En aquellos tiempos los trenes atravesaban como un gusano lento el centro mismo de la noche y de la niebla. Pasaban con ese traqueteo indócil con su carga ignorada y sin parar en el pueblo, nos arrancaban dulcemente del sueño, y cuando ya el ruido de su pitar ronco atravesaba Ãntegramente el pueblo y se iba adelgazando hasta desaparecer como una vÃbora que se esconde entre los yuyos, uno regresaba a la molicie de esa inconsciencia, mientras se arrebujaba en el calor de la frazada italiana que cosieron las abuelas.
La persistencia de este recuerdo que siempre regresa desde el fondo de los tiempos como un animal dormido, supera tal vez a otros momentos del dÃa en que también pude disfrutar de esa presencia que hizo agradable la pobreza de nuestras infancias sin juguetes pero llenas de ilusiones y de sueños no sólo porque nos ponÃa alegre verlo cruzar los campos desde lejos sino porque su sola presencia nos metÃa en la aventura de los viajes que harÃamos más de las veces como una fantasÃa que como la posibilidad concreta donde nos podÃa conducir ese traqueteo que nos harÃa cruzar los campos sembrados, al revuelo de los pájaros, el espejo lejano de una cañada que nos esperaba con sus aves acuáticas y sus peces esquivos al anzuelo cuando intentáramos la pesca.
También algún jinete que nos miraba absorto, detenido a nuestro paso, saludando con la mano en alto que sostenÃa el talero y que se permitÃa esos minutos de recreo mientras arreaba alguna vacas hacia alguna estancia de la zona, por ese camino paralelo a las vÃas. Y esto podÃa darse antes o después de que cruzáramos ese puente de madera muy cercano al pueblo y que usamos todavÃa como una referencia.
Viajar en tren era una experiencia que no excluÃa la aventura mientras a nuestro paso huÃan las parvas, los postes telegráficos, los arroyuelos, las bandadas de patos por el cielo, o esos chimangos oscuros que torvamente nos miraban encima de los postes. Viajar era una fiesta. Sobre todo a Rosario, que nosotros suponÃamos más grande que ParÃs.
Rosario era la ciudad de los olores y el grito del canillita voceando los diarios de la tarde en el andén de Rosario Norte.
Dejaron de pasar los trenes y mutilaron de punta a punta mi infancia, y ahora por suerte están volviendo.
Entonces me pregunto qué precio tiene ese ruido que oÃmos desde la cama, por las noches y lo escuchaba de lejos. Y el latigazo dulce de su pitar ronco cuando no salÃa brevemente del algodón del sueño y caÃa otra vez en él, cuando habÃa atravesado todo el pueblo mojado por la lluvia.
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