Hace muchos años, cuando era un adolescente, mi padre decidió mudarnos a uno de los barrios más elegantes de la ciudad. Recuerdo que descendà de su automóvil fascinado por la gran avenida, cuando la presencia de un joven que nos observaba reclamó mi atención. Estaba apoyado sobre la precariedad de una puerta vecina que contrariaba la cualidad predominante del ambiente. Instintivamente sentà una espontánea vinculación. No referiré su nombre, Hoffman opinaba con razón que los nombres suelen ser un estorbo, me bastará con llamarlo Z... lo cual no es arbitrario ni insignificante.
Una pasión en la vida es tal vez demasiado; Z profesaba dos. La primera era su pasión por la lectura; la otra, derivada de la primera, eran los linyeras. Resueltamente contaminado por sus afecciones, un mediodÃa me atrevà a las inmediaciones de la plaza Guernica, donde los linyeras se juntaban para comer, pero mi osadÃa tenÃa lÃmites. Z no los respetaba; se mezclaba con ellos y accedÃa a algunas historias que muy pocas veces comentaba; la historia de Ramón que se perdió por una Helena más inestable o la historia de Omar que perdió a su pequeño hijo en una noche de borrachera. Esas historias nos llenaban de una incontrolable ansiedad y nos insinuaban un universo cercano y sin embargo desconocido. Hacia el naciente, hacia el lado del rÃo y del rancherÃo dÃscolo de sus orillas, se extendÃa La Sexta. La decadencia de sus prostitutas y de sus rufianes agónicos habÃa mitigado el temible prestigio de sus fronteras y cada tanto, impulsados por inconscientes alardes de coraje, realizábamos incursiones más allá de la vÃa y sorteábamos los meandros de la brusca barranca. Cada tanto nos topábamos con nuestras bandas rivales y los palos y las piedras menudeaban hasta que, una tarde, alguien exigió una tregua y propuso que un duelo individual dirimiese la cuestión. Z no vaciló en aceptar. Se debatió con verdadero coraje y cuando el duelo terminó, Z, que no habÃa llevado la peor parte, tenÃa la frente horadada por una herida profunda. Pese a eso nos emborrachamos y advertà una extraña cualidad de mi amigo. En el desvarÃo del alcohol, Z me confesó que cada tanto lo asaltaba la sensación de vivir ciertos momentos, en otro tiempo y en otro espacio que se superponÃan al actual. A veces pensaba que era una mezcla de una vivencia suya, ocurrida en el pasado, que se mezclaba con la vivencia de un libro o de un film, pero con toda la sensación de un dejavu que presagiaba su muerte. Por ejemplo, me dijo en voz muy baja, "recién tuve la certeza de que yo era Teucro Telamón, abatiendo al eximio Gorgitión, hijo de PrÃamo y la bella Castianira". Esa sola mención me asombró, puesto que fue la imagen que me asaltó mientras asistÃamos a su pelea.
Por supuesto, mi asombro no duró mucho; pero a los dÃas, sus padres decidieron separarse y la madre decidió fugarse en el apogeo de la primavera. Z no se desesperó, ni siquiera al saber que deberÃan mudarse hacia el Saladillo, donde sus abuelos poseÃan una casita muy humilde. Yo lo increpé al respecto, dando por sentado que era imposible soportar lo acontecido sin una queja, y su respuesta me dejó perplejo: "Mi madre no es Dido", me dijo, que era justo la imagen que habÃa acudido a mi cerebro... Como yo insistÃ, me pidió que lo acompañase a ver a una mujer que solÃa vagabundear en las inmediaciones de la estación Rosario Oeste. Hasta allà me condujo y logró que me fuera revelada la fascinación. Jala era alta y desgreñada y su rostro ajado consentÃa una cierta belleza en su mirada extraviada. TenÃa la costumbre de aparecer hacia el crepúsculo y recorrer los andenes desolados, atravesar el terraplén y detenerse en un baldÃo vecino, aguardando la aparición de la luna.
