La operación no tiene ningún misterio. Hay que pasar el hilo de afuera hacia adentro atravesando el labio inferior y de adentro hacia afuera por el labio superior. Es como coser cualquier tela. Luego a las dos puntas se les da una vueltita o se las ata. Conviene suturar por la mucosa. Coser el interior de la boca es menos doloroso que perforar la piel. Tres puntos son suficientes. Uno sobre cada costado y el otro en el medio. Hay que dejar un espacio para que entre la bombilla del mate. Por esa vÃa se puede hidratar el cuerpo cuando pasen los dÃas. Ahora bien, si la medida de protesta es extrema, lo mejor es dar cinco puntadas. Cinco puntadas o seis, y a otra cosa.
-Por fin tapaste la cloaca, pendejo.
-Con los labios asà fruncidos, parecés un dibujito animado.
Eso le dicen los guardias a Ricardo Daniel Villegas, alias el Perro, diecisiete años recién cumplidos, cincuenta kilos distribuidos en un cuerpo largo y delgado.
-La próxima vez, si querés ver al juez, te vas a tener que zurcir el culo, maricón.
Eso le dicen los guardias. Y más. Cada dos o tres frases le sueltan un "negro de mierda", también. Como para que no olvide su origen ni su destino. Es curioso. Por el color de la piel, levemente aceitunada, los ojos marrones, el pelo negro y lacio, los tipos podrÃan ser sus primos. Parientes o no, lo insultan sin ninguna contemplación. Se burlan y golpean con sus bastones la puerta de la celda. No parecen impresionados por la decisión tomada por el Perro. Han visto el resultado de esa operación artesanal muchas veces. En la Casa de Piedra, la cárcel más violenta de la Argentina, se la conoce como la señal de los desesperados.
El chico permanece sentado en el piso. Mira a los guardiacárceles sin hacer el menor gesto. Sus labios sellados son una obviedad sanguinolenta.
Los fusila con los ojos. Desde niño, la mirada del Perro fue el mejor vehÃculo para su rencor. De esa manera, odiosa y desafiante, miró al presidente del Tribunal Penal de Menores que lo condenó a prisión perpetua por nueve delitos graves, entre ellos los asesinatos de un policÃa y de un repartidor de cerveza.
Reclusión perpetua. La frase le quedó sonando en la cabeza. A los miembros del juzgado no les importó su edad, su fÃsico de alfeñique al que cualquiera se le animarÃa, el llanto de su madre en la sala de audiencias, los planteos de la defensa.
-Es inmaduro, con rasgos psicopáticos, impulsivo y agresivo. Es un poliadicto con baja tolerancia a la frustración. No se muestra arrepentido de sus actos. En pocos meses se ha convertido en el exponente más violento de una generación de delincuentes juveniles. Para garantizar la tranquilidad social y por su propio bien, es necesario mantenerlo alejado de la sociedad -habÃa dicho el fiscal. Y otra vez la frase del juez rebotó en su cabeza como la piedra de un sonajero. Reclusión perpetua.
Al Perro no le gusta hablar de las dos muertes que carga. Las menciona como si le fueran ajenas. Lo del policÃa siempre lo rechazó de plano. "No fui yo quien disparó", repetÃa, con la mirada perdida. Sólo en confidencia y para sus Ãntimos, llegó a señalar al matador: Juan Simón. La Negra Simón era un rufián del barrio San MartÃn con el que alguna vez formaron equipo. A Simón le decÃan la Negra por el color de su piel y los rasgos finos de su cara. El cabello largo hasta la cintura, que solÃa acomodar en una trenza, proponÃa una ambigüedad sexual que se disipaba sólo al escucharlo hablar. La Negra tenÃa una voz áspera
que le otorgaba la masculinidad que le negaba su aspecto delicado. Además tenÃa un modo desalmado de actuar, era osado y violento.
La Negra y el Perro entraron al delito juntos y casi jugando. Desde los trece años rapiñaban comercios e inhalaban pegamento hasta caer desmayados. Entre los dos levantaban autos que terminaban desguazados y organizaban arrebatos en la peatonal mendocina. Nunca se separaban. Es difÃcil precisar por qué razón, apenas unos años después de aquellas aventuras, se convirtieron en enemigos acérrimos. Tal vez un vuelto mal repartido o la disputa por una mujer que no debieron compartir.
Con todo, el Perro nunca acusó a la Negra. "Que te encanen por uno o por dos muertes es la misma mierda", decÃa, para desesperación de su abogado.
