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Jueves 16 de Agosto de 2001

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HISTORIAS VARIAS DE LOS PIBES QUE ESTUDIAN MEDICINA EN CUBA


El mundo al revés

A través de un programa de becas del gobierno de Fidel Castro, 200 jóvenes argentinos (ninguno de ellos con militancia política) cursan en la Escuela de La Habana. Mientras pasan la mayor parte del tiempo entre libros y prácticas, pueden experimentar de cerca la realidad de la pequeña isla. Aquí la cuentan.

POR CRISTIAN VITALE

”Es muy simbólico que un país pobre esté preparando a estudiantes de uno de los países más ricos del mundo.” La sentencia, en boca de Nadia Marsh -prestigiosa doctora estadounidense–, remite a un hecho paradójico: el gobierno cubano ofreció 500 becas para que jóvenes sin recursos de Estados Unidos puedan estudiar medicina en la ELAM (Escuela Latinoamericana de Ciencias Médicas de La Habana). En su mayoría, los becados son afroamericanos pobres de estados como Texas, California, Michigan y Minnesota, y también se mezclan con ellos varios hijos de la comunidad latina. Son parte de un plan educativo, del que también forman parte otros 5 mil estudiantes de Latinoamérica y Africa que, por supuesto, no excluye a la Argentina. Miriam Nogueira, Leyla Suárez, Emiliano Mariscal, Federico Sarubbi, Laura Fainland, Daniela Fazio y Carla Straforini son siete de los 200 chicos argentinos que participan del proyecto, originado como consecuencia del desastre que, hace 3 años, provocó el huracán Mitch en Centroamérica.
“El proyecto se puso en marcha porque, cada vez que ocurre un desastre natural en Centroamérica, Cuba tiene que enviar médicos para asistir a los perjudicados. La idea de ellos es que cada país cuente con la asistencia médica necesaria como para que pueda solucionar esos problemas sin depender mucho de la ayuda exterior”, introduce Daniela, una rubia de 24 años oriunda de Luis Guillón. Al principio, los beneficiados pertenecían sólo a países centroamericanos. Después, el gobierno cubano extendió la posibilidad a Sudamérica y también a algunos países de Africa. Los primeros estudiantes argentinos –entre ellos, Daniela y Miriam– llegaron a la isla en 1999. Y ya van por el tercer año. Los primeros tres años, la carrera se desarrolla en la escuela de La Habana y luego, los que pasan a cuarto, entran en el plan de descentralización: “En esta instancia nos trasladan a todas las provincias que tienen facultades de medicina. En mi caso, este año ingreso a la de Cienfuegos junto con la delegación chilena. Está bueno así, porque empezás a convivir con cubanos, pacientes y no pacientes, adultos y chicos todo el tiempo. Y eso no es un hecho menor, porque allá un nene de 6 años no te habla de Chiquititas. Tienen una visión cultural completamente distinta de la nuestra”, explica Miriam, nacida hace 25 años en Ituzaingó.
Los estudiantes, reunidos por el No antes de retornar a Cuba, están pasando sus vacaciones aquí. Pudieron venir porque los padres les pagaron el pasaje. Del resto, la mayoría no pudo hacerlo porque Cuba se hace cargo de todo –libros, cuadernos, lápices, biromes, dentífrico, jabón, desodorante, comida, microscopios personales y un sueldo de 100 pesos cubanos por mes–, excepto el pasaje en avión. “Sé que Venezuela pone aviones a disposición de los becados. Y que alguna vez lo hicieron Honduras y Paraguay. En cambio, en la Argentina jamás se les ocurrió eso... ¡Si ni siquiera nos reconocen el título!”, es la queja de Daniela.
Contrariamente a cierta imagen que pueda tenerse, hay un rasgo que caracteriza a todos: ninguno de los chicos –a excepción de Miriam, que tuvo su paso por el MST– tiene pasado ni presente militante. Llegaron a Cuba más por inquietudes sociales y por la posibilidad de educarse en uno de los países más importantes del mundo en la materia, que por ideología. “Yo era apolítica, ni siquiera leía los diarios”, reconoce Leyla, una platense de 23 años. “A mí siempre me gustó el socialismo, pero nunca milité porque siempre estaba ocupada en otras cosas. Lo que me sorprendió de Cuba es que me puso de frente a un socialismo real, un socialismo aplicado a las circunstancias y muy distante del metafórico que se piensa desde acá”, agrega Laura, nacida en Parque Avellaneda. “En mi caso, puedo decir que allá se notan las profundas diferencias que existen entre la miseria y la pobreza. Hay pobreza, eso es innegable, pero no miseria. Todos tienen lo básico para vivir dignamente. Conocen la pobreza, pero noel hambre”, dice Daniela. “Si traés un médico cubano acá... se vuelve loco. Ni se le pasa por la cabeza ir a un hospital y que no haya una inyección para darle a un paciente”, completa Emiliano.
Las quejas, que también existen, se centran en dos ámbitos: la rutina y el desarraigo. Una leve mezcla de melancolía y soledad es el mayor sacrificio que tienen que soportar los chicos para cumplir el objetivo. Además cumplen una rutina exigente: durante el año en curso, se levantan a las 7 de la mañana, ingresan a clase a las 8, tienen dos horas de almuerzo y a la tarde, vuelta a las aulas hasta las 16.30. “Es duro, nos toman clases evaluadas casi todos los días y, normalmente, hay que quedarse estudiando hasta las 3 de la mañana para levantarse a las 7 del mismo día”, apunta Miriam. Prosigue Daniela: “Son muy exigentes. Es obligatorio tener un 80 por ciento de asistencia a clase porque, si faltás más de lo que corresponde, te pueden negar el derecho de examen. Una vez falté a una clase teórica de Anatomía, en la que cursan 120 alumnos, y le pedí a un compañero que me firme la asistencia. Al otro día, el profesor me preguntó por qué no había ido. Esto pasa porque la relación con el docente es muy distinta. Te conocen, saben quién sos, cómo trabajás, cómo estudiás, tu nombre. La relación docente-alumno es una relación de amigos. Les interesa mucho que te formes primero como ser humano y después como médico, te forman como un médico humanista, alejado del lucro”.
–¿Cómo se divierten cuando no tienen clases?
Laura: –Los que vivimos en la escuela tenemos un bar a dos cuadras que vende ron y cerveza. También hay una disco, pero el barcito está mejor porque le das un casete al tipo y se arman lindas jodas. De todas maneras, nos copa quedarnos en la escuela porque hay un disc jockey, Pablito, que pone música para bailar. Abundan el merengue y la música centroamericana.
Daniela: –A mí me llama la atención escuchar en todos lados música dance, todo en inglés. También pasan Los Piojos, pero a veces.
Ninguno de ellos fue a ver a Manic Street Preachers. Es más, la concentración en el estudio es tanta que el único que se enteró fue Federico y por algo que le provocó sorpresa. “¿Cuántos presidentes van a ver un grupo de rock?”, pregunta sobre la presencia de Fidel Castro en aquel show.
–¿Lo conocen a Fidel?
Miriam: –Sí. Una vez vino a la escuela. Me acuerdo que estábamos muertos de calor en la Biblioteca y nos habían dicho que iba a venir un presidente de Africa, cuando de repente apareció él: se hizo un silencio tenebroso y se oía el paso de sus botas. Todo el mundo se puso blanco. Nos preguntó qué nos daban de desayunar y qué materias estábamos cursando. Y también ordenó abrir la playa que está detrás de la escuela, que estaba inhabilitada, argumentando que los sureños no estábamos acostumbrados a soportar tanto calor.