Cuando los primeros haces de luz se derramaban sobre el lugar, comenzaba a danzar al compás de una música que ella misma expresaba con su voz melodiosa y grave, que durante mucho tiempo no pudimos dejar de escuchar. A veces, cuando una nube bisectaba la luna llena, la del creciente o del menguante, el rostro de Jala se descomponÃa de dolor y se arrojaba a llorar con desconsuelo. Con un cierto pudor, yo insistÃa para irnos, le aseguraba que Jala estaba loca, pero Z no me escuchaba, atravesaba el terraplén y se ponÃa a bailar con Jala quien se recomponÃa en presencia de mi amigo, con una sonrisa que iluminaba su rostro de una manera muy especial. A partir de ese momento, algo en mà trató de evitarlo, incluso intentaba desalentar toda posibilidad de identificación y de los gustos en común sobre nuestras lecturas, porque algo inexplicable y hasta cierto punto siniestro se establecÃa entre nosotros. Algo, que en el espacio progresivo de nuestros sueños, donde tejÃamos la telaraña multifacética de nuestras propias figuras, atentaba plenamente contra nosotros, bajo el signo de una relación extrema que nos conducÃa a un desvÃo.
Z parecÃa no darse cuenta, me seguÃa hablando con palabras que pertenecÃan a nuestros libros insignes y nos dejaba a mà y a los otros con la convicción, no declarada, de un extremo desatino. De todos modos, aunque mantuve nuestra amistad, evité visitarlo con la frecuencia anterior; la vida me habÃa deparado algunas experiencias importantes y el fluir del tiempo era una melodÃa necesaria que impulsaba nuevos proyectos. Al cabo de dos años me recibà de ingeniero; me aguardaba la fábrica de mi padre y la tranquilidad inusual de sentir el futuro suficientemente asegurado. Tal vez eso me perdió, dispuesto a sostener esa imagen no pude eludir una cierta precariedad que todavÃa me asalta cuando entro a la fábrica y no puedo disimular del todo que soy un extranjero. Ninguna vivencia ha logrado desalojar del todo esa sensación.
En fin... la búsqueda de uno mismo encierra la potencia de atenuarse en beneficio de lo que uno ama y yo no supe ser digno del placer o la emoción que esas experiencias deparan. Lo cierto es que algo perdÃ, algo que Z en algún momento aprovechó. Fiel a sus hábitos insondables, un invierno le presentó a una muchacha de una contrariada belleza; nunca supe los vaivenes de la relación pero supe que la joven habÃa dado a luz a una niña que Z llamó con el nombre esperable de Ifigenia. Previsiblemente el matrimonio fracasó y la mujer se llevó a la niña fuera de Rosario. Oscuramente me sentà más cerca que nunca de él, me parecÃa que padecÃamos un fundamento que nos impedÃa adecuarnos a la consistente vigencia de las cosas, a ese aspecto sereno y cerrado donde uno es el eternamente extraño. Para colmo de males, un fin de semana arrebató la vida de mi hermano MartÃn, una de las personas que más querÃa y pude comprobar que el destino suele ser irreverente y cruel.
Absurdamente, en el epicentro de esa noche mortal, apagué la luz para que murieran los colores y acaté la mutación inquietante a la que se someten cuando los intercepta la oscuridad, dejando que mis sensaciones persistiesen predispuestas para cualquier aprehensión, pero ninguna parecÃa imprescindible para la posibilidad que es el ser de la cualidad. En ese momento Z apareció y como era su costumbre me dejó un libro en versión latina: Las metamorfosis de Ovidio. No dijo nada, sólo me apretó las manos, dejó el libro y se fue.
Curiosamente sentà que era la única persona digna de mi duelo y quizá la prueba evidente es que al cabo de unos meses, una mañana me trajo el sabor suficiente de una pequeña y humilde aventura. HabÃa podido desentrañar después de una traducción seguramente imperfecta el libro. Casi lloré de felicidad, me pareció y me sigue pareciendo que habÃa nacido para vivir ese momento y de inmediato, decidà visitarlo para retomar nuestra amistad. ¡Ojalá no lo hubiese hecho! Z se habÃa sumido en una completa degradación. Su extravÃo se advertÃa en el comentario de sus últimos trabajos, y en vez de asumir las consecuencias de su actitud me hablaba de Bartebly, el escribiente, de El Quijote y de Dante y Virgilio. Además, eludÃa el hecho de que habÃa sido despedido de su trabajo; habiendo cobrado una buena indemnización por su despido.
