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Miércoles, 28 de octubre de 2015

CONTRATAPA

Trenes

 Por Jorge Isaías

En aquellos tiempos los trenes atravesaban como un gusano lento el centro mismo de la noche y de la niebla. Pasaban con ese traqueteo indócil con su carga ignorada y sin parar en el pueblo, nos arrancaban dulcemente del sueño, y cuando ya el ruido de su pitar ronco atravesaba íntegramente el pueblo y se iba adelgazando hasta desaparecer como una víbora que se esconde entre los yuyos, uno regresaba a la molicie de esa inconsciencia, mientras se arrebujaba en el calor de la frazada italiana que cosieron las abuelas.

La persistencia de este recuerdo que siempre regresa desde el fondo de los tiempos como un animal dormido, supera tal vez a otros momentos del día en que también pude disfrutar de esa presencia que hizo agradable la pobreza de nuestras infancias sin juguetes pero llenas de ilusiones y de sueños no sólo porque nos ponía alegre verlo cruzar los campos desde lejos sino porque su sola presencia nos metía en la aventura de los viajes que haríamos más de las veces como una fantasía que como la posibilidad concreta donde nos podía conducir ese traqueteo que nos haría cruzar los campos sembrados, al revuelo de los pájaros, el espejo lejano de una cañada que nos esperaba con sus aves acuáticas y sus peces esquivos al anzuelo cuando intentáramos la pesca.

También algún jinete que nos miraba absorto, detenido a nuestro paso, saludando con la mano en alto que sostenía el talero y que se permitía esos minutos de recreo mientras arreaba alguna vacas hacia alguna estancia de la zona, por ese camino paralelo a las vías. Y esto podía darse antes o después de que cruzáramos ese puente de madera muy cercano al pueblo y que usamos todavía como una referencia.

Viajar en tren era una experiencia que no excluía la aventura mientras a nuestro paso huían las parvas, los postes telegráficos, los arroyuelos, las bandadas de patos por el cielo, o esos chimangos oscuros que torvamente nos miraban encima de los postes. Viajar era una fiesta. Sobre todo a Rosario, que nosotros suponíamos más grande que París.

Rosario era la ciudad de los olores y el grito del canillita voceando los diarios de la tarde en el andén de Rosario Norte.

Dejaron de pasar los trenes y mutilaron de punta a punta mi infancia, y ahora por suerte están volviendo.

Entonces me pregunto qué precio tiene ese ruido que oímos desde la cama, por las noches y lo escuchaba de lejos. Y el latigazo dulce de su pitar ronco cuando no salía brevemente del algodón del sueño y caía otra vez en él, cuando había atravesado todo el pueblo mojado por la lluvia.

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