"Prefiere mi túnica a la túnica de polvo/ bajo la cual yace el año último,/ pues más debes recelar del tiempo/ que de mis ojos." Ezra Pound
DecÃas "No te hagas mala sangre" y yo pensaba si mi sangre ya no estará mala porque es dura mi sangre, "sin corazón" decÃas. -Corre espesa, dura --te aclaraba yo. Y vos me volvÃas a decir que carecÃa de lo que las personas hacen cuando algo les duele: llorar. Nunca pude llorar bien, amigo, en cambio sentÃa un pinchazo fuerte en la clavÃcula, como espina o clavo, cuando algo me hacÃa daño. Vos decÃas que no era normal eso de la clavÃcula y menos aquello de tragarme las lágrimas; que no se me escapen de los ojos y que nadie se apiade de todo eso y me ponga una mano en la cabeza para calmarme. Yo te decÃa que me dolÃa lo mismo la patada en la canilla y que más dolÃa cuando nadie venÃa a parar la invisible lágrima, pero que me lastimaba adentro, no afuera, que los ojos estaban bien. Vos repetÃas que no, que no me dolÃa, que no estaba bien, como una sentencia. Arrancabas el pelo; pateabas la canilla; doblabas los dedos como a una rama de sauce, siempre efectivo látigo. Adentro todo ahogado; sin embargo no podÃa percibirse el barco hundido, la carga despedazada. Mi sangre se ponÃa oscura y densa, pero sin notarse y las cosas que no se veÃan no podÃan llamarse con ningún nombre en aquel tiempo.
Un dÃa me llevaste al final de la calle más larga del pueblo, fuimos en bicicleta. Sudabas enormes gotas y del peso de la frente haciéndose agua tu flequillo ya no se movÃa por el viento. Yo estaba seco (por fuera). Me dijiste otra vez "No te hagas mala sangre, esta señora te va a ayudar"; no sabÃa de qué señora hablabas, pero no pregunté. Llegamos a una casa a punto de desmoronarse:
-Acá no vive nadie -dije
-SÃ, acá vive la señora.
-Qué señora?
-Teresa --respondiste (y golpeaste las manos) --Teresa! Teresa!
Se asomó desde atrás del revoque una sombra tÃmida. Le hablaste a la sombra:
-El necesita llorar.
La mancha oscura se extendió por el suelo (porque una sombra nunca se pone de pie) y llegó hasta mis zapatillas y la sentÃ, de alguna manera que hasta entonces suponÃa imposible, elevarse y mirarme fijamente a los ojos con un lento movimiento oscilante de cobra o de brújula. No podÃa creer que fuera cierto era cierto? Primero me ofendà con vos, cuánto tiempo hacÃa que sabÃas de las sombras? Pinchó en la clavÃcula primero aquel miedo conocido, el normal miedo. Pinchó segundo saber que no era yo tu único amigo. TemÃ.
El tiempo me fue incluyendo en los ojos de la sombra (o de Teresa), ya no sabÃa bien qué parte de ella era una mujer; qué parte de ella era una mancha viva... No estabas, Aurelio, no estaba el desmorone de la casa, no estaba el dÃa; me contenÃan las paredes de la sombra y formaban un cÃrculo que me quitó algo. No sabÃa qué me habÃa quitado pero sentà (cuando se es niño, recordarás que todo primero se siente) como si me hubiera arrancado un dedo, pero sin dolor. En mi fondo un nudo de tripas o de recuerdos se desataba para siempre (hacia afuera). La sombra concluyó, cerró los ojos y zigzagueó hasta detrás del revoque; era otra vez tÃmida y huidiza como a nuestra llegada. Sentà a mi cuerpo proporcionado de una liviandad que, hasta ahÃ, desconocÃa (todo era desconocido para entonces).
--Gracias --dije, sin pensarlo.
--Gracias --dijiste.
Llegué a mi casa (la que hoy sigue siendo) y lloré durante tres dÃas. Mi madre, que Dios la guarde, no entendÃa qué ocurrÃa, yo nunca conté la verdad, amigo. La clavÃcula dejó de pincharme, solo eran lágrimas, normales, nuevas lágrimas. Estabas contento, yo estaba triste pero aliviado. Cuando pude reponerme te pregunté cuánto era la paga, porque sabÃa bien que todo hechizo o brujerÃa requerÃa de una paga. Pero Teresa no era bruja sino una sombra, asà que pensé --entre mÃ-- que no serÃa con dinero que saldarÃa aquel trabajo. Titubeaste un segundo por mi pregunta, estuviste una semana asà Maldita manÃa de no insistirte, Aurelio, de no preguntarte fuerte y antes las cosas!
Un dÃa, el miedo (que es la parálisis de la vida y el motor de la verdad, a veces) hizo que me dijeras -a modo de confesión y de perdón- qué era lo que debÃa pagar: la sombra pedÃa a cambio veinte años. Veinte años! No habrá sido mucho, Aurelio? Era algo que consideraste justo en aquel momento en el que tenÃamos tanta vida para gastar; qué eran veinte años; qué era el tiempo entonces para nosotros, amigo? Comprendà tus buenas intenciones, no temÃ, tenÃamos once años. Pero ahora el tiempo se subió a los estantes y desde allà verdugo se abalanzó hacia nosotros, pasó muy rápida la vida; estoy por cumplir sesenta años y no ceso de ver a una temida sombra -que oscila como cobra o como brújula-- extenderse desde la ventana hacia mi cuerpo, que amanece siempre en el mismo lugar como un mueble. Ya me separan de ella los escasos centÃmetros, Aurelio. Sudo; lloro; me hago mala sangre (hacia afuera), la clavÃcula pincha un desenlace, hermano. Y nadie viene a apoyar su mano en la frente para calmar a este viejo asustado, como prometiste un dÃa.
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