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Jueves 31 de Agosto de 2000

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LA SILENCIOSA PERO EFECTIVA TAREA DE ESTUDIANTES UNIVERSITARIOS EN BARRIOS HUMILDES

Un plan simple

Entre 80 y 100 pibes de las facultades de la Universidad de Buenos Aires dedican sus sábados libres a una tarea tan gratificante como sacrificada. Visitar asentamientos y villas del conurbano bonaerense para... ayudar en los que se puede: montar espontáneas clases de escuela primaria, integrar los lazos comunitarios, colaborar con cada centro comunitario o sociedad de fomento y también servir un vaso de leche y unas masitas caseras a los niños del lugar. Casi nada.

TEXTO CRISTIAN VITALE
FOTOS TAMARA PINCO

Una larga y contaminada ribera separa dos puentes: Alsina y La Noria. Y el río divide provincia de Capital. De un lado, el Autódromo; del otro, una hilera interminable de villas y asentamientos construidos sobre basurales, decenas de fábricas abandonadas y destruidas. Y mucha, demasiada pobreza. Son los fondos de Lomas de Zamora y Lanús. En lugares como éste y en otros tantos puntos de la geografía del conurbano bonaerense, trabaja el GES (Grupo de Estudiantes Solidarios): alumnos de las diferentes universidades nacionales de la ciudad y también de algunos colegios secundarios, agrupados con el objetivo de rearticular la realidad de los barrios obreros con el movimiento estudiantil. Y brindar ayuda en lo que se pueda. Apoyo escolar, actividades recreativas, alimento y hasta charlas debate entre los niños de los barrios más pobres. Cada facultad tiene un lugar específico para desarrollar sus actividades. Derecho está en la Boca, Sociales en Ingeniero Budge, Económicas en Parque Patricios, Psicología y Filosofía en Villa Fiorito –en el asentamiento “3 de Enero”- y Arquitectura en Saavedra. “No es que nosotros bajamos de la Universidad para enseñarles todo. Somos parte de este pueblo y tenemos que aportar a la sociedad de alguna manera, aunque también sabemos que no pertenecemos a esta realidad. No podemos venir desde un lugar de saber, porque no sabemos de esto. Si no lo compartimos con la gente, si no nos dicen que están necesitando, no podemos hacer nada”, acentúa Grisel, estudiante de Psicología. “La idea es generar lazos solidarios, no hacer asistencialismo”, advierte Agustina, de Historia. Ambas forman parte de una organización que cuenta con unos 80 militantes regulares.

En muchos casos, los chicos –casi todos tienen entre 18 y 23 años– trabajan en conjunto con asociaciones de vecinos solidarios. En la villa 21 de Barracas, por ejemplo, se encuentra el Centro Cultural Cambalache que hace tres años impulsa una movida que intenta conectar a los niños con las actividades plásticas y el periodismo. “No queremos que los chicos sigan quedándose en los pasillos drogándose y tomando alcohol, robando o peleándose. La realidad en la villa está muy jodida. Nosotros luchamos contra eso”, cuenta Roxana. Más acciones. En Ingeniero Budge, una de las zonas pobladas más pobres del GBA Sur, casi de la nada lograron crear un ropero comunitario, talleres de apoyo primario y secundario, una biblioteca popular y un comedor para más de 70 chicos. Hace un tiempo además, estudiantes de medicina desarrollaron una campaña sobre diabetes, informando sobre las características de la enfermedad. Consiguieron donaciones de un laboratorio para poder hacer un reactivo e iniciar análisis. Son los típicos talleres de medicina social.

Un día en la villa

Justo enfrente del autódromo, cruzando el riachuelo, está el asentamiento “3 de Enero”. Desde hace 4 años, ahí viven casi 500 familias –unas 3 mil personas– sin agua, pero con inundaciones, entre la falta de condiciones sanitarias mínimas, hambre y analfabetismo. Cada casa, por lo general, alberga de 8 a 10 personas por habitación, en su mayoría niños. No hay gas natural, el agua está contaminada y no hay recolección de basura. Y casi nadie llega a completar la escuela primaria.