Como podÃa arreglárselas por un tiempo, decidà dejar de verlo. Pero unas semanas más tarde, un sábado para ser más preciso, cuando paseaba por la avenida costanera, bajo el derroche floral de los palos borrachos y de los jacarandás, creà reconocerlo mientras deambulaba sobre la explanada del puerto. Estaba extremadamente delgado y pálido y decididamente enfermizo; lo detuve y logré invitarlo a una merienda que lo reconfortó ostensiblemente. Cuando nos despedimos, pude obtener una invitación de su parte para ir a su casa, tras unos callejones laterales del Saladillo que daban sobre el arroyo de aguas turbias y contaminadas de fango. El violento sol de enero parecÃa intensificar la pobreza y la tensión siempre tácita de sus calles. Pese a lo concurrido del ambiente se advertÃa la cercanÃa riesgosa del frigorÃfico y el desfile numeroso de rostros con cierto aire de resentimiento, gente morena que desdeñan al blanco, conservando una antigua discordia de razas disÃmiles, de español y de aborigen.
Recuerdo que me sentÃa incómodo en el barrio, me parecÃa percibir la opresión de las miradas que sabÃan detectar la presencia del extraño. Movido por el más irreprimible de mis hábitos, me demoré en el bodegón de la esquina y desde la amplia ventana observé el desplazamiento de los transeúntes, la fachada gastada del viejo cine Diana, la contactación heteróclita de los carretones con los automóviles y el tranvÃa. No sé qué fue, si la constelación extraña, las letras A o la Z que habÃa garabateado sobre mi libro, la cucharita con la que revolvà el café, pero sentà como nunca la potencia versátil y extraña de la vida y me sentà vacÃo, un tanto inútil, incluso de más...
Frente a la puerta de su humilde vivienda, un rato más tarde, tuve una última vacilación. Algo debo haber presentido. Un vecino me dijo que Z habÃa muerto hacÃa unos dÃas y que su cuerpo habÃa sido llevado a la morgue municipal. Entré con cierta vacilación y una pesada tristeza que se obstinaba en entorpecer mi vista al ver la cantidad de papeles que se hallaban desparramados. Recordé la promesa de quemar sus escritos. Un rayo de luz penetraba diáfano por la claraboya y parecÃa estallar en el secreto centro de la tarde. Hurgando entre sus notas, encontré el atado de cartas que mi amigo deseaba incinerar. Leà el destinatario de algunas: la primera decÃa Sr. Leopoldo Bloom, DublÃn... Otra: Sr. Mersault, Argelia... Otra: Sr. Augusto Perez, España... y todas habÃan pasado por el correo y habÃan sido devueltas al remitente por no encontrarse el destinatario.
Me sentà mal, pensé que habÃa eludido una verdad ineludible que ya no tenÃa remedio, y fui arrojando cada una de las cartas al fuego, pero cuando llegué a la última no pude resistir la tentación de abrirla. DecÃa asÃ: "Querido MatÃas Pascal. Tan luego a mà me pregunta usted acerca de cambiar de identidad. ¿Qué le puedo responder? No soy yo la persona indicada, ya que he vivido en la imperfección de la soledad y de los sueños. Tiene usted más consistencia que yo que estoy perdido en un pobre arrabal sudamericano. Mi realidad me impide ser digno de crédito; al menos asà me parece. Sea como sea, Ud, tiene la necesidad de ser importante para alguien; eso ya es bastante y puede intensificar la potencia de la vida para la que uno supone haber sido engendrado. Desde aquà uno puede advertirlo, desde aquà donde lo común es pasar desapercibido. Mersault me dijo una vez: cuando la vida se apaga, la tarde es una tregua melancólica. Me basta asomarme a la ventana y ver a la gente de mi barrio para saber que es cierto. Le agradezco que haya pensado en mà para preguntarme algo tan importante; lamentablemente no estoy a la altura de una respuesta. Toda mi vida he conversado con fantasmas y es dudoso o muy excepcional sacar un provecho práctico de ello. Con todo afecto. Z".
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