Recordar el otro asesinato sà lo amargaba: "Lo del repartidor fue una boludez, el comienzo de mi desgracia", decÃa. La frase "el comienzo de mi desgracia", parecÃa salida de un culebrón mexicano. Pero en el caso de Villegas era una afirmación irrefutable. Cuando se arruinó con esa muerte, tenÃa quince años y todavÃa no le decÃan el Perro. El apodo vino después, cuando lo detuvieron por primera vez y casi le arranca un dedo a un policÃa con una dentellada furiosa.
El repartidor tenÃa veinticuatro años y dos hijos pequeños. Eso el Perro lo supo después, al otro dÃa del robo. El diario decÃa que habÃa empezado como ayudante en la distribuidora de bebidas, pero en apenas unos meses le habÃan dado un aumento y la conducción del camión de reparto. Lo que el Perro sà tenÃa bien estudiado era que dos veces por semana el tipo pasaba por el barrio justo a las tres de la tarde y paraba en el supermercado chino para entregar las botellas. Trabajaba solo. Estacionaba frente al local, bajaba de la cabina de un salto, descolgaba una pequeña carretilla y cargaba cuatro o cinco cajones con cerveza.
Casi siempre usaba una camisa azul y un pantalón vaquero muy gastado.
El Perro habÃa controlado el tiempo. El tipo demoraba unos cuatro minutos entre que llevaba los cajones hasta el costado de las cajas registradoras, cobraba y volvÃa a salir con los envases vacÃos. Además le habÃan dado un dato de oro. El flaco, aunque bajaba con una billetera que sobresalÃa del bolsillo delantero de su camisa, iba dejando la plata grande, los billetes de cien y de cincuenta, escondidos en la guantera del camión. Parece que tenÃa miedo de que lo afanaran adentro de algún boliche.
El Perro no dudó. Era pan comido. Sólo habÃa que subirse al vehÃculo cuando el chofer bajara, abrir la guantera, levantar la plata y salir disparado en dirección a la villa. Para no compartir un botÃn tan dulce, no le dijo a la Negra que saldrÃa a la pesca esa tarde. Además ya habÃan comenzado los cortocircuitos entre ellos, provocados por la muerte del policÃa, y la ruptura de la sociedad era inminente.
En general, el Perro se movÃa con una navaja. Un arma pequeña y fácil de ocultar debajo del cinturón o en las medias. La habÃa heredado de su tÃo. El viejo la usaba para afeitarse y el Perro decÃa que la tenÃa siempre encima para afeitar a los giles. El que andaba siempre calzado era su compañero: la Negra preferÃa la ferreterÃa.
Cosas del destino. Dos dÃas antes del golpe al repartidor, al Perro le entregaron una Browning nueve milÃmetros que él mismo habÃa mandado a
robar. Era su primera pistola de verdad. Una máquina tremenda a la que sólo podÃa dominar con las dos manos. Se pasó toda una tarde disparándole a cualquier cosa en una chacra abandonada, en las afueras de la ciudad. Era como tener un cañón justo al final del brazo. Aunque su punterÃa no era la mejor y todavÃa no se habÃa acostumbrado a su peso, el dÃa del robo decidió llevarla encima.
Todo pasó demasiado rápido. El tipo llegó al local y se bajó del camión como siempre. Viernes, hora de la siesta. En la calle no habÃa nadie.
El Perro salió disparado en dirección al vehÃculo. Trepó a la cabina por la puerta del conductor como si fuera un gesto que hiciera todos los dÃas. Abrió la guantera y no encontró más que una radio portátil, los documentos del auto, una libreta con el detalle del reparto y una estampita de San Cayetano que se guardó en el bolsillo de la camisa.
Siguió buscando durante unos segundos y nada. Comenzó a desesperarse. Revisó el cubresol y no encontró más que unos recibos de la patente. Estaba por bajarse con las manos vacÃas, cuando se le ocurrió fijarse debajo del asiento. Allà encontró el premio buscado: un sobre de papel madera con cuatro billetes de cien y uno de cincuenta. Esperaba un poco más, pero tampoco estaba mal. Se guardó los billetes y dejó el sobre en el lugar en que lo habÃa encontrado. Cuando estaba por bajarse escuchó el grito:
-¡Dejá eso, hijo de puta!
Levantó la cabeza en el mismo momento en que el repartidor alcanzaba a abrir la puerta del acompañante con la cara desencajada por la bronca.
Mientras termina de sellarse los labios con cuidado de abuela, el Perro todavÃa se pregunta por qué no escapó. Con el buen tranco que tenÃa por entonces, nunca lo hubieran alcanzado. Es más, ahora recuerda que ni siquiera lo pensó. En ningún momento dudó sobre lo que tenÃa que hacer.