Roberto no tiene más de 5 años. Es hijo de madre paraguaya y padre argentino. Los sábados son diferentes para él. Justamente, el día elegido por los estudiantes para visitar el barrio. El pibito los espera en la parada del 32, se cuelga de cualquiera de los amigos que llegan y lo acompaña hasta el centro comunitario. A esa hora, los partidos de potrero son lo más notorio del paisaje que presenta el asentamiento. En el camino, de las casitas van saliendo más chicos. Y se acoplan a la movida. Es como un día de fiesta en medio de la resignación cotidiana. “Che, che... Ahí vienen las maestras, vamos a escribir y a tomar chocolatada”, grita Tamara, otra chiquita. Como ella, la mayoría de los chicos del lugar tiene problemas de salud por efecto del frío, las inundaciones y la alimentación. A menudo sufren gripe por eso, si no caen con neumonía.

“Al no tener lugares de pertenencia y estar rodeados de adultos todo el tiempo, los juegos que tenían los chicos eran los que compartían con los padres. Por eso, la primera actividad posible para el barrio fue abrir ese vínculo de pertenencia entre chicos, en donde pudieran recobrar la infancia”, comenta Grisel, una de las que ¿resigna? todas las tardes de sábado para trabajar en un lugar en el mundo como éste. La acompañan Lucas, Inés, Julieta, Agustina, Diego, Marcelo y algunos colaboradores más que van llegando. Ya en el centro y luego de saludar al grupo de madres organizadas que da de comer a 50 chicos todas las semanas, Agustina pega el grito: “¡Hacemos el timbreo!”. Eso significa recorrer el barrio en busca de más chicos. Las clases están por comenzar y cuanto más alumnos, mejor. “Señora, le venimos a decir si nos puede mandar a sus hijos al centro. Van a recibir apoyo escolar unas horas y después hay leche”, anuncia Agustina esquivando charcos y perros. La madre, de unos 50 años y cara de haber sufrido mucho en la vida, asiente cuando escucha la palabra leche. “Después se lo mando, muchas gracias”, murmura. El rito se repite en todas las casas.

A las dos y media, ya hay unos 35 chicos en la improvisada escuelita. El griterío es infernal y la cumbia suena a todo volumen. Las maestras sin delantal comienzan las clases. Lucas y Marcelo trasladan las pesadas mesas de madera desde el comedor –el único lugar techado– hasta el patio de tierra en donde se brinda enseñanza. “Es bastante difícil para los pibes que viven en el medio de un caos permanente adaptarse a estructuras formales como la escuela. Por eso, nosotros planteamos formas alternativas de aprendizaje” explica Julieta, mientras ubica la última silla y da comienzo a las clases. De repente, el lugar se llena de colores. Fibras y pinturitas para los más chicos. Lápices y lapiceras para los más grandes. Y hojas de papel para todos. Lenguaje, matemática y dibujo se mezclan en la misma hora. “Seño, mire lo que dibujé: es el perro de al lado, se llama Tony”, se escucha. Juanca no debe tener más de 4 años y se desespera por mostrarle su obra a Grisel. Casi todos optan por hacer dibujos, aunque el requisito sea darle duro a las cuentas de dividir y multiplicar. “Nos llena de satisfacción el hecho de que muchos pibes hayan aprendido a dividir en nuestras clases”, comenta Julieta. Más tarde, se advierte que lo que más les gusta a los chicos en esas tres horas de aprendizaje es escribir cartas de amor para eventuales maestras y maestros.

Los chicos demandan y derrochan afecto. También tienen problemas notables de aprendizaje, comunicación y falta de espacios para expresarse. “La violencia que tienen acumulada tiene que ver con este tipo de carencias –informa Agustina–. Por eso nuestros talleres son diferentes, no es la típica posición de la maestra enseñando e impartiendo órdenes, sino que lo enfocamos desde una interacción diferente. Acá, los vecinos casi ni se conocen entre sí, hay pocos vínculos de ese tipo. El individualismo también está presente como en todos los estratos sociales”, razona. Pasadas las cuatro, las madres tienen lista la merienda. Tan aplicados como caóticos, los pibes de entre 4 y 12 años entregan sus trabajos. Es la hora de la leche con masitas caseras. Es el momento más esperado. Llegan algunos más y la fiesta empieza. Un vaso de chocolatada para cada uno y dos o tres masitas. Después, chupetines, caramelos. Y una piñata, que uno de los estudiantes revienta en el medio de la calle. Es un poco de alegría en un paisaje que destila tristeza y miseria.

