Paridos de mujer, en aquel paÃs habÃan nacido algunas bestias. Algunos ángeles. Y mucha gente de diversos tamaños y colores. La injusticia gozaba de un aspecto saludable. El infortunio no era un bien sino que formaba parte del paisaje.
En aquel paÃs, durante el verano, desde los balcones del cielo descendÃa la noche. El perfume de las azucenas se filtraba como un éxtasis igualador que no igualaba. Y cuando el orador decÃa "somos felices", todos éramos felices. Y cuando decÃa "¡ganamos la guerra!", nadie veÃa la muerte de un soldado.
Aquel paÃs, olvidadizo de sà mismo, tuvo tejedoras que hilaron las finas redes de su memoria hasta impedir que desapareciera lo desaparecido.
En ese paÃs nacÃan y morÃan mariposas, corazones y murciélagos. HabÃa tanta confusión rodando por sus bellos declives, eran tantos los mordidos por el hambre o por el desamparo, que su propia historia se escribÃa como trágico poema que se interroga a sà mismo constantemente. AsÃ, a veces, una calle llevaba un nombre, y al dÃa siguiente, llevaba otro. El sólo cambio de denominación conducÃa en distintas direcciones.
En ese paÃs sobrevivÃa a veces lo mejor a lo peor. A veces, lo peor a lo mejor. AllÃ, nada era para siempre. Todo gozaba de una movilidad intranquilizadora y formidable. Las cosas más extrañas se volvÃan habituales, cualquiera podÃa ver, por ejemplo, que un mendigo masticara un escarabajo y que un taxista atropellase a su fantasma.
En ese paÃs algunos amasaban pan y otros lo comÃan. Las miguitas que se caÃan, alimentaban a los niños y a los pájaros. Digno de ver era el disfrute de gorriones y gorriones.
En aquel paÃs los métodos fallados, fallaron. La riqueza no chorreó. No salpicó. La riqueza se afirmó a los huesos de los ricos, y eso fue todo. En ese paÃs la riqueza se empecinó en no ser fluida, derramada. No cedió una sola gota. La riqueza fue una garrapata, un bicho agazapado, una resumida plaga de la que algunos no podÃan librarse.
Conmovidos, los que quedaron a salvo de semejante ponzoña, quisieron compartir la desdicha de esos pocos y alzaron su queja. Entonces aquel paÃs se partió en dos: en una banquina los unos, llenos de garrapatas de oro, y en la otra, los peatones con sus hogueras, sus ollas populares, sus lágrimas. A los autos la vida se les llenó de humo y dificultades porque los autos de ese paÃs querÃan que estuvieran libres las rutas.
Entre una cosa y otra, en ese paÃs habÃa perÃodos en los que todos enloquecÃamos. Una fiebre de triunfo nos movÃa a agitar las banderitas con la mano. Y salÃamos a correr de felicidad porque la felicidad también crecÃa cuando se distraÃa la desgracia.
TenÃamos, asimismo, la etapa de los pregones, entonces los predicadores daban rienda suelta a sus destrezas para seducir y enmascarar. Las ideas mansas, con sus pezuñas de cordero, se unÃan al rebaño. Las más agraciadas caminaban en puntas de pie y movÃan su atrás con donaires favorecedores. Entonces, los libres gritaban ¡somos libres!, los trabajadores decÃan ¡trabajamos!, y cuando se abrÃan las cajitas de los votos, los vencedores provocaban aplausos y comparsas. Los cantantes cantaban, los dotados de manos aplaudÃan, los reidores reÃan, los helicópteros volaban, y habÃa perros que no necesitaban collar porque no se alejaban de su amo. El propio paÃs no se alejaba de su amo. Por momentos se retiraba un poquito, pero en cuanto el amo lo llamaba, el paÃs volvÃa con la cola entre las patas.
Cuando los triunfadores triunfaban, venÃan cambios. Entonces, los esperanzados se animaban a decir ¡cuánta esperanza! y los pobres amasaban el pan con esperanza, y los peatones incomodaban a los autos con esperanza, y la esperanza iba de aquà para allá con las piernas cansadas.
Los ademanes de ese paÃs a veces parecÃan derechos y a veces izquierdos. Las palabras adquirÃan una hermosura perversa y los mejores goles se hacÃan con la mano.
Pero además, a veces bajo amenaza y a veces sin que ni siquiera nos echaran, ese paÃs se nos convertÃa en un pensamiento exterior a nosotros mismos, un territorio narrado por otros, el fruto de una imaginación exaltada que nos expelÃa para que nos fuéramos a ser extranjeros en otras tierras. Las fronteras drenaban hijos y los corazones se rompÃan.
De manera cÃclica, unos veÃan un paÃs y otros veÃan otro. Si uno fijaba la vista en el mapa, podÃa reconocer sus márgenes, sus rÃos, sus contornos federales punteados en escala, y caer en la superstición de creer que era siempre el mismo paÃs mirado de otro modo. Pero las cosas existen a partir de los ojos que las miran, y significan, a partir de las palabras que las nombran.
El miedo paÃs a veces despertaba algunas bestias, la crisis paÃs a veces despertaba otras. Pero lo mejor de todo ocurrÃa cuando unos y otros nos mirábamos a los ojos y nos jurábamos que no Ãbamos a morir golpeados por nuestras propias alas, porque la palabra paÃs se construye en vuelo solidario.
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