Decir que lo más audaz, lo más significativo del legado de Néstor Kirchner, no es tangible, ni puede reducirse a las palabras codificadas en la redacción de una ley, ni a la estructura edilicia de una obra pública, es convertirlo en lo que extrañamos con nostalgia política en estos días: la dimensión simbólica. Por ejemplo cuando mandó a descolgar los retratos de los generales Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone de los salones del Colegio Militar mientras realizaba, en el mismo acto, una degradación: bajar los cuadros , imaginariamente hacerles bajar las cabezas a sus modelos, era un ademán político, como diría David Viñas, que dejaba fuera de la ciudad, imágenes y nombres de facto. 

El 24 de marzo de 2004, con intención fundante y regeneradora, Kirchner abrió los portones de la Esma y recuperó los predios y el edificio del ex campo de concentración , anunciando en su lugar la próxima fundación de un Museo de la Memoria. Sus palabras precisas fueron: "Como presidente de Argentina, vengo a pedir perdón en nombre del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia tantas atrocidades". O sea “rompo el silencio sobre un pasado que no debe repetirse”. El pasado no es para Kirchner lo lejano ni un depósito de los legados, sino lo innominado que debe salir del silencio para hacer justicia. Los derechos humanos no sólo involucran a aquellos que los violan y a sus víctimas sino a la sociedad toda. Aquel 24 de marzo, hombres y mujeres que habían yacido acostados y con una paradójica capucha de verdugos en la cabeza, sometidos a la degradación física y la tortura, ahora recorrían de pie con los ojos bien abiertos, los lugares del suplicio, acompañados por un presidente que se propondría juzgar a los responsables del Estado terrorista.

Entonces había cosas que parecían y debían quedar fijadas para siempre en la memoria colectiva: 30.000 no requiere una comprobación fáctica, ni es una exageración porque su cuenta pertenece a una ilegalidad incalculable. No hay dos demonios, porque las acciones del terrorismo de estado son incomparables. Sin embargo una derecha literal vuelve a instalarlos. La Argentina no se maneja con símbolos sino con señales, horca, guillotina, paquetes envueltos en bolsas de basura, que simulan cadáveres, cada uno con su nombre, expropia géneros como la performance que siempre ha pertenecido a la izquierda cultural o palabras señuelo como “libertad”. 

La literalidad insultante se esmeró recientemente a través de un cartel amarillo en el Parque de la memoria, donde se leía “Parque de la Memoria, nuevo espacio gastronómico con vista al río”, grosería tanática que invita a comer (consumir) disfrutando del paisaje: el río donde arrojaban los cadáveres de los secuestrados. Días después en La Nación+, Laura Di Marco y Viviana Canosa interpretaban una foto de Florencia Kichner en apretada síntesis y diagnóstico psi ,”anorexia galopante”, “falta de nutrición, falta de madre”, según balbuceó Di Marco, autorizándose en un episodio de la serie de Netflix, Borgen , que ella entendió exactamente al revés (no es la apología de la libertad de prensa sino el repudio a la prensa amarilla). Pronto se dejaron oír protestas de corporaciones médicas y de salud mental, repudios de todas partes, incluso de Baby Etchecopar, quien nunca se ha privado, de insultar a Cristina abiertamente. 

Cabe recordar cómo el doctor Nelson Castro, autorizado en un polvoriento diploma de médico, diagnosticaba a una Cristina vista por televisión con un supuestamente probado Síndrome de Hubris (guglear). Estas interpretaciones, amén de inescrupulosas, no son casuales: diagnosticar desde la psicología silvestre, intenta desplazar la política a la patología. Basta recordar a una fundante psicología argentina, cuyos cráneos ocupaban los altos cargos en la Nación, moldeándola en la biblioteca positivista y de la que fueron víctimas los primeros insubordinados sociales, como anarquistas y socialistas que iban a parar, según primarias especulaciones, a la cárcel o al manicomio. En esa tradición se llamó “locas” a las madres de Plaza de Mayo. Dado que Florencia Kirchner no se dedica a la política, se trató de un tiro por elevación a su madre, y esta vez el tiro salió por la culata, enojó a propios y ajenos. A menos que sigan los parámetros de los gentleman del ochenta, que en sus novelas agitaban el fantasma de la mujer lectora como peligrosa, y Florencia lo es (lectora).

Néstor Kirchner no dejaba de exigir memoria, verdad y justicia, para los militantes de los años setenta, una “generación diezmada” con los que compartía ideales de compromiso con la patria, independencia nacional y justicia social. Contra una derecha que se expresa a través de una prensa ignorante siquiera del arte de la injuria, pero violenta en sus performance y capaz de planear un magnicidio, no basta el repudio, sería preciso no ceder a sus imputaciones y empezar a conversar entre compañeros. Pilar Calveiro en su libro Política y/o violencia, una aproximación a la guerrilla de los años setenta proponía: “Hay que escracharnos, políticamente hablando, no como un ‘castigo’ sino como una forma de ser veraces para, de verdad, pasar a otra cosa... En ese sentido escrachar es exhibir-se en términos de práctica política anterior, de la que hay que dar cuenta para que la presente adquiera nuevos sentidos.”