Lo primero que recuerdo, Mayra, son tus ojos de gato triste y la costumbre que tenÃas de abrirlos o entornarlos o mirarme fijamente sin que hiciera falta nada más. Tus ojos y la sonrisa ágil por la que asomaban dos incisivos chuecos que me hacÃan perder la cabeza. Es absurdo, pero me gustaba tu sonrisa por ese defecto, por la gracia que tenÃan esos dientes rebeldes que rompÃan la lÃnea perfecta de tu boca y la hacÃan más auténtica y terrenal. El pelo renegrido, lacio y brilloso como si todo el tiempo acabaras de salir de una publicidad de Head & Shoulders; tu cuello blanco del que pendÃa una medalla del tamaño de una moneda de un euro; las uñas largas que eran el desvelo de mi espalda. Y --es menester decirlo, porque esbozar un retrato sin tener en cuenta este detalle serÃa poco menos que una hipocresÃa-- un par de tetas que encandilaban hasta a los ciegos, que las olÃan o las intuÃan y se daban vuelta para no verte pasar.
Fue hace siglos. TenÃas, no sé, quince, dieciséis años. El esbozo, la maqueta inacabada de la mujer que luego fuiste. Es curioso, porque después tenés que haber cambiado, haberte convertido en una mujer con diferentes inquietudes, preocupaciones, certezas, actitudes. Pero todo eso forma parte de una Mayra que me es por completo ajena, de la Mayra cotidiana que crecÃa, dormÃa, lloraba, trabajaba, parÃa. Me quedó, en cambio, atrapada en el recuerdo, la Mayra adolescente que a veces florecÃa cuando nos volvÃamos a ver.
El que ahora me estés olvidando un poco cada dÃa, que por fin después de tantos años empieces a dudar sobre el color de mis ojos o se confundan las palabras de una tarde con los silencios de otra, que ya no estés segura de si fui yo quien dijo aquello o si fue otro y te gustarÃa que hubiera sido yo, todo eso que tanto te asusta, no es más que nuestro destino demorado. Siempre estuvimos condenados al olvido: haberlo esquivado todos estos años fue producto del azar y la persistencia. ¿Nunca te preguntaste por qué nos empeñamos en permanecer? ¿Por qué nos dejamos arrastrar por el mar de la ausencia, nos dejamos sumergir por las olas de la distancia durante dÃas y meses y más meses pero después, indefectiblemente, asomábamos los brazos como náufragos para nunca hundirnos del todo? ¿Por qué nos obstinamos en combatir el olvido inevitable con estos encuentros efÃmeros, absurdos, esporádicos? Me tendrÃas que haber olvidado hace mucho. TendrÃa que haber dejado de quererte hace tiempo. Estas dudas que te inquietan, esta pérdida selectiva de memoria, viene a ser el adiós que no supimos decir.
Pero te empeñás en combatir. Como si estas palabras que me hiciste prometer que escribirÃa pudieran salvarme del olvido. Pero ya sabés --ahora, por lo menos, todavÃa lo recordarás: pronto ya no--, nunca tuve la resolución suficiente para negarme a tus deseos. O para borrarte del mÃo.
Nos conocimos en Brasil. Verano de Brasil. Yo tenÃa diecisiete: vacacionaba con tres amigos, en un departamento exiguo con tres camas y un colchón en la sala, de modo que por las noches rotábamos como un disminuido equipo de vóley. A la semana de haber ocupado el departamento nos cruzamos en la escalera, mientras vos y tus cuatro amigas arrastraban los bolsos y el cansancio del viaje, envueltas en ruidosas indicaciones en las que se percibÃa sin dudas que venÃamos del mismo lado de la frontera, frases claras y reconocibles como un piso más y llegamos, dale que este bolso no lo aguanto más, alguna me convida un cigarrillo por favor que los mÃos se acabaron. Supongo que por eso me detuve. No porque fuera novedoso encontrar argentinos en Brasil, tropezar con una camiseta de un club de fútbol que resultara familiar o reconocer compatriotas en el acento del que preguntaba una dirección o pedÃa fuego por la calle, sino porque a pesar de que llevaba varios dÃas en Brasil todavÃa me manejaba con un torpÃsimo portugués y eso, en ocasiones, me cohibÃa cuando tenÃa que tratar con desconocidos. Por eso y porque tu bolso parecÃa pesado. Enseguida me desconcertó tu acento y el modo de hablar --dijiste «vale», no «bueno», ni «dale», ni «de acuerdo»--, y cuando intercambiamos una presentación a los apurones dijiste que eras de Madrid pero llevabas dos años viviendo en Mendoza por el trabajo de tu padre.
