rosario

Lunes, 26 de junio de 2006

CONTRATAPA

Las metamorfosis

 Por Sonia Catela

I. Abejas. Se desbanda, sus piernas baten un zigzag desaforado a lo largo de la banquina; tres metros, controla hacia atrás; dos metros, rota la nuca, algo la acosa; la joven grita que la persigue una abeja, que les tiene terror, que soy alérgica. Se la ve de lejos, clama a sus amigas que la ayuden, que el insecto le camina por la cabellera; se la ve detenerse, ponerse cabeza abajo, colgarse hacia el pavimento, piernas separadas; las manos, un ventilador entre el pelo; se alborota mechas, enreda las crenchas "no la encuentro", sus chillidos se propagan como una sirena, horadan la calma, la despedazan en desesperaciones, que la abeja la picará y es alérgica, que la auxilien, hagan algo, ya la picó, "me picó", se siente rara, entra en convulsiones. Desde lejos se corrobora que se sacude, desarticulada, convulsa, las palmas en la melena que se vuelca hacia tierra, el aguijón que la penetra, y quedándose, permanece horadando. A medida que la lente se acerca revela que el aguijón se vuelve electrodos, y el pavimento no es el de una banquina paralela a la ruta, sino el pasillo que desemboca en una sala colmada de aparatos, en el centro de un pabellón con camas; a la joven, atados sus miembros a una camilla, la circunda un par de mujeres de uniforme blanco; éstas manipulan cables sobre el cuerpo amarrado; le colocan un mordedor en la boca, para que no se sangre la lengua. "Ya se arrancó de nuevo dos electrodos". Una de las enfermeras toma una jeringa, la clava en un frasco, mide diez miligramos, perfora la carne de uno de los brazos sujetos por correas. Por el corredor que no era banquina, no hay regreso de una tarde de pileta en el campo, con amigas; la joven lleva bata, no anda en shorts. Los aguijones eléctricos la clavetean, sistemáticos, y ella repite con el tono de voz que puede "sáquenme la abeja", que no me pique, "soy alérgica", un sonido impalpable que se drena hasta vaciarse.

II. Los frutos del bisturí. Se quitó las prolongaciones capilares y los postizos rubios que abultaban su melena; el cuero cabelludo desnudó sus plumeros fijos, ralos, los pocos pelos propios gastados por tinturas y decoloraciones. Con un algodón se borró el maquillaje; desengachó los tensores faciales, prendidos detrás de las orejas, que estiraban las patas de gallo, las marcas de las comisuras para las que ya no había relleno, colágeno, botox, invento posibles. Abrió la boca. Se aflojó las prótesis tironeando blandamente; las colocó sobre el mármol de la cómoda. Lo mismo con las uñas y pestañas sintéticas, el abultamiento de silicona en las mamas, los sostenes que las mantenían altas, la faja, el corsé, el modelador de nalgas, la piel artificial y joven de las piernas que provenía de unas medias símil carne producidas especialmente para ella por un laboratorio suizo. Como parte del ritual, privó a sus ojos de los lentes de contacto, a su garganta del revestimiento hecho en un material milagroso que rejuvenecía lo mortecino, retiró de cada porción del cuerpo los frutos del bisturí: implantes, agregados, coberturas, postizos, montajes y maquinarias ocultas.

Con un movimiento limpio, finalmente desconectó el spot que alumbraba el tocador y le otorgaba ese halo luminoso y difuminado a sus facciones.

Entonces se miró. Lo hacía sólo una vez por año, el día de su nacimiento: darse apenas una ojeada en el espejo, para, en presencia de sus remanentes, saber por un momento fugaz quién era. Susana. Todavía.

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