Ahora todo parece lejano o como si les hubiera sucedido a otros, pero hubo una época en que la chica de ojos pardos era un sueño secreto y escurridizo que entraba y salÃa de esos dÃas, o de los huecos de esos dÃas. Entonces cada uno de esos encuentros furtivos tenÃa la intensidad de un temblor trepidatorio y los sucedÃa un vacÃo inefable que acababa, siempre, por llenarlo todo. Por eso, acaso, cuando nos volvÃamos a encontrar pasábamos tanto tiempo urdiendo huidas que no iban a ser, impensables destinos distantes o mÃnimas fugas fugaces que, sabÃamos, nunca habrÃamos de concretar. Ella revolvÃa el café junto a la ventana, y miraba los autos apiñados junto al cordón, la hilera de árboles escuálidos del parque de enfrente, al chico que hacÃa malabares en el semáforo, las caras de aburrimiento de los conductores que esperaban por la luz verde. Y hablábamos de ParÃs, Londres, Madrid y Venecia o lugares igual de inalcanzables. Pero entonces todo nos resultaba inalcanzable y cuando todo lo es para qué detenerse. Después yo decÃa, como para bajar un poco a la realidad o darle una oportunidad más factible a las ilusiones, que deberÃamos irnos a algún lado en auto. Algún lugar cercano. Ella preguntaba adónde.
A cualquier lado, respondÃa yo, agarrar el auto y salir a la ruta. Y ver con qué nos encontrábamos.
Tratábamos de sonreÃr. Por demasiados motivos, aunque no lo decÃamos, nos resultaba tanto o más difÃcil que el viaje a Europa. Entonces tapábamos las muecas inconclusas, las sonrisas a medias, con un sorbo de café. Y callábamos.
Me gusta el contraste, decÃa yo después, como si ese silencio, esa brecha de duda, nunca hubiera sobrevolado la mesa del bar. Y me explayaba. Le decÃa que, acostumbrado al vértigo del paisaje inconstante, a las hileras de edificios que se suceden con sus pequeñas particularidades que modifican la silueta de la ciudad en cada cuadra, a la maraña de cables que cruzan el pedazo de cielo del parabrisas, y las intermitencias del tráfico y los semáforos, salir a la ruta y ver el desfile de postes o la repetición de campos sembrados de soja o trigo me provocaba algo asà como una triste serenidad.
La pampa quieta, decÃa ella.
La frase era ilógica, pero sentÃa que me tocaba un nervio. Contestaba que sÃ. Y decÃa algo asà como que hay un ritmo, un pulso vital que desciende cada vez que alguien sube a un auto y se aleja de la ciudad.
Entonces sonreÃamos con algo asà como una esperanza tenaz. O irracional.
A veces habÃa un temblor mÃnimo, un terremoto imperceptible que se expandÃa por la madera hasta sacudir la superficie del café. Era el celular de alguno que vibraba con insistencia. A veces era el de ella, a veces el mÃo. Mirábamos la pantalla y decÃamos disculpá, tengo que atender. No dábamos excusas ni explicaciones. CreÃamos o simulábamos creer que asà era más fácil para los dos. Simplemente decÃamos tengo que atender y salÃamos afuera para hablar. Y lidiábamos en secreto con las culpas. Si salÃa ella, yo seguÃa tomando el café. Miraba la hora y jugaba con la caja de cigarrillos mientras ella, afuera, hablaba por teléfono y trataba de arreglarse el pelo con la mano libre mientras se miraba en el reflejo de una vidriera. Todos nuestros encuentros incluÃan su batalla postrera con el alboroto de su pelo. Regresaba al cabo de un momento, tras una breve escala en el baño, con algo de maquillaje en los ojos y el pelo indómito atado con una colita. A veces --dijo una vez mientras se sentaba--, me da risa el estado en que salgo de la burbuja: los pelos enmarañados, el rÃmel corrido, la mirada como aturdida.
La burbuja. En ocasiones, como entonces, era un eufemismo que usaba para referirse a los lugares en los que nos solÃamos refugiar. Otras veces eso definÃa toda nuestra relación.
No me doy cuenta, siguió diciendo ese dÃa, es como si estuviera en otra dimensión, o mejor: como si acabara de volver de otra dimensión. Soy Dorothy de regreso en Kansas, Alicia despertando bajo el árbol. Ese primer instante de desconcierto, ¿entendés?
Dije que sÃ. Que entendÃa. Pero ella siguió. No me miraba a mÃ: miraba hacia un costado, hacia un punto indefinido, como - todavÃa- suele hacer cuando habla de algo que la obliga a mirar hacia atrás o hacia adentro.
El primer beso me dejó asÃ, dijo. TenÃa 12 años y fue una tarde en la plaza, a la hora de la siesta. Algo en ese instante me recorrió de los pies a la cabeza, una llamarada imprevista de luz. Como un avión alcanzado por un rayo.Y cuando abrà los ojos no sabÃa ni entendÃa qué me pasaba: creà que me habÃa enfermado de repente y me asusté. Fui corriendo a mi casa, a mirarme en el espejo para comprobar que estaba entera. A veces esto me recuerda esa sensación. Tengo que mirarme en el espejo para comprobar que estoy bien, que estoy entera, que todavÃa sigo siendo yo.
A veces decÃa cosas como esa. Y yo le agarraba la mano por sobre la mesa y, por un instante, parecÃa a punto de decir algo. Pero ninguno soltaba una palabra, y los dedos se desentrelazaban como un tejido que se deshace al tirar de un hilo suelto.
Después salÃamos a la calle por turnos. Me subÃa al auto y lo ponÃa en marcha mientras ella se demoraba retocándose la pintura o devolviendo llamadas o revisando su agenda. Yo acomodaba el espejo retrovisor, me miraba sin ver y demoraba siempre unos instantes antes de arrancar, sin ningún motivo en particular.
Ahora, aunque todo parece tan lejano o como si les hubiera pasado a otros, sé que hacÃa de cuenta que estaba entero.
HacÃa de cuenta.
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