Fueron a parar al departamento contiguo al que yo ocupaba con mis amigos. Te lo dije --se los dije a todas-- en ese momento, por si más tarde necesitaban algo. Después nos saludamos por la ventana: los dos departamentos estaban separados por un espacio hueco que desembocaba en un patio interno y las ventanas respectivas quedaban enfrentadas. Por fin alguien --una de ustedes, uno de nosotros-- dio el primer paso que desembocó en una noche de pizzas y cerveza en nuestro departamento y caipirinhas en la playa. No sé bien cuánto pasó después: un dÃa, un dÃa y medio, y andábamos todos juntos como si nos conociéramos de muchos años. Después de una tarde de playa te abracé cuando bajó el sol y arreció el viento. Tus dedos jugaban con un mechón de mi pelo. Recuerdo lo que no decÃas cuando decÃas que te gustaba mi pelo. Esa noche, en una disco, me arrimé a tu boca y me dijiste que no podÃas, que estabas con alguien, que una de las otras chicas era la hermana de ese alguien. Si no quién sabe. O eso último no lo dijiste pero asà lo quise interpretar.
Después vendrÃa otra noche en que todos se fueron a bailar y nos quedamos vos y yo. Estaba a punto de salir, usar mis últimos veinte pesos. Mauricio no iba porque ya no tenÃa un mango. Entonces supimos que vos te quedabas y preguntaste si Ãbamos todos. Me compré esa noche a solas con vos: le di mi último billete a Mauricio y me quedé a jugar al chinchón. También: a jugarme mi última carta.
Hasta entonces siempre habÃamos estado atados por la presencia de los demás. Esa noche por fin fuimos vos y yo. Quisiera recordarla mejor, aunque no haya mucho por destacar. O quisiera saber cómo contarla sin afectación ni vulgaridad. Los vaivenes de mi confianza al ritmo de nuestro diálogo, mi patético desempeño en el partido de chinchón --quién carajo se hubiera podido concentrar, cómo saber si el ocho de espadas habÃa pasado o no--, la canción que decÃa que no tengo nada desde que no te tengo y nosotros tan jóvenes y cursis y predispuestos. Tus ojos como una promesa. Tu lengua. Tu cuerpo apretado contra el mÃo. Ya ves: voy hacia atrás con la memoria y recupero intacta mi cursilerÃa. Digamos que tuvimos esa noche. Que los dos éramos muy pendejos o yo muy imbécil como para hacer el amor. Y que los dos éramos muy pendejos o yo tan imbécil como para creer en el amor.
Quince dÃas después habÃamos atravesado una de esas historias que parecen inolvidables y que el tiempo se encarga de ir borrando paulatinamente, hasta que ya no queda nada más que la certeza de haber vivido dÃas intensos pero con muy pocos recuerdos precisos. Caras y nombres que se pierden, arrasados por otros dÃas y caras y nombres que se amontonaron en nuestra memoria.
Salvo tu cara. Y tu nombre. En fin: vos a salvo del olvido.
Pero el verano acabó. Nos despedimos con los ojos llenos de promesas. También hubo promesas pronunciadas en voz baja, con esa voz tenue con la que se dicen las cosas en las que no se cree del todo, pero en los ojos persistÃa una convicción mucho más fuerte. Y contra toda expectativa, contra toda tradición de los amores de verano, nos volvimos a ver. Yo viajé a Mendoza varias veces; vos viniste una vez a Rosario. Y entonces suspendÃamos el tiempo y nos gustaba besarnos sin apuro, o mirarnos a los ojos hasta la miopÃa, y hablábamos de sueños o canciones. Y yo recorrÃa la lÃnea de tu cuello con la yema de mis dedos. Una vez imaginamos futuros, entregados al juego de olvidarnos de distancias e imposibles: vos acunabas nombres de varón o de nena --con ojos como los mÃos, afirmaste--; yo te miraba mirar el porvenir imaginario. Nunca hicimos el amor. Mejor dicho: no llegamos al sexo, porque al amor lo hacÃamos, lo descubrÃamos, lo inventábamos a cada rato. Éramos jóvenes y torpes y tÃmidos, y nunca habÃa espacios separados del mundo y los amigos. Sin contar la amenaza invisible pero siempre presente de la despedida, esa certidumbre que flotaba entre nosotros y se materializaba en un pasaje de regreso con fecha concreta. Lo tendrÃamos que haber hecho entonces, como pudiéramos, precisamente por eso: porque me iba, porque te ibas. Era una razón mucho mejor que las que nos habÃan impulsado antes y nos impulsaron después a hacerlo con otra gente. Lo tendrÃamos que haber hecho aquella tarde en Rosario en que dijiste que no.
