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Convivir con virus
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Jueves 25 de Mayo de 2000
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convivir con virus

MARTA DILLON

Estoy segura de que no querés morirte. En todo caso, que la muerte te sorprenda por algún trágico error que demuestre que ése era tu destino. Si quisieras matarte, elegirías un camino más corto, menos espectacular que pincharte las venas –nunca al primer intento– delante de cualquiera. Estoy segura de que, a pesar del bajón, se siente muy bien después de haber sobrevivido. Y te dan ganas de empezar de nuevo. ¿Qué otra queda? Si ya te olvidaste de todos los nombres, estás exiliado en cocalandia y te creés muy valiente caminando solito por la cornisa. Todo eso está muy bien, es tu elección. Lo que pasa es que tarde o temprano te das cuenta de que nadie te va a querer más por convertirte en un saco de huesos. Hay un momento en que ni siquiera se inspira pena. Entonces todo pierde sentido, quiero decir, pierde incluso sus sentidos inconfesables y desconocidos. Los adictos, como todos en definitiva, sólo queremos que nos amen, pero no estamos seguros de merecerlo y necesitamos montarnos la escenita y ya no queremos que nos amen sino que nos salven, que nos rescaten, en lo posible de alguna manera ética, por amor, porque tocamos fondo. Lástima, muchas veces se va la vida en esto. Sin querer, por un trágico error.
l Nunca me piqué, pero recuerdo perfectamente las mañanas boca arriba, los ojos abiertos como un pescado, el sudor frío, la angustia. El papel desafiándome desde el cajón –uno más, por favor, uno más–, ningún placer. Ninguno.
l Ya es bastante difícil comprar papelillos en los quioscos, imaginen pedir jeringas descartables en una farmacia. Por más que todos sepan que no hay que compartir las agujas, de hecho se hace. Un error trágico que no es necesario cometer. Las jeringas se pueden lavar, primero con agua simplemente, después vaciándola y llenándola tres veces seguidas en agua con lavandina y tres más con agua potable. Se requiere método y prolijidad para el procedimiento, digamos que hay que tomarse su tiempo. Pero se trata de gozar –¿o no?– y eso siempre lleva tiempo. Para morir hay caminos más cortos.
l La tortura empezaba después de los primeros saques. Todavía me pregunto: ¿qué era lo que me excitaba tanto de ese largo sufrimiento, de alguna manera creía que merecía lo que me estaba pasando? ¿Las voces de la angustia cercándome en el insomnio? ¿La muerte del pudor? ¿De mis oportunidades? Cuando dejé de tomar merca, como quien deja a un amante golpeador, no me gustó lo que vi de mí, pero me incliné al suelo y empecé a ovillar todas las madejas que había enredado entonces. Lentamente me puse de pie. No era la cocaína, era yo que, por alguna razón, creía que no merecía nada. Ahora espero no tener que llegar siempre al límite para corregir el rumbo.
Aprendo a hacer planes. Quiero apropiarme del tiempo por delante.