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Viernes, 16 de octubre de 2009

Símbolos patrios

 Por Susy Shock

Toda mi infancia y mi adolescencia viví en un colegio religioso en Ituzaingo, mis padres eran los caseros. El colegio era como un enorme patio para mí, una escenografía que tenía algo de fantasmagórico cuando caía la noche. Abajo, en la entrada principal, había una gran escalera flanqueada por una estatua de San Martín y otra de Ceferino Namuncurá, aunque sólo Ceferino estaba completito, lo de San Martín era un busto. Y así, revoloteando por las sombrías galerías, pasé delante de las estatuas y me dieron ganas de besarlas. Primero arremetí con el santo: cuando una de mis manos se empecinaba en despeinar su raya al costado, la otra lo agarraba del mentón con la delicadeza propia de un galán de telenovela. Más voluminosos aunque no menos fríos eran los labios de San Martín, los que recuerdo haber besado con pasión sin que me importara que el busto lo retratara de viejito. Yo temblaba para llegar a esos labios, colgándome del cuello hasta alcanzar su pedestal.

Cada mañana, después de esos devaneos, el niño que iba en la fila con el uniforme y la corbata impecables pasaba delante del Santo y del Padre de la Patria, derechito, rumbo al aula. Lo que yo sabía entonces no pensaba compartirlo con la maestra.

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