No es mucho, lo sé. Nunca tuve muy en claro por qué nos quisimos tanto. Por eso, a lo mejor. Porque apenas juntamos un puñado de dÃas de amor entre aquellas vacaciones y los tres o cuatro viajes que les siguieron. ¿Treinta dÃas? ¿Treinta y cinco? Entonces el amor se mantenÃa eternamente en la etapa de idealización: si habÃa una pelea o una discusión se resolvÃa en cuestión de minutos, y nos prodigábamos en besos y simpatÃa y en prestarle atención a las necesidades del otro. Todo parecÃa siempre perfecto. SabÃamos que la vida no era asÃ. Que si en lugar de un fin de semana pasábamos dos, tres, veinte meses, nos Ãbamos a ir entregando a un amor menos complaciente y más sincero, a esos otros que éramos y que mantenÃamos maniatados para no perturbar el delicado y precioso equilibrio de la felicidad. Nos querÃamos --o yo te querÃa y vos te dejabas querer-- pero siempre supimos que no éramos nosotros en verdad. Que éramos las versiones mejoradas. La mejor cara que cada uno podÃa ofrecer. Y eso nunca dura para siempre.
Una noche dijiste basta. Noche de Mendoza. No estoy seguro si fue en tu pieza, con tus viejos afuera y nosotros escuchando música y releyendo cartas larguÃsimas y tristes que yo te habÃa mandado, o una noche en que habÃamos salido. Hablaste con una voz que parecÃa venir del futuro: no eras vos --aquella Mayra de dieciséis, diecisiete-- sino la que serÃas. Me contaste que te ibas. Que volvÃan a Madrid. Y largaste todo lo que habÃamos negado en esos meses. Hablaste de la necesidad de soltar, de no estar atada a una relación sin futuro, de no soportar más la soledad cuando me necesitabas y lo único que tenÃas era una carta rotosa de tanto plegar y desplegar o la esperanza de una próxima carta siempre a punto de llegar. No puedo salir a caminar con una carta, dijiste. También: No puedo abrazarme a una ausencia. Y también: no podÃa antes, contigo a ochocientos kilómetros --todavÃa decÃas «contigo», cuando estabas nerviosa o alterada, aunque a veces se te mezclaba el voseo que de a poco ibas incorporando--. Menos ahora, con un océano en el medio.
Y lloraste. Y lloramos. Y nos despedimos.
Llegué a Rosario y me pelé. Para que me pregunten las rubias taradas, bronceadas y aburridas, respondÃa para no responder que buscaba borrar tu recuerdo. Como si anidaras en esa parte de mi cuerpo. Como si vivieras en el espejo, jugando con mis mechones como hiciste esa tarde en la playa y tantas veces después. Necesitaba un cambio fÃsico, un quiebre estético que acompañara ese final y ese principio. Y empecé a salir todas las noches, a emborracharme con mis amigos, a acostarme con la primera que no me dijera que no.
Pasaron algunos años. Yo me habÃa casado. HabÃa tenido dos hijos. También habÃa publicado una novela muy mala y un aceptable libro de cuentos, y escribÃa para una revista que me hacÃa viajar de un lado a otro. Y un dÃa aparecà en Madrid. Y tu teléfono anotado en el dorso de una tarjeta del hotel sobre la mesa de luz. No me habÃa costado ubicar a tu padre en la filial de Madrid de la misma empresa que alguna vez lo habÃa llevado a Mendoza. Tampoco que él me diera tu teléfono y dirección, aunque creo que me confundÃa con otro cuando dijo que sabÃa quién era yo.
Te llamé sin saber muy bien qué decir. Te pregunté si te acordabas de mÃ. Vos dijiste cómo me voy a olvidar.
Esa noche tomamos algo en un bar de ChamberÃ, hablamos durante largas horas mientras los cigarrillos se apilaban en un cenicero cada vez más estrecho. Te parecÃas tanto a la Mayra que yo recordaba. Tanto. HabÃamos crecido, cambiado. No hubiese sido ilógico esperar que la emoción del reencuentro se disipara lentamente hasta desvanecerse en el invierno de un silencio incómodo, en la repentina certidumbre de la ajenidad que suele atacar a dos viejos conocidos que dejaron de verse. Sin embargo ahà estábamos, y me mirabas con los mismos ojos de gato triste como si quisieras meterte adentro mÃo. Y acabamos tomando un taxi para ir a buscar en un hotel aquella noche de Rosario que habÃamos dejado escapar, a saldar cuentas con ese pasado que nos acosaba.
