Es viernes santo y me subo a la escoba. La dejé lista la noche en que la Luna llena se puso roja mientras la Tierra volcaba su sombra de vino sobre su cara iluminada. Preparé la madera del mango con una lija especial que me regaló mi abuelo. Mi abuelo era carpintero. TosÃa de un modo que lo identificaba a lo lejos y que era la marca de su presencia en la casa. Buscaba excusas para ponerse nervioso, y cuando eso pasaba aumentaba la frecuencia entre espasmo y espasmo. Se sentaba en el patio luz que daba al comedor a escuchar la radio pegada a su oreja izquierda, con una tasa de malta en la mano derecha que llevaba a la boca al ritmo del aumento o disminución del perÃodo entre carraspeos, según el grado de indignación que le provocaran los sonidos que emitÃa el aparato. Tanta mala sangre se hacÃa que los tres infartos que tuvo no le fueron suficientes para, al menos, dejar de escucharla. Si la tos se hacÃa insistente, salÃa al patio luz sin mirarme, y marchaba con paso firme a hacer la siesta. Pero cuando la radio habÃa sido compasiva, a mi abuelo se le daba por prestar atención a lo que yo hacÃa. Con una sonrisa ancha y un mar celeste por mirada me revolvÃa la cabeza sin piedad. Si la tos estaba ausente sabÃa dónde encontrarlo cuando llegaba de la escuela. Dejaba la mochila y corrÃa por el pasillo largo que salÃa al patio y que topaba con un galponcito que era su refugio, una especie de santuario en el que desfilaban sierras, maderas, barnices, gubias, escuadras, lijas, martillos. Entre virutas y el ruido de la sierra sobre la madera mi abuelo me regalaba sus secretos. La lija que me dio es uno de ellos. Me dijo: "Cuando quieras hacer que las imperfecciones adquieran belleza, usála". Sospecho que mi abuelo sabÃa para qué me la daba. El mango de la escoba en la que vuelo es hermoso asÃ, fallado. Y se pone mejor cada año. Mi abuelo era una bruja, aunque no lo supiera.
Desde el aire puedo ver cómo otras brujas, con sus poderes imperfectos hacen de las suyas con los secretos que les fueron dados a través de los siglos. Nos encontramos en el centro vital de las cosas, las ponemos en marcha cuando removemos los calderos y producimos transformaciones que son mÃnimas, cotidianas y no tan subterráneas. Si somos comadronas, también destinamos nuestros conocimientos a los partos de las vidas de las mujeres. Como lo hizo Frida, acompañando a MarÃa a devolverle la menstruación en Córdoba. O Rosa, que atiende un llamado en Buenos Aires a las tres de la mañana y le explica a JazmÃn cómo se usan esas "pastillas mágicas" que tanto anda necesitando. En Mendoza, una Malona inaugura una lÃnea de teléfono que conecta a quien quiera llamarla con los saberes del más acá. A Socorro la entrevistan en Rosario en una radio para contar a cuántas mujeres acompañó en la semana, mientras Dora y Rafaela se encuentran en una ciudad de Santa Fe durante todo el dÃa en una ceremonia de traspaso de poderes. En un bar de Neuquén una botella de agua alcanza para que Socorro Rosa la comparta con diez mujeres, mientras hace circular información que les permite cumplir sus deseos. En cada ciudad un caldero encendido quema las culpas ya viejas de cansancio. Las escobas barren lo que hay debajo de las alfombras. Lo sacan a la luz del dÃa y durante la noche hacen rondas alrededor de una luna siempre roja. Cada escoba es imperfecta, pero cuando se juntan en el baile su belleza fuerza a romper candados. Todas las brujas tenemos secretos para hacer que nuestras escobas seduzcan en sus imperfecciones. Yo tengo una lija de carpintero.
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