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Jueves, 26 de septiembre de 2013

CONTRATAPA

Mascotas

 Por Jorge Isaías

La identificación con una mascota en aquellos tiempos remotos, constituía casi un acto fundacional de vida.

¿Que era un chico sin juguetes en ese tiempo si no tenía una pequeña mascota que acompañara su extrañeza mientras iba haciendo un reconocimiento del mundo, que en ese tiempo se reducía casi exclusivamente a uno: el de los mayores? Donde uno podía atisbar, fisgonear, espiar, curiosear, pero a riesgo de ser descubierto y volver al limbo de los sin voz y sin deseos. Sólo un número, una presencia que en la mesa tomaba participación porque consumía alimentos y aumentaba los gastos de la alicaída economía familiar.

Nuestras madres nos dirigían con los ojos. Una mirada sola, bastaba, oficiaba de código para saber si debíamos abrir la boca o no.

-﷓Vos, cuando tu padre se sienta a la mesa, antes de hablar, miráme. Eran sus precisas instrucciones.

Con cuanto deseo entonces añorábamos un animalito, en mi caso un perro.

Y como los deseos podían cumplirse, aún en esos tiempos, y aún a los niños de esos tiempos, la ocasión se me dio, porque hasta allí los perros que anduvieron en mi casa los traía mi padre. Quien tenía respecto de las mascotas una mirada práctica.

-﷓En la casa debe haber un perro para ahuyentar a los ladrones; y un gato para que no se arrimen los ratones -﷓agregaba.

Uno de los que recuerdo fue bautizado por mi padre como Tin﷓tin.

Era un perrazo muy juguetón que me estaba tirando a cada rato al suelo, ya que yo apenas comenzaba a andar sobre la corteza de este mundo. Mi padre, práctico, un día lo regaló.

A veces lo recuerdo, incluso con sus patas sobre mi pecho, pero tal vez sea un recuerdo desvaído de los relatos paternos. Como tantas cosas de mi primera infancia, la obtención de mi primera y única mascota se produjo en la chacra de ese gringo buenazo que se llamó Domingo Clérici.

Como todos los años para la juntada de maíz nosotros nos mudábamos los meses que ésta duraba a esa construcción antiquísima, que estaba en el campo Volleinweider, camino a Beravebú, a escasos kilómetros de mi pueblo. El camino que acompañaban las vías, de extraordinario uso en ese tiempo, con trenes de pasajeros y los más frecuentes que cargaban cereales o ganado. Pero los había que transportaban combustible, madera y fruta de provincias lejanas hasta Rosario. Debajo de los frondosos y viejos paraíso de ese patio amplísimo, yo observaba ese andar agusanado y humeante, cuando la máquina no era a Diesel, a quien mi madre llamaba el trencito.

Como el campito que me separaba de las vías en general era sembrado con alfalfa, que como sabemos no crece muy alto, tenía una visión privilegiada. Me conocía todos los horarios, aún sin saber la hora, porque tenían esos convoyes una precisión matemática, y luego del almuerzo donde pasaba el de pasajeros a Rosario, hasta llegar a la merienda había dos más: uno cargando leña o madera que venían de Córdoba y el de hacienda que venía del Norte.

La merienda constituía un homenaje especial, porque nunca más pude degustar la leche abundosa con ese café aromático y las exquisiteces que producían las manos maravillosas de doña María, esposa de Domingo. Manteca, dulce, embutidos, todos absolutamente caseros cuya descripción llevaría páginas. Pero no se puede describir la nostalgia.

Un día llegó a la casa, nunca sabré de donde, una perrita vagabunda o dejada ex profeso en ese camino de campo, por una razón que comprendí más adelante.

La perrita en cuestión era muy arisca, gruñía a los humanos y mordía al cuzquerío de la casa con tanta ferocidad que los mantenía siempre a raya. Sólo yo me podía acercar a ella, solo aceptaba mis caricias. Como era una perrita agregada no tenía nombre. Tenía un suave pelaje blanco, muy cortito, y nada en particular que me la recuerde. La bauticé Blanca, en obvia alusión a su pelaje. Pero no fue mi mascota. Aceptaba tal vez mis cuidados porque sabía que un ser tan pequeño no podría infligirle daño.

Como ya escribí más arriba, nosotros vivíamos en esa temporada en la chacra, yo siempre andaba en su busca, apenas me levantaba.

Pero un día no apareció. La descubrí escondida detrás de una puerta. Entonces me gruñó. Me acerqué y me volvió a gruñir más fuerte.

Entonces corrí alarmado y avisé.

Cuando Domingo se acercó y yo que estaba detrás vi como nacían o empezaban a nacer sus perritos que llegaron a cinco. Yo nada sabía de la vida. Para mí fue una revelación, algo extraño se me tenía vedado y no sé si llegué a comprenderlo del todo. Nacidos todos, el tío Domingo me dijo: -﷓elegí uno. Y yo marqué al que no tenía cola. Un rabo pelado lo acompañaba. Era tan blanco como los otros cuatros.

-﷓No, ese es para mí, me dijo.

-﷓Yo lo quiero rabón, tío --dije.

Entonces tomó otro del montón, fue a la cocina, sacó un gran cuchillo y me dijo: --Seguíme.

Yo lo seguí hasta la puerta del garaje donde dormía el Ford T.

Allí había una especie de palenque, un tronco de ñandubay, que servía para diversas tareas, puso la cola del perrito recién nacido y de un golpe seco le cortó un trozo largo. El perrito pegó un solo grito, le salió una gota de sangre y luego me lo puso en mis breves manos trémulas.

-﷓¿Qué nombre le pondrás? --preguntó.

-﷓Cacho, le dije.

-﷓Bravo, está bautizado y me acarició la cabeza.

Esa única mascota me acompañó toda la primaria y me iba a buscar a la puerta de la escuela cuando yo salía.

Pero un día en que nosotros no estábamos en el pueblo, iba distraído por la calle y lo mató un auto. No lo pude enterrar.

En ese tiempo lento no existía el conjuro. Ni siquiera pude llorarlo como tal vez lo deseara.

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