Inge (a partir de Lardi)
Me animé a hacerme extraer las astillas. Dejé las pastillas. Empecé a salir y a ver amigos cuando supe que uno de mis verdugos se estaba muriendo de cáncer. HabÃa algo de justicia poética en eso. Me reconforta saber que se desintegró en el esfuerzo por destrozarnos. Nosotros no estamos enteros, pero de ellos pronto no quedará nada.
¿Qué piensa el sobreviviente que pretende conquistar a una belleza joven? Piensa: que me ame, que se enamore de mà como si yo tuviera todavÃa aquella cara, la mÃa, la que me rompieron a golpes. Que guste de mà como si nada de todo eso hubiera sucedido.
La foto de otro tipo en la mesa de luz. "Este era yo", dijiste. Hablabas como un muerto.
Técnicamente, eras un desaparecido. Concretamente, eras un sobreviviente. VivÃas y andabas por ahà con una identidad falsa y no desalentabas (salvo para un cÃrculo muy cercano) la suposición de que el poseedor de tu legÃtima identidad estaba muerto. De todos modos nadie hubiera relacionado tu cara con aquella foto. HabÃas adquirido, en el exilio, un acento chileno. No te habÃan perdonado la vida; habÃas huido. Vos, y otros dos, se habÃan fugado cuando estaban por fusilarlos y habÃan cruzado la cordillera. PodÃas vivir fuera de la ley porque total eras otro, desde cualquiera de las dos puntas de la alteridad eras otro. Dos puntas tiene el camino y en ninguna estabas por completo.
Se está muriendo de cáncer de pulmón porque fumaba toda la noche, me acuerdo. Salà con asma, por el cigarrillo del verdugo y los seis años de privación de sueño. Me acordé mucho de vos. Vos tosÃas todo el tiempo y decÃas que era por la tortura. Yo no sabÃa qué decirte. Supuse que aquello se arreglaba con psicoanálisis. Era asma, asma por stress. Yo no podÃa soportar oÃrte toser y no te lo decÃa, y vos no tomabas nada para aliviar la tos. Tampoco dormÃas, salvo con pastillas, y no dormir te agravaba la tos. En tu cama, tuviste que pedirme que te abrazara. Ahora yo te pedirÃa que me dejaras abrazarte.
TenÃas la piel muy suave y la espalda muy blanca, con pecas, y un olor dulce. Pero no pude enamorarme de vos porque se interponÃan tu tos, tu cara que ocultaba sus fracturas debajo de los anteojos gruesos y la barba espesa, tu furia contenida que sólo te permitÃas expresar a través de ingeniosos pero amargos sarcasmos (que me sacaban de quicio a mÃ) y, sobre todo, mi lástima y mi incapacidad de sentir genuina compasión. Tus sarcasmos se ensañaban contra tus ideales, los que te habÃan llevado a la tragedia.
Ahora sé que no eras un quebrado; eras un adulto. La desilusión viene con la madurez. Hubiera venido sola de todos modos; viviste para saber que los verdugos trabajaron en vano y, si su obra te enfurecÃa, lo absurdo de su obra tal vez te causaba algo de gracia.
Ahora, tarde, me he enamorado de tu humor amargo y lo imito. También imito tu forma de hablar. Te recuerdo como si fueras un amigo de la infancia. Te quiero tardÃamente, ahora que no estás, y si estuvieras no sé si me querrÃas, no sé si amarÃas esto en lo que me he convertido. Tarde comprendo que en tu forma de hablar se concentraba una voluntad de belleza, unas ganas de volver a tener esa belleza que te habÃan arrebatado.
El tiempo, dice el poeta, es un verdugo; el verdugo es un tiempo cruel que se acelera.
Me levanté de la cama con el preservativo en la mano. "Pudo ser el MesÃas", te dije, antes de tirarlo por la ventana de tu departamento. Esto fue hace quince años. Vos te reÃas. Sé que fuiste feliz en ese instante. Feliz, como si nada de aquello hubiera sido.
Alexis (para Ernesto)
Me gustaba el pibe. Algo en él no terminaba de gustarme, pero debo confesar que el pibe me gustaba. Aquello de él que no me gustaba del todo no parecÃa hallarse en él sino en otra parte: iba como rondándolo, detrás o alrededor. Me gustaba porque me hacÃa acordar a unos árboles que se me habÃan aparecido últimamente en sueños: unos pinos de corteza rugosa, altos y silenciosos como si guardaran silencio sobre algo. Me gustaba la lucidez, la aparente madurez con que el pibe me habÃa hablado del silencio y de la angustia del que calla. Yo no lo veÃa como a alguien de otra generación sino como a un igual. Él se distanciaba cortésmente. Aunque nunca pude atravesar esa distancia, logré arrimarme a él con excusas y propósitos variados. Le encargué trabajos, hablé bien de lo que hacÃa. Me gustaba lo que el pibe hacÃa y lo comentaba con mis iguales desde ese lugar anfibio que he venido a ocupar entre las generaciones. Su madre tiene mi edad; él me habló de ella y de sus abuelos. De su padre únicamente me dijo que habÃa muerto.
Alguien, hace poco, agregó un poco más de información. No mucha, apenas la suficiente como para que la figura de aquel padre muerto comenzara a importarme.
