Los árboles abrazaban un túnel de sombra, un cielo de hojas sobre el empedrado que cruzaba entre las cortadas. Uno podÃa hacerse el distraÃdo y mirar sólo el reflejo de los faros en el follaje, sin reparar en los nombres de las calles, entonces se atardecÃa en otra ciudad, en rincones que ignoraban el tiempo y el sol. Hubiera sido sólo una sensación para los demás, no para mÃ. Yo pude comprobar que ingresaba a otro espacio que no era ni siquiera cercano al registro que habÃan aprehendido mis ojos en toda su experiencia. Sà podÃa descifrar su apariencia, pero no su entidad; como si fueran los exteriores de una pelÃcula ya vista un montón de veces. PodÃa reconocer las fachadas, las columnas marcando las esquinas, los balcones bajos. HabÃa sitios que seguÃan siendo reconocibles: la plaza Buratovich, el hospital Carrasco, el club Federal; pero algo empujaba sus colores a otro tono, a los matices de una cinta de kinetoscopio.
Fue sólo un instante en el que todo cambió, no podrÃa indicar qué calle marcó el comienzo. Sólo ocurrió y continuó, quizá de otra manera, cuando el chofer se detuvo y con un gesto señaló mi parada, la plaza que se estiraba sobre el frente de la estación de trenes; la arena, los árboles de otoño y las paredes derruidas que daban en conjunto la sensación de una fotografÃa vieja.
Caminé por esas veredas después de muchos años, como tantas veces lo habÃa hecho. El estaba sentado en una hamaca, con las piernas apenas balanceándose junto a la bicicleta, la bicicleta naranja que habÃamos heredado de mi hermana -qué difÃcil es encontrar los pronombres, tan aparentemente simple y tan complejo-; sus pequeñas manos, recostadas sobre la falda. A veces no podemos reconocer nuestra cara en un espejo, en el intervalo que precede al sueño. Otras veces, en la vigilia plena, nos miramos y no estamos allÃ; es otro, invasor de nuestra vida, una vida que tampoco creemos propia. Yo pude reconocer mi vieja y joven cara, la remera Hering desgastada, las zapatillas de cuero que aceptaba con resignación, el pulóver de llama que habÃamos comprado en San Pedro. Me senté en la hamaca contigua y esperé su mirada. Volvà a distinguir esa seguridad que no recordaba, un aire sereno y apacible que lo paraba en el lugar correcto de la situación. Antes de que yo comenzara con la lista interminable de preguntas, habló: Se descentró de vuelta la rueda de atrás. Papá me lo dijo mil veces, que esta bici no es para saltar.
Tiene razón, no es para eso. Le contesté. Las rampas de la estación son altas y esta es una bicicleta de paseo. Los amortiguadores no aguantan.
Pero las bicis de los otros son iguales y no se rompen; me dijo contrariado.
Bueno, hay cosas que pasan si razón.
Suspiró con cierta reprobación. La reflexión liviana de la adultez no le servÃa, no en esa plaza y en ese instante. Entonces respondió.
A lo mejor los padres de los otros no les dicen que se les van a romper, a lo mejor saben saltar mejor que yo, a lo mejor esta bicicleta es vieja y muy usada. Nada pasa sin razón.
El sol comenzó a caer detrás de la estación. Recordé que se encenderÃan las luces de la plaza y serÃa más fascinante girar alrededor de todo, con los cordones besando la oscuridad, con la soledad de la noche en las veredas, el frÃo intenso que es apenas un gesto del juego. Fuimos a la estación. Los andenes estaban llenos de gente sin equipaje, sin la ansiedad que suele tener el que parte. Acaso esperaban arribos, paquetes, la ilusión que se diluye con el peso del tiempo, cuando todo deja de ser como se soñó o se pensó. Los trenes no se habÃan dormido todavÃa. Subir a ellos era soñar con llanuras impensadas, viajes intrépidos. Pensé que los ojos de un niño, -sus ojos- no deberÃan ver otra cosa, y entonces, desde un lugar distinto, llegó aquella imagen siniestra que habÃa estado agazapada hasta ese momento, para tejer y dar un poco de sentido a todo. Volvà a ver a Tito, cruzando a tropezones el andén, como lo habÃa visto aquella vez, las sirenas y la gente en silencio, mirando. Cerré los ojos para confirmar que en esa locura tangible, esa imagen no fuera tal vez un engaño del pensamiento. Cuando los abrà aún estaba él, pude reconocer en su mirada algo de compasión, como si supiera lo que cruzaba mi mente. Dejó que yo hablara, conociendo acaso lo que iba a escuchar, conociendo también la respuesta a eso y a todo.
¿Por qué elegiste este lugar para encontrarnos?
Porque acá venimos siempre a saltar con la bici en las rampas. Todas las tardes.
Pero en este lugar pasó algo y no puedo saber si ya lo viviste o lo vas a vivir. Puede pasar mañana, y voy a quedarme con la bronca de no haberte advertido. Puede pasar ahora.
Se sentó en el andén, mirando la hilera de casas que se perdÃan en el oeste, tras las vÃas limpias de yuyos y de escombros. La voz que apuntaba hacia ese lugar llegó hasta mÃ, como si fuera dirigida tan sólo para mis oÃdos, como si hubiera dado una vuelta con un viento propio.
No me importa saber qué va a pasar. No venimos acá a que vos me lo digas. No se puede vivir sabiéndolo todo. Se vive para recordar. El pasado nos prepara para vivir y para morir.
¿Entonces para qué venimos acá?
Eso sà es lo único que sucede sin razón.
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