La identificación con una mascota en aquellos tiempos remotos, constituÃa casi un acto fundacional de vida.
¿Que era un chico sin juguetes en ese tiempo si no tenÃa una pequeña mascota que acompañara su extrañeza mientras iba haciendo un reconocimiento del mundo, que en ese tiempo se reducÃa casi exclusivamente a uno: el de los mayores? Donde uno podÃa atisbar, fisgonear, espiar, curiosear, pero a riesgo de ser descubierto y volver al limbo de los sin voz y sin deseos. Sólo un número, una presencia que en la mesa tomaba participación porque consumÃa alimentos y aumentaba los gastos de la alicaÃda economÃa familiar.
Nuestras madres nos dirigÃan con los ojos. Una mirada sola, bastaba, oficiaba de código para saber si debÃamos abrir la boca o no.
-Vos, cuando tu padre se sienta a la mesa, antes de hablar, miráme. Eran sus precisas instrucciones.
Con cuanto deseo entonces añorábamos un animalito, en mi caso un perro.
Y como los deseos podÃan cumplirse, aún en esos tiempos, y aún a los niños de esos tiempos, la ocasión se me dio, porque hasta allà los perros que anduvieron en mi casa los traÃa mi padre. Quien tenÃa respecto de las mascotas una mirada práctica.
-En la casa debe haber un perro para ahuyentar a los ladrones; y un gato para que no se arrimen los ratones -agregaba.
Uno de los que recuerdo fue bautizado por mi padre como Tintin.
Era un perrazo muy juguetón que me estaba tirando a cada rato al suelo, ya que yo apenas comenzaba a andar sobre la corteza de este mundo. Mi padre, práctico, un dÃa lo regaló.
A veces lo recuerdo, incluso con sus patas sobre mi pecho, pero tal vez sea un recuerdo desvaÃdo de los relatos paternos. Como tantas cosas de mi primera infancia, la obtención de mi primera y única mascota se produjo en la chacra de ese gringo buenazo que se llamó Domingo Clérici.
Como todos los años para la juntada de maÃz nosotros nos mudábamos los meses que ésta duraba a esa construcción antiquÃsima, que estaba en el campo Volleinweider, camino a Beravebú, a escasos kilómetros de mi pueblo. El camino que acompañaban las vÃas, de extraordinario uso en ese tiempo, con trenes de pasajeros y los más frecuentes que cargaban cereales o ganado. Pero los habÃa que transportaban combustible, madera y fruta de provincias lejanas hasta Rosario. Debajo de los frondosos y viejos paraÃso de ese patio amplÃsimo, yo observaba ese andar agusanado y humeante, cuando la máquina no era a Diesel, a quien mi madre llamaba el trencito.
Como el campito que me separaba de las vÃas en general era sembrado con alfalfa, que como sabemos no crece muy alto, tenÃa una visión privilegiada. Me conocÃa todos los horarios, aún sin saber la hora, porque tenÃan esos convoyes una precisión matemática, y luego del almuerzo donde pasaba el de pasajeros a Rosario, hasta llegar a la merienda habÃa dos más: uno cargando leña o madera que venÃan de Córdoba y el de hacienda que venÃa del Norte.
La merienda constituÃa un homenaje especial, porque nunca más pude degustar la leche abundosa con ese café aromático y las exquisiteces que producÃan las manos maravillosas de doña MarÃa, esposa de Domingo. Manteca, dulce, embutidos, todos absolutamente caseros cuya descripción llevarÃa páginas. Pero no se puede describir la nostalgia.
Un dÃa llegó a la casa, nunca sabré de donde, una perrita vagabunda o dejada ex profeso en ese camino de campo, por una razón que comprendà más adelante.
La perrita en cuestión era muy arisca, gruñÃa a los humanos y mordÃa al cuzquerÃo de la casa con tanta ferocidad que los mantenÃa siempre a raya. Sólo yo me podÃa acercar a ella, solo aceptaba mis caricias. Como era una perrita agregada no tenÃa nombre. TenÃa un suave pelaje blanco, muy cortito, y nada en particular que me la recuerde. La bauticé Blanca, en obvia alusión a su pelaje. Pero no fue mi mascota. Aceptaba tal vez mis cuidados porque sabÃa que un ser tan pequeño no podrÃa infligirle daño.
Como ya escribà más arriba, nosotros vivÃamos en esa temporada en la chacra, yo siempre andaba en su busca, apenas me levantaba.
Pero un dÃa no apareció. La descubrà escondida detrás de una puerta. Entonces me gruñó. Me acerqué y me volvió a gruñir más fuerte.
Entonces corrà alarmado y avisé.
Cuando Domingo se acercó y yo que estaba detrás vi como nacÃan o empezaban a nacer sus perritos que llegaron a cinco. Yo nada sabÃa de la vida. Para mà fue una revelación, algo extraño se me tenÃa vedado y no sé si llegué a comprenderlo del todo. Nacidos todos, el tÃo Domingo me dijo: -elegà uno. Y yo marqué al que no tenÃa cola. Un rabo pelado lo acompañaba. Era tan blanco como los otros cuatros.
-No, ese es para mÃ, me dijo.
-Yo lo quiero rabón, tÃo --dije.
Entonces tomó otro del montón, fue a la cocina, sacó un gran cuchillo y me dijo: --SeguÃme.
Yo lo seguà hasta la puerta del garaje donde dormÃa el Ford T.
Allà habÃa una especie de palenque, un tronco de ñandubay, que servÃa para diversas tareas, puso la cola del perrito recién nacido y de un golpe seco le cortó un trozo largo. El perrito pegó un solo grito, le salió una gota de sangre y luego me lo puso en mis breves manos trémulas.
-¿Qué nombre le pondrás? --preguntó.
-Cacho, le dije.
-Bravo, está bautizado y me acarició la cabeza.
Esa única mascota me acompañó toda la primaria y me iba a buscar a la puerta de la escuela cuando yo salÃa.
Pero un dÃa en que nosotros no estábamos en el pueblo, iba distraÃdo por la calle y lo mató un auto. No lo pude enterrar.
En ese tiempo lento no existÃa el conjuro. Ni siquiera pude llorarlo como tal vez lo deseara.
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