Toda mi infancia y mi adolescencia vivà en un colegio religioso en Ituzaingo, mis padres eran los caseros. El colegio era como un enorme patio para mÃ, una escenografÃa que tenÃa algo de fantasmagórico cuando caÃa la noche. Abajo, en la entrada principal, habÃa una gran escalera flanqueada por una estatua de San MartÃn y otra de Ceferino Namuncurá, aunque sólo Ceferino estaba completito, lo de San MartÃn era un busto. Y asÃ, revoloteando por las sombrÃas galerÃas, pasé delante de las estatuas y me dieron ganas de besarlas. Primero arremetà con el santo: cuando una de mis manos se empecinaba en despeinar su raya al costado, la otra lo agarraba del mentón con la delicadeza propia de un galán de telenovela. Más voluminosos aunque no menos frÃos eran los labios de San MartÃn, los que recuerdo haber besado con pasión sin que me importara que el busto lo retratara de viejito. Yo temblaba para llegar a esos labios, colgándome del cuello hasta alcanzar su pedestal.
Cada mañana, después de esos devaneos, el niño que iba en la fila con el uniforme y la corbata impecables pasaba delante del Santo y del Padre de la Patria, derechito, rumbo al aula. Lo que yo sabÃa entonces no pensaba compartirlo con la maestra.
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