Sacó la nueve milÃmetros del bolsillo de la campera y apuntó. El flaco hizo una mueca extraña con la boca, también frunció un poco la nariz, tal vez intentó decir algo, pero no pudo. El disparo le impactó en el pecho. El cuerpo del repartidor voló hacia atrás y quedó tendido boca arriba en la vereda. El Perro ni lo miró, bajó del camión y se fue a la carrera. Lo último que escuchó fueron los gritos del chino. Pero al chino del mercado nunca se le entendÃa nada de lo que decÃa.
Con una aguja es más fácil. Se puede utilizar cualquier tipo de aguja. No hace falta asaltar la enfermerÃa, con la ayuda de un familiar o de un amigo alcanza. ¿Quién no tiene una aguja en la casa? Sólo tienen que hacerla entrar al penal. Y si nadie te consigue una, la podés inventar. Se puede fabricar con cualquier pedacito de alambre. Hay que aplanarle la punta con algunos golpes y después, al extremo que quedó chato, le hacés un agujero con un clavo. Luego hay que limar otra vez el extremo aplanado para que recupere su forma original. Claro que ahora tendrá un ojo en el medio por donde pasar el hilo o el alambre.
El Perro se fugó una vez pero ahora es imposible. De la Casa de Piedra se sale por la puerta principal, ésa que tiene un cartel que dice PenitenciarÃa, o "con las patas para adelante". Eso cuentan los presos más antiguos y saben de qué hablan. En dos años, entre suicidios y asesinatos, murieron dieciséis reclusos. El penal fue construido en 1905 y está rodeado por un muro de piedra de 6 metros de alto por 70 centÃmetros de espesor.
El Perro se fugó una vez, pero de una comisarÃa, la 5ª. TodavÃa hoy algunos botones se lo quieren cobrar. Y se escapó sólo porque los policÃas mendocinos son como de pelÃcula cómica. Lo habÃan detenido de una forma estúpida, en una razzia de rutina en un cabaret. Lo levantó una patrulla de Moralidad porque era menor. Cuando llegaron a la seccional y lo identificaron, los agentes se pusieron como locos. Al otro dÃa, el jefe de la policÃa provincial llamó a una conferencia de prensa. "El delincuente juvenil más peligroso del paÃs está preso. Fue detenido en un espectacular operativo de fuerzas combinadas", anunciaron por la tele.
Dos horas antes de la reunión de prensa que iba a garantizar por lo menos media docena de ascensos, el Perro se fugó de la comisarÃa de una manera insólita. Como no lo podÃan meter en el calabozo porque era menor de edad, lo dejaron esposado a un radiador de la calefacción. El Perro jugó con la cadena hasta que logró desengancharla de la estufa. Lo cierto es que cuando lo fueron a buscar para trasladarlo al Penal de Menores ya no estaba. Al comisario de la 5ª lo relevaron ese mismo dÃa y hubo sumarios para todo el mundo. Nunca le perdonaron esa fuga.
El problema de las agujas caseras es que las heridas casi siempre se infectan. Por más que las laves siempre arrastran alguna porquerÃa. Lo mejor es hervirlas o meterlas en lavandina. Pero a veces no se puede.
Por eso el Perro siempre la pasó muy mal adentro. Lo tenÃan confinado a una celda de 1,30 por 2 metros, con una ventanita desde donde sólo se podÃa ver un pedacito de cielo. Se quedaba allà adentro casi todo el dÃa. Las dos veces que intentó salir al patio para fumar y caminar, otros presos lo agredieron. Primero fue una paliza y luego un puntazo en el estómago. Durante un tiempo estuvo cargando una bolsita con sus excrementos.
Su abogado defensor sospechaba de la policÃa, pero las autoridades del penal argumentaron que las peleas eran producto de algún ajuste de cuentas entre delincuentes. DecÃan que el Perro habÃa robado a familiares de otros detenidos cuando estuvo libre. Que no tenÃa códigos.
Después lo pasaron a un pabellón de adultos. Fue una locura, allà no podÃa ni moverse. Desconfiaba de todo el mundo. Además los guardias no le respetaban la dieta ordenada por los médicos del hospital y se le agravaron los problemas intestinales. Salvo cuando habÃa inspecciones y se esmeraban un poco, la comida era un asco. El Perro contó que una vez encontró la cabeza de una rata en el guiso. En tres meses bajó diez kilos.
Cuando se tienen agujas de verdad, se puede utilizar cualquier tipo de hilo. Puede ser de nailon o de envolver. Lo ideal es contar con hilo de sutura médica. En estos casos ni siquiera quedan cicatrices. Pero lo ideal no existe en la cárcel. Cuando no hay hilo, lo que funciona bien es el alambre finito de las escobas.
