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Jueves 16 de Agosto de 2001

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convivir con virus

Eramos tres acostadas en la cama, en ese horario de imperiosa lobotomización que implican los domingos al atardecer, cuando el lunes es inminente y el fin de semana se desvaneció sin ninguna aventura memorable. No sé qué darían en la tele, algo para olvidar seguro, como corresponde a esas coordenadas de horario. Algún estímulo de viernes todavía enciende ilusiones para alguna otra noche de la semana y repasamos esos chismes ya contados sólo por deporte, para ver si alguna brasa da su llama, aunque sea a la distancia. Y así, espontáneamente, surge el conflicto, digamos mejor el escollo, más remanido de los últimos tiempos. Él no puede coger con forro. Quiere, sí, dice ella, la del medio. Es un hombre responsable que entiende todo lo que hay que entender pero su experiencia vital no está a la altura de las circunstancias. Una novia de toda la vida con quien convenientemente se hizo el análisis de vih lo pusieron a salvo del látex durante un montón de años. Pero la vida te da sorpresas, y en esta estepa por la que transitamos no se puede despreciar la posibilidad de transitar otros terrenos. La cuestión es que no había manera, cada vez que se ponía el forro su pene quedaba mustio como una margarita silvestre a poco de ser cortada. Intentaba remontar con maniobras habituales, pero entonces el forro se le salía y abrir otro llevaba un tiempo, y todo volvía a comenzar cada vez, pero ya con menos entusiasmo, con más cansancio, con menos calentura. ¿Y vos qué hacías mientras él se esforzaba? Yo, nada, qué sé yo, qué voy a hacer. ¡Cómo nada! dijimos a dúo las dos restantes mientras dejábamos la posición horizontal para mirarnos de frente. ¿Y qué querés que haga? Sin forro no voy a coger, y si no se le para tampoco, fue un bajón, casi acabamos con una cajita de doce, dice ella, frustrada. ¿Y por qué no intentás ponérselo vos? le dijimos, que no sienta toda esa responsabilidad, imaginate, vos fumando y él tratando de sostener la erección como si de ese palo dependiera salvarse de un naufragio. Si vos se lo ponés, el “trámite” pasa a formar parte del juego, no es lo mismo que él te vea maniobrar que tener que congelar la escena en el instante mismo en que pedís por favor avanzá entre mis piernas. Ella nunca había puesto uno. Nunca lo había necesitado, su experiencia vital tampoco estaba a la altura de las circunstancias, quiero decir. Los hombres con los que había estado resolvían ese tema sin mayor problema. Pero ese tipo de hombres no son la mayoría. Ella aprendió con un desodorante a bolilla, aprendió a abrirlo con la boca sin romperlo, a quitarle el aire de la punta, a desenrollarlo suavemente como si fuera la prolongación de una caricia, a darle unos besos más tarde para que se acostumbre. No supimos si el desodorante estaba a la altura de las circunstancias, pero desde entonces ella no tuvo más quejas. Y él hasta aprendió a ponerse el forro sin lamentarse por la perdida consistencia. marta dillon

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