A las cinco, mesas y sillas vuelven adentro. Es hora de volver, aunque a todos les cuesta. En los hombros de cada una, hay al menos tres chicos que no las dejan ir. A los besos dejan el lugar hasta el próximo sábado. Mientras Teresa, la madre líder, se queda en el comedor planeando eltrabajo de la semana. La retirada es igual que el arribo: picados, cumbiamba y griterío.

Todos aquellos que quieran colaborar con estos centros comunitarios donando ropa, útiles escolares, libros, juguetes y alimentos pueden llamar al 4786-9207 y preguntar por Marcelo. O dirigirse directamente al GES de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (Puán al 400, Capital).

 

Sacate todo

Frente al individualismo y la resignación que provoca el “modelo” económico dominante, el grupo de estudiantes solidarios propone una alternativa de construcción, basada en reflotar el rol social del movimiento estudiantil con una propuesta integradora. “Mi visión está vinculada a un interés solidario, a pensar en ser una trabajadora de la salud para trabajar para la gente. Siento que la facultad no me da esa posibilidad. Por eso empecé a juntarme con los chicos del GES en las aulas y en los pasillos de la universidad. La idea es vincular este laburo barrial con lo que aprendemos en la universidad”, sostiene Grisel. “Nuestro objetivo es romper con el estudiante acrítico e individualista que no participa en nada. Hay que despertar la necesidad entre los alumnos de la facultad para hacer este tipo de laburos, que son mínimos pero sirven”, propone Julieta. Lucas, estudiante de psicología, también es muy crítico en este aspecto: “En psicología, el ideal del estudiante es ponerse un consultorio y atender a la gente que pueda pagar. Entonces, te pasás la carrera sin conocer esta realidad. Nosotros acá no hacemos psicología, tenemos que sacarnos la camiseta académica”.

 

Las madres

Teresa, Inés, Nina, Julia, Elida y Mabel son parte de la comisión de madres del centro comunitario 3 de Enero. Representan la otra parte de la misma historia. De lunes a viernes, desde las 9 de la mañana cocinan para alimentar a unos 50 chicos por día: “Nosotras desayunamos acá, porque todas venimos sin desayunar. Y después nos ponemos a lavar papas y pelar zanahorias. Hasta que a las 11.30 llegan los chicos a comer. Tiene que estar todo listo porque vienen muy hambrientos”, cuenta Teresa.

Las madres no tienen ayuda alguna del municipio de Lomas de Zamora. Sólo reciben donaciones para llevar adelante el centro: “Antes salíamos por el barrio a pedir en los almacenes, o poníamos la comida nosotras. Fue muy duro al principio. Después, algo cambió. Hay dos albañiles que están trabajando ad honorem para ampliar el centro. Y los materiales los dona María Maffei, la hermana de Marta”. La comisión de madres intenta que el proyecto por un barrio mejor de alguna manera se cumpla en el futuro. Pero son muchos los obstáculos. “Nuestro objetivo es que el barrio se acerque al centro, trabaje con nosotros, tire ideas. Pero la mayoría se engancha por un tiempo y luego dejan de venir, es muy difícil.” Sin embargo, algo han logrado: “Tenemos un ropero comunitario donde se cambia por comida. Cuando llegan donaciones con ropa buena, la vendemos para comprar alimentos”, completa Teresa. Hasta hace un tiempo funcionaba una guardería manejada por las mismas madres. Cobraban 15 pesos por mes para cuidar chicos de entre 2 meses y 12 años. Pero todo se acabó porque el lugar no tenía techo y carecía de servicios básicos. Conclusión: los chicos se enfermaban a menudo.