Sus familiares pidieron el traslado inmediato, pero nadie los escuchó. A sugerencia del abogado, el Perro mandó cartas a la prensa y exigió ver al juez. Ricardo Daniel Villegas nunca en su vida habÃa pedido nada, pero esa vez rogó por su suerte. "Señor juez, si me deja acá adentro me
van a matar", explicó. Ante el silencio de la justicia y por consejo de Juan Fortuna, el único preso de los viejos con el que hablaba, decidió comenzar con la huelga de hambre que lo llevó a la enfermerÃa.
-Esta boca es mÃa y hago lo que quiero -le dijo al médico-. Si total no me dejan hablar. No puedo defenderme. Cuando grito nadie me da bola...
-Pensalo bien, no hagás una tonterÃa, pibe. Esas cosas terminan mal, te vas a infectar...
-Yo ya estoy infectado, tordo. De chiquito estoy infectado.
El doctor Raúl Bortoloni trabaja con presos desde hace veinte años. "Soy conserje sanitario en el infierno", suele afirmar. Dice que está
más curtido que muchos de los condenados a los que atiende. Sin embargo, ese dÃa sintió una pena profunda por ese chico que lloraba sentado en la
camilla de la enfermerÃa. Asegura que trató de disuadirlo, pero fue en vano.
Cuando lo ves, es impresionante pero te aseguro que no duele. Te juro que no duele. Más duele el alma por el encierro, más duelen las humillaciones de cada dÃa, los recuerdos de la infancia, las vejaciones
a las que te someten los guardias. La aguja no duele. Y si lo hacés con cuidado, los labios ni siquiera sangran.
Diez dÃas estuvo el Perro con la boca cosida y sin comer. ParecÃa que tenÃa los huesos dibujados en la piel. Para peor, la huelga fue un fracaso. El juez se negó a darle una audiencia y la prensa no publicó una sola lÃnea sobre la protesta. No consiguió nada. Nada de nada, salvo otra temporada en el hospital.
-No aceptamos presiones. Yo acá vi de todo. A veces se ponen como locos y hacen barbaridades: se tragan hojitas de afeitar, se inyectan mierda en los pulmones, se cortan los brazos y se cosen la boca. Si les damos bola es peor, porque después hacen algo más grave para llamar la atención y pueden terminar mal. Y antes que nada, señora Villegas, nosotros tenemos que preservar la vida de los detenidos.
Marcelo Pando, el director del penal, fue el encargado de explicarle la situación a Cristina, la mamá del Perro. Cuando se enteró de la huelga,
la mujer lo esperó dieciocho horas en la puerta del penal hasta que aceptó recibirla.
Cerrarse la boca es como cerrar el corazón. Hay que saber en qué momento hacerlo. Cuando no te queda ninguna esperanza, cuando no te queda ni
la más remota posibilidad de una salida. Entonces sÃ. Cuando volvió a su celda, después de un mes en el hospital, el Perro era un espectro. Caminaba muy lentamente. En el cuello llevaba un rosario blanco, de plástico, en lugar del colgante tumbero que se habÃa hecho con el cráneo de la rata. Ni la noticia de que su caso iba a ser revisado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos logró insuflarle algo de alegrÃa.
Por la noche le pidió al oficial de turno que le devolvieran sus cosas. Se las habÃan sacado mientras estaba internado. No era casi nada: una
cadenita de plata con una cruz de Caravaca, que según decÃa tenÃa el poder de librarlo de las balas y de todo mal; un llaverito con la cara de Maradona y una fotografÃa donde estaba junto a su mamá. La foto era lo que más le interesaba: su madre estaba hermosa, tenÃa un vestido floreado y el pelo recogido; ella lo miraba con una sonrisa, mientras él, muy serio, miraba hacia la cámara. Le costaba reconocerse en ese niño con delantal blanco, temeroso, parado junto a la puerta de la escuela municipal a la que concurrió apenas cuatro años. De todos modos adoraba esa imagen, era como la pista de una vida que podÃa haber sido y se esfumó.
Pateó la puerta con las fuerzas que le quedaban. Como no le dieron bola, se puso como un loco.
-No jodas más, las cosas te las hizo alguno de tus compañeros -le gritó el guardia.
Desde las celdas cercanas lo escucharon insultar hasta muy entrada la madrugada.
Por la mañana, con la primera requisa de rutina, el cuerpo flaquito de Ricardo Daniel Villegas apareció colgado de los barrotes de la pequeña
ventana de la celda. TenÃa un cinturón anudado al cuello.
Juan Fortuna estaba convencido de que lo habÃan matado. "De dónde iba a sacar el pibe un cinturón", protestó. Y lo callaron de un bastonazo.
El oficial que bajó el cuerpo dijo que habÃa que alegrarse: que muerto el perro se acabó la rabia.
* Cuento publicado en el libro "Pendejos" (Alfaguara, 2007)
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