A Boris
Me lo llevo por un rato. Bukowski es de lectura rápida. Las escenas se suceden elÃpticas y Henri Chinaski no se detiene en elucubraciones de ningún tipo. El amor es una forma de prejuicios. Y yo ya tengo demasiado con los otros. Me llevé Mujeres un fin de semana, era invierno y hacÃa un frÃo infrecuente para la ciudad. No estábamos acostumbrados, no tenÃamos la ropa adecuada, no tenÃamos los hábitos, no tenÃamos el ánimo adecuado. Conforme avanzaba en el recorrido de calles que me llevarÃa de vuelta a casa, me dejaba mojar la cara por las pequeñas y centellantes gotas. Me dolÃa la cabeza y sentÃa debilidad por todo el cuerpo. Y extrañaba a Guillermina.
HacÃa algo asà como seis meses que yo valÃa poca cosa. Que vivÃa mal para ser más claro. Y estaba mayormente solo. Las pocas veces que salÃa afuera llevaba alerta el apunte mental que me dictaba los movimientos. HacÃa el esfuerzo consciente y deliberado de actualizar intelectivamente los códigos del comportamiento humano. Los fÃsicos tienen razón: cada movimiento tiene su algoritmo. Y el mundo se mueve por convenciones. En ese mundanal equilibrio yo era el trapecista inexperto. Y me valÃa de la memoria y la observación. DebÃa pasar desapercibido. No es agradable dar noticia de que uno prácticamente no ha vivido. En tal sentido, el frÃo siempre me fue propicio, un clima árido que aletarga los usos y las costumbres; en el frÃo hiriente la mayorÃa se comporta como si efectivamente hubiera vivido bien poco. Todo es convencional. Y el mundo se mueve por convenciones.
Las calles replicaban la desolación en el asfalto húmedo y duro. Llevaba el libro de Bukowski bajo el brazo, lo protegÃa en la axila mientras escondÃa las manos en el fondo de los bolsillos. ¿Qué estarÃa haciendo Guillermina? Entre las muchas cosas en que me llevaba la delantera, ella sabÃa cómo vivir y en ese punto yo estaba listo. Ese punto valÃa por tantos más. A fin de cuentas responde al arte más valioso y yo de eso no tenÃa idea; desconocÃa todos los principios. Estaba por fuera de lo que mi psiquiatra llamaba las generales de la ley. La experiencia vigoriza la intuición y viceversa. ¿Pero cómo se entra en ese cÃrculo vicioso cuando no se tiene ni una ni la otra? Guillermina tenÃa tacto y se movÃa por la vida entre sus relieves, mi vida en cambio era una lÃnea recta que conduce hacia donde toda lÃnea recta, al punto final: un segmento sin realces. A Bukowski uno puede reprocharle muchas cosas, pero nunca decir que lo que escribe no lleva aire de vida, relieve.
Entretanto llegué a casa. Después de buscar alguna galleta, me senté a la luz de la lámpara a hojear el libro, recompensa de mi última excursión a la vida. En realidad no tenÃa intención de leerlo en su totalidad, pensaba simplemente pasar el rato, pero al dejar correr las páginas como contando el total, empecé a ver marcas de birome en los márgenes, vaya, habÃan tomado notas, habÃan dejado marcas, y una forma de leer, es una forma de vivir. Qué mejor para el inexperto que una huella de vida, la palmaria señal del paso de otro por el camino y la cómoda oportunidad de saberlo ausente para espiar. Demás está decirlo, leà sólo los pasajes señalados.
Una forma de conocer a las personas es saber qué les llama la atención, no nos sorprendemos de las mismas cosas. Yo me sorprendo bien poco y eso que todo deberÃa representárseme como nuevo y desconocido. Guillermina, bien lo recuerdo, abrÃa seguidamente esos grandes ojos como queriéndome transmitir lo maravilloso de cada cosa, yo le devolvÃa una mirada hendida que parecÃa desconfiar de todo, excepto de ella misma. No todos hacemos esa gracia.
Poner notas al costado lleva algo de esa incredulidad y esa sorpresa, --mira cómo son las cosas, es verdad, no lo habÃa pensado de ese modo--. Por eso me dio un poco de tristeza leer esas notas al margen. Un receloso reconoce fácilmente a otro: mi amigo estaba empezando a alejarse de la vida, el proceso se leÃa, circular, en esas marcas. EmpezarÃa por tomar distancia, primero los ámbitos más amplios, luego los amigos, la familia y, por último, también las mujeres. Aquello que lo llevó, cómo un Ãndice, a comprar el libro porque sobresalÃa en el tÃtulo, aquello que le llamó la atención tal vez porque hacÃa tiempo que habÃa iniciado el proceso afilador de las distancias. Buscaba la coartada intelectual para esa cercanÃa. Mi amigo entonces, ya estaba lejos.
En ese momento supe que deberÃa leer el libro entero. Ni una palabra menos. VolverÃa a caminar sobre su huella en la esperanza de que mis pasos condujeran a otra parte. Un curso sobre otro curso. Miré el color que habÃa usado mi amigo, negro. Entonces mi trazo serÃa rojo. Señal de aviso. Rojo. Imperativo, mandón, cejante, intransigente. Hasta aquà has llegado, ahora te toca retroceder, volver sobre los pasos sin echar miradas sobre el hombro, como has llegado: te vuelves. Dejé de pensar en Guillermina. Con ella en la cabeza el recorrido no serÃa bueno. Era hora de terminar con eso. Y como un castillo de vapor helado empezaron a caer una a una las residencias imaginarias, todo el escenario alimentado por mi presupuesto, la hipotética vida que yo le habÃa creado, ella haciendo esto, ella haciendo lo otro, ella viviendo, con otros amantes, por otras geografÃas que no compartió conmigo, ella llenando de aliento los gestos, ella diciéndome cómo, dictándome camino. Ese castillo de naipes de humo empezó a derrumbarse dolorosamente, una baraja humeante, el mazo puesto otra vez de espalda, y el temor incierto de tener que girar la primera baraja.
Me puse dos abrigos. Saqué de la alacena una botella pequeña de licor. Las calles estaban doblemente frÃas tras la retirada del sol. TomarÃa una ducha caliente en casa de mi amigo y empezarÃamos a cambiar las cosas. Eso, cambiar las cosas. Anduve rápido por esas calles, a pura tracción de aliento, de determinación, de alcohólica certidumbre. Pulsé el portero. Llamé una, dos, tres, cuatro veces. Y esperé. Volvà a tocar y esperé más. No contestó nadie. Ni mi amigo, ni su mal paso, ni su falta de asombro. Asombro el mÃo, allà debajo con el frÃo entrándome, entrándome más. Arrebujado contra la puerta veÃa, ubicado en su mismo centro, extinguirse las ondas expansivas del propio asombro, la cálida envoltura que acompaña los sucesos. Eché una mirada al costado y el asfalto húmedo reflejaba el último brillo de la tarde celeste, una lÃnea recta y larga que deponÃa cada vez más lejos el horizonte. Una lejanÃa objetiva perfilándose hasta un punto final invisible pero sobreentendido, presupuesto. El final que se infiere en todo tramo, aquella irrebatible fórmula del ocaso: un arrebato que no conduce a nada.
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