El baterista
Emiliano Mariscal es el más chico del grupo. Tiene 19 años y se jacta de haber nacido y vivir en Don Orione, barrio del conurbano sur más conocido como el Fuerte Apache II. Estudió para perito mercantil en una escuela de curas, pero se reconoce ateo (“todo re mal en la secundaria”). Hizo el CBC para medicina en la UBA y tiene una banda de rock llamada Inesperados, onda Viejas Locas. “En Cuba me vuelvo loco sin la batería. Lo que más me molesta es no poder tocar.”

Hizo de todo
Federico Sarubbi nació hace 21 años en Adrogué. A los 6 se mudó a Turdera y estudió bachiller en secundario. Ya grande, cursó Ciencias Sociales en la Universidad de Lomas, fue murguero –participó del circo cultural en 1997, enseñando malabarismo a chicos carenciados– y se ganó la vida, antes de irse, como masajista. En resumen, hizo de todo menos imaginar que podía llegar a estudiar medicina alguna vez. “No tenía recursos y estaba poco predispuesto a encarar una carrera así. Después me enganché porque hay algo que para mí es fundamental: el trato con la gente. Me gustó la concepción en que se forma a los médicos. No me interesaba la medicina en sí, pero sí el fin de la medicina... Ahora me interesan ambas cosas.”

Religiosamente
Nacida hace 20 años en Parque Avellaneda, Laura Fainland es la única religiosa activa del grupo. Adoptada por padres judíos, hizo toda la secundaria en una escuela laica y se recibió de profesora en el Colegio de Bellas Artes de Buenos Aires: “Mi viejo adoptivo, judío, dejó de practicar hace tiempo, pero yo lo devolví al templo. La religiosidad es central en mi vida. Hice la conversión por respeto a todo lo que hicieron ellos por mí y también por convicción propia. Y pienso aplicar la medicina a los preceptos de la religión”.