Ya sabés: el sexo suele morir aplastado por las expectativas que alumbraron los desvelos. No fue inolvidable. No fue mágico. No flotamos en el aire ni derrumbamos paredes. Hicimos el amor con pudor y torpeza. Después nos abrazamos y fumamos; tomamos champán y volvimos a charlar y a reÃr. Prendimos la tele y pasamos del porno para mirar un canal de música. Cantamos juntos un tema de Sting. Hicimos el amor otra vez. Al amanecer dejamos el hotel porque yo tenÃa un compromiso durante todo el dÃa, que no sé cómo habré cumplido porque los párpados me pesaban y la vista se me nublaba a cada rato. Recién a las seis de la tarde pude volver a mi hotel y desmayarme un rato.
Nos volvimos a ver cada vez que viajaba a Madrid. A veces iba para otro lado y el avión hacÃa escala en Madrid durante un tiempo demasiado breve, entonces te llamaba por teléfono al dÃa siguiente y te contaba que habÃa estado por allá sólo para escuchar tu indignación, el reclamo airado, el reproche en tu tono de voz. Es difÃcil de explicar. No lo hacÃa porque disfrutara con tu enojo: lo hacÃa porque a través de él me llegaban las ganas que tenÃas de verme. Y pocas cosas me hacÃan tan feliz. Pero hubo otros viajes. Aunque siempre andaba con la agenda apretada y vos también tenÃas tus obligaciones --a veces te llamaba al trabajo, para vernos en tu horario de almuerzo--, juntamos un puñado de encuentros a lo largo de los años. Muchos años. Vos formaste pareja, te separaste, formaste otra pareja, tuviste una hija. Y sin embargo, cuando te llamaba para decir que estaba en Madrid siempre te las ingeniabas para aceptar el café que te ofrecÃa, o un almuerzo en la esquina de tu trabajo, y nos ponÃamos al dÃa repitiendo a cada rato aquello de que no podÃamos creer que ya hubieran pasado tantos años --cinco, diez, quince, veinte--. Y nos mirábamos igual que siempre: vos con esos ojazos de gato triste; yo con la ternura que nunca te pude dar.
No hay mucho más que contar. Los detalles de cada encuentro no agregarÃan demasiado. Te quise mucho. A veces, creo que me querÃas. Suena absurdo, lo sé. Pero sonaba lógico en esos momentos. No, quizás, cuando faltábamos, cuando cada uno retomaba su vida tan distante. Pero sà en esa otra vida, aquellos dÃas entre paréntesis. Supongo que podemos definirlo asÃ. Nunca tuvimos un nosotros, nunca tuvimos una relación, ni siquiera tuvimos un affaire. Tuvimos, quizá, pequeñas digresiones en la narración de nuestras vidas, otra historia entre paréntesis que ni se oponÃa ni contradecÃa a la otra. Y un probable punto final en ese último encuentro, después de tres años de no vernos, cuando te conté que las cosas ya no son como eran en la revista y que es muy poco probable que vuelva a Madrid. Y hablamos de nosotros. Y del olvido. De lo que ya habÃamos perdido y de lo que, tarde o temprano, acabarÃamos por olvidar. No es justo, dijiste. Y yo me encogà de hombros porque hay muchas cosas que no son justas. Los corazones que se dibujan en la arena siempre acaban borrados por el mar, dije, y nos reÃmos con tristeza porque siempre nos reÃmos cuando me pongo cursi y melodramático. Y entre los últimos besos me arrancaste la promesa de estas palabras, como si de este modo pudiéramos evitar lo inevitable. Como si de algún modo pudiéramos detener la ola que viene a borrarnos de una vez por todas.
Eso, más o menos, es todo. Un romance de verano que nunca supimos dejar atrás. La distancia enorme entre paÃses y más enorme entre los caminos. Tu risa inalterable, mi nostalgia, los juegos de miradas, los silencios elocuentes, los besos fugaces y sentidos, el puñado de veces que hicimos el amor. El empeño constante por perdurar. Y estas páginas que acaso un dÃa encuentres en algún rincón sin saber si hablan de vos, si alguna vez fue real o apenas se parecen a algo que te pasó.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.