A mà el pibe me gustaba y por eso yo demoraba insensatamente el momento en que visitarÃa su casa. No me habÃa dado su teléfono pero sà su dirección y aprecié ese gesto de confianza. Pero no sabÃa si iba a estar a la altura. Con el pibe nunca me sentÃa a la altura. Siempre me quedaba con la sensación de estar debiéndole algo. Ya no era más un pibe sino un hombre joven, limpio, correcto y ordenado. Pero tenÃa una elegancia bohemia y como sin patria, algo que me hacÃa identificarme con él. Supuse que éramos dos nómades, dos huérfanos. Supuse que él vivÃa con su hermano en un monoambiente. Me imaginé que al llegar a su casa yo le darÃa un gran abrazo de cariño desinteresado; el tipo de don que no me creo capaz de dar, pero me imaginaba cambiada por aquel padre.
La casa era lo más distinto de un monoambiente que pudiera imaginarse. Amplia, elegante y con patio, todos los materiales nobles que la constituÃan llevaban inscripto el signo de la herencia. No reconocà al pibe cuando abrió la puerta. Lo que vi fue otra cosa, otra persona: te vi a vos, como eras hace veinte años, cuando yo iba a tu casa y vos me hacÃas pasar a la cocina y me preparabas café. El pibe estaba en cuero pero su torso desnudo, que yo habÃa esperado ver con ansia y curiosidad casi mÃsticas, ya no me seducÃa en absoluto. El seductor que él era fuera de su casa habÃa desaparecido por completo y en su lugar habÃa otra persona, un chico de anteojos parecidos a los que vos usabas en tu casa, cuando ponÃas el pocillo del café adentro del microondas para entibiarlo en invierno, un gesto civilizado y considerado de entre los muchos gestos civilizados que tenÃas hace veinte años, y que supongo tendrás también ahora, gestos que me enternecÃan pero que al mismo tiempo me entristecÃan porque yo no era asÃ, aunque tratara de imitarte, nunca iba a poder ser tan buena como vos y eso nos alejaba.
Fue como en esas pelÃculas donde los personajes viajan en el tiempo a su propio pasado pero conservan su cuerpo del presente. Ahà estabas vos, con tus veinticinco años, abriendo la heladera para servir un vaso de agua frÃa, y yo ahà sin mis veinticinco años pero con mis cuarenta y cinco, como alguien a quien el pibe le explica sus planes: "Primero estudiar, después recibirme, después escribir. Cada cosa a su tiempo". El pibe hablaba como un padre, hablaba como si fuera el padre de sà mismo, y cuando mencioné al que conocÃa a su padre se limitó a un comentario seco. "Muchos lo conocieron", dijo.
Y entonces comprendà qué era lo que habÃa comenzado a desagradarme de su cuerpo. Eso que me disgustaba ya no lo rondaba: encarnaba en él. Era el suyo un cuerpo en lugar de otro cuerpo. Aquel padre habÃa migrado, en la distancia lo habÃa engendrado ("VolvÃa siempre a la ciudad y siempre traÃa cosas", me habÃan dicho; era probable que se lo hubiera visto muchas noches en un bar que quedaba cerca de aquella casa) y después habÃa muerto y era el hijo quien habÃa vuelto a la ciudad, a la casa de sus abuelos, a la hermosa casa que (según supe luego) era la de los suegros de su padre.
Aquel padre insepulto, tal vez muerto fuera de la ciudad, no habÃa vuelto jamás. Era el hijo quien volvÃa. Y eran del hijo ahora la casa, la heladera y la botella de agua. Al hijo pertenecÃan la vida y el futuro. A él, el arte y los años. Del padre no quedaba ni siquiera el vacÃo. Para los amigos era una leyenda pero en la familia ni se lo nombrarÃa. Era el hijo perdido, nocturno, caÃdo de la serie. Aunque no se habÃa suicidado, cuando oà su historia y la cotejé con la de su hijo se me ocurrió que aquel padre se habÃa eliminado. Y yo no terminaba de comprender por qué lo habÃa hecho. Ahora entendÃa. El cuerpo flexible y espléndido del hijo, ese cuerpo sano en su edad más vigorosa, con sus anteojos parecidos a los tuyos y su cabello suelto, y su diploma a apenas un verano de distancia (como vos, que te recibiste en marzo, igual que yo) seguramente calzaba como un guante en los sueños de los padres de su padre, de donde el padre se habÃa desgajado.
Todo lo que habÃan soñado en vano para el padre, todo aquello era la brisa cantora y silenciosa que al fin envolvÃa, como a un alto pino azul, el cuerpo del hijo. Aquel hijo no habÃa matado al padre: para matar hay que ocupar un lugar distinto al que ocupa lo que se mata. No se puede matar lo que ha sido borrado. El padre se habrÃa caÃdo de la serie como un premolar que deja espacio para que la ortodoncia tire del resto de la encÃa en una boca donde los dientes son demasiado grandes. Tal vez no hubiera ni siquiera una velita conmemorativa para aquel padre. El espacio inmenso que ocupaba el hijo (la seguridad de aquel muchacho que hablaba de igual a igual con adultos de cuarenta y cinco años) era parecido al que quizás habÃan, de jóvenes, ocupado mis padres. Ellos habÃan borrado a mis abuelos y ahora, como abuelos, borraban a sus hijos para abrazar a los nietos. Yo no podrÃa, ya no podrÃa, abrazar a aquel hijo. Era un zombi viviente. No era culpable pero era parte de una borradura que no le hubiera servido de nada evitar.
Vos no tenés hijos y yo tampoco. Bendito seas, bienaventurado seas. Una vez, cuando tenÃamos diecisiete años, me dijiste: "Yo no soy el zombi de nadie". Era una frase que habÃas encontrado en un libro. Un libro para jóvenes, un libro del siglo pasado. Lo leà hace un par de años y no entendà una palabra. Ahora estarás cenando en el restaurante vegetariano chino, donde podés poner la comida en el microondas y se entibia el plato.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.