divinidad que adora. Hasta aquà llego, señorita. ¿O usted cree que a Dios le hace falta renacer con cuerpo y todo, el mismo que alguien dijo estaba ausente en su sepulcro?. Su palabra fue más que sangre que corre por las venas, humores que mueven bajo el latido del corazón. No sea ramplona, señorita. Ahora hubieras podido.
Pero entonces, pibe, no pudiste. No supiste. Apenas si lloraste poco cuando le contaste a tus viejos que la señorita Elida te habÃa echado diciendo que no eras digno del Señor. Lloraste hasta que los tuyos te dijeron que Ãbamos juntos a la Iglesia. Y no quisiste. Peor vamos a la otra iglesia. No entendiste. En la otra iglesia del barrio el cura gallego te dijo que no hacÃa falta el uniforme, ni el moño blanco en el brazo. Tu, hijo, te me vienes antes de ir a la escuela con el mismo guardapolvos blanco. Siete de la mañana. Tú e hijo. Ni usted ni niño. La Iglesia en penumbras dejaba que filtrase el primer rayo del sol del trabajo temprano. Una señora de verde que limpiaba el piso con un secador de palo inmenso, largo, varios trapos de piso cosidos para ganar espacio en esos mosaicos eternos dejó de trabajar para escuchar al hombre de sotana. Y hoy, Dios mÃo, este crÃo te recibe para que lo hagas mejor persona. Para que lo ayudes a ser feliz y a hacer feliz a los que lo rodean. Tus viejos lloraban. Un perro callejero se desperezaba cerca de la pila bautismal y se sacudÃa sin demasiado ruido para no interrumpir la ceremonia. Este crÃo te recibe para que sea hombre de bien, de buena leche, buen padre si tú lo quieres, buen esposo si lo deseas, buena gente como todos lo queremos. Que resucite en ti el amor al prójimo y el dar al otro lo que quieres para ti. El sacerdote te abrazó, te dio un beso y te dijo bienvenido. ¿A dónde, pensaste? Y él, sabiendo, dijo: bienvenido a la vida del señor Jesucristo que vino a este mismo mundo, iluminado por este mismo sol, que nos pide el sacrificio de creer en su cuerpo y sangre para ser mejores tÃos. ¿Me entiendes niño? Cortó un poco de pan de una varilla de las que se comen en casa y te dijo. Será tu mejor desayuno. El más preciado. El más humilde, niño. Amen. Luego se sentó en el primer banco, te tomó de la mano, le pidió a tu madre que se sentara con ellos y dijo el padre nuestro. Lo dijo. No lo recitó. Venga a nosotros tu reino era la alegrÃa, hágase tu voluntad era el pedido para que nosotros hagamos con felicidad y generosidad, y no nos dejes caer en la tentación, te juro que dijo, de creer que todo nace del cielo para caer como milagro, hijo. Es nuestra tarea de todos los dÃas. Cuesta y vale la pena. Resucitar su amor en nuestro corazón a veces duele. Pero vale la felicidad. No la pena.
Entonces entendà qué era la resurrección del Señor.
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