I. Abejas. Se desbanda, sus piernas baten un zigzag desaforado a lo largo de la banquina; tres metros, controla hacia atr谩s; dos metros, rota la nuca, algo la acosa; la joven grita que la persigue una abeja, que les tiene terror, que soy al茅rgica. Se la ve de lejos, clama a sus amigas que la ayuden, que el insecto le camina por la cabellera; se la ve detenerse, ponerse cabeza abajo, colgarse hacia el pavimento, piernas separadas; las manos, un ventilador entre el pelo; se alborota mechas, enreda las crenchas "no la encuentro", sus chillidos se propagan como una sirena, horadan la calma, la despedazan en desesperaciones, que la abeja la picar谩 y es al茅rgica, que la auxilien, hagan algo, ya la pic贸, "me pic贸", se siente rara, entra en convulsiones. Desde lejos se corrobora que se sacude, desarticulada, convulsa, las palmas en la melena que se vuelca hacia tierra, el aguij贸n que la penetra, y qued谩ndose, permanece horadando. A medida que la lente se acerca revela que el aguij贸n se vuelve electrodos, y el pavimento no es el de una banquina paralela a la ruta, sino el pasillo que desemboca en una sala colmada de aparatos, en el centro de un pabell贸n con camas; a la joven, atados sus miembros a una camilla, la circunda un par de mujeres de uniforme blanco; 茅stas manipulan cables sobre el cuerpo amarrado; le colocan un mordedor en la boca, para que no se sangre la lengua. "Ya se arranc贸 de nuevo dos electrodos". Una de las enfermeras toma una jeringa, la clava en un frasco, mide diez miligramos, perfora la carne de uno de los brazos sujetos por correas. Por el corredor que no era banquina, no hay regreso de una tarde de pileta en el campo, con amigas; la joven lleva bata, no anda en shorts. Los aguijones el茅ctricos la clavetean, sistem谩ticos, y ella repite con el tono de voz que puede "s谩quenme la abeja", que no me pique, "soy al茅rgica", un sonido impalpable que se drena hasta vaciarse.
II. Los frutos del bistur铆. Se quit贸 las prolongaciones capilares y los postizos rubios que abultaban su melena; el cuero cabelludo desnud贸 sus plumeros fijos, ralos, los pocos pelos propios gastados por tinturas y decoloraciones. Con un algod贸n se borr贸 el maquillaje; desengach贸 los tensores faciales, prendidos detr谩s de las orejas, que estiraban las patas de gallo, las marcas de las comisuras para las que ya no hab铆a relleno, col谩geno, botox, invento posibles. Abri贸 la boca. Se afloj贸 las pr贸tesis tironeando blandamente; las coloc贸 sobre el m谩rmol de la c贸moda. Lo mismo con las u帽as y pesta帽as sint茅ticas, el abultamiento de silicona en las mamas, los sostenes que las manten铆an altas, la faja, el cors茅, el modelador de nalgas, la piel artificial y joven de las piernas que proven铆a de unas medias s铆mil carne producidas especialmente para ella por un laboratorio suizo. Como parte del ritual, priv贸 a sus ojos de los lentes de contacto, a su garganta del revestimiento hecho en un material milagroso que rejuvenec铆a lo mortecino, retir贸 de cada porci贸n del cuerpo los frutos del bistur铆: implantes, agregados, coberturas, postizos, montajes y maquinarias ocultas.
Con un movimiento limpio, finalmente desconect贸 el spot que alumbraba el tocador y le otorgaba ese halo luminoso y difuminado a sus facciones.
Entonces se mir贸. Lo hac铆a s贸lo una vez por a帽o, el d铆a de su nacimiento: darse apenas una ojeada en el espejo, para, en presencia de sus remanentes, saber por un momento fugaz qui茅n era. Susana. Todav铆a.
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