Sábado, 19 de diciembre de 2015 | Hoy
Por Miriam Cairo
Paridos de mujer, en aquel país habían nacido algunas bestias. Algunos ángeles. Y mucha gente de diversos tamaños y colores. La injusticia gozaba de un aspecto saludable. El infortunio no era un bien sino que formaba parte del paisaje.
En aquel país, durante el verano, desde los balcones del cielo descendía la noche. El perfume de las azucenas se filtraba como un éxtasis igualador que no igualaba. Y cuando el orador decía "somos felices", todos éramos felices. Y cuando decía "¡ganamos la guerra!", nadie veía la muerte de un soldado.
Aquel país, olvidadizo de sí mismo, tuvo tejedoras que hilaron las finas redes de su memoria hasta impedir que desapareciera lo desaparecido.
En ese país nacían y morían mariposas, corazones y murciélagos. Había tanta confusión rodando por sus bellos declives, eran tantos los mordidos por el hambre o por el desamparo, que su propia historia se escribía como trágico poema que se interroga a sí mismo constantemente. Así, a veces, una calle llevaba un nombre, y al día siguiente, llevaba otro. El sólo cambio de denominación conducía en distintas direcciones.
En ese país sobrevivía a veces lo mejor a lo peor. A veces, lo peor a lo mejor. Allí, nada era para siempre. Todo gozaba de una movilidad intranquilizadora y formidable. Las cosas más extrañas se volvían habituales, cualquiera podía ver, por ejemplo, que un mendigo masticara un escarabajo y que un taxista atropellase a su fantasma.
En ese país algunos amasaban pan y otros lo comían. Las miguitas que se caían, alimentaban a los niños y a los pájaros. Digno de ver era el disfrute de gorriones y gorriones.
En aquel país los métodos fallados, fallaron. La riqueza no chorreó. No salpicó. La riqueza se afirmó a los huesos de los ricos, y eso fue todo. En ese país la riqueza se empecinó en no ser fluida, derramada. No cedió una sola gota. La riqueza fue una garrapata, un bicho agazapado, una resumida plaga de la que algunos no podían librarse.
Conmovidos, los que quedaron a salvo de semejante ponzoña, quisieron compartir la desdicha de esos pocos y alzaron su queja. Entonces aquel país se partió en dos: en una banquina los unos, llenos de garrapatas de oro, y en la otra, los peatones con sus hogueras, sus ollas populares, sus lágrimas. A los autos la vida se les llenó de humo y dificultades porque los autos de ese país querían que estuvieran libres las rutas.
Entre una cosa y otra, en ese país había períodos en los que todos enloquecíamos. Una fiebre de triunfo nos movía a agitar las banderitas con la mano. Y salíamos a correr de felicidad porque la felicidad también crecía cuando se distraía la desgracia.
Teníamos, asimismo, la etapa de los pregones, entonces los predicadores daban rienda suelta a sus destrezas para seducir y enmascarar. Las ideas mansas, con sus pezuñas de cordero, se unían al rebaño. Las más agraciadas caminaban en puntas de pie y movían su atrás con donaires favorecedores. Entonces, los libres gritaban ¡somos libres!, los trabajadores decían ¡trabajamos!, y cuando se abrían las cajitas de los votos, los vencedores provocaban aplausos y comparsas. Los cantantes cantaban, los dotados de manos aplaudían, los reidores reían, los helicópteros volaban, y había perros que no necesitaban collar porque no se alejaban de su amo. El propio país no se alejaba de su amo. Por momentos se retiraba un poquito, pero en cuanto el amo lo llamaba, el país volvía con la cola entre las patas.
Cuando los triunfadores triunfaban, venían cambios. Entonces, los esperanzados se animaban a decir ¡cuánta esperanza! y los pobres amasaban el pan con esperanza, y los peatones incomodaban a los autos con esperanza, y la esperanza iba de aquí para allá con las piernas cansadas.
Los ademanes de ese país a veces parecían derechos y a veces izquierdos. Las palabras adquirían una hermosura perversa y los mejores goles se hacían con la mano.
Pero además, a veces bajo amenaza y a veces sin que ni siquiera nos echaran, ese país se nos convertía en un pensamiento exterior a nosotros mismos, un territorio narrado por otros, el fruto de una imaginación exaltada que nos expelía para que nos fuéramos a ser extranjeros en otras tierras. Las fronteras drenaban hijos y los corazones se rompían.
De manera cíclica, unos veían un país y otros veían otro. Si uno fijaba la vista en el mapa, podía reconocer sus márgenes, sus ríos, sus contornos federales punteados en escala, y caer en la superstición de creer que era siempre el mismo país mirado de otro modo. Pero las cosas existen a partir de los ojos que las miran, y significan, a partir de las palabras que las nombran.
El miedo país a veces despertaba algunas bestias, la crisis país a veces despertaba otras. Pero lo mejor de todo ocurría cuando unos y otros nos mirábamos a los ojos y nos jurábamos que no íbamos a morir golpeados por nuestras propias alas, porque la palabra país se construye en vuelo solidario.
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