Este viernes murió el gran artista colombiano Fernando Botero en su casa de Mónaco, a los 91 años, de una neumonía. En 2006, con motivo de su segunda exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aries (la anterior había sido en 1994 y luego hubo un tercera, hace diez años), contó algo sobre sus orígenes en un reportaje publicado en Página/12: “La situación en la que me crié no era la más propicia para un artista, porque nací en Medellín, una provincia muy alejada del resto del país y de todos los países. Allí no había museos, ni galerías, ni coleccionistas. Sólo unos pocos pintores que prácticamente se morían de hambre, sobrevivían gracias a las escuelas primarias donde daban clases de dibujo. Por lo tanto a uno no se le presentaba un panorama muy alentador. Cuando empecé a pintar pensé que esto iba a ser mi suerte, pero se ha transformado en la gran sorpresa que me ha dado la vida. Empecé pintando acuarelitas de toros, después naturalezas muertas y paisajes. Así me fui enamorando de la pintura poco a poco”.
A pesar de haberse formado tres años en escuelas de Bellas Artes, siempre consideró que su aprendizaje lo había hecho leyendo, visitando museos y, especialmente, pintando. Quien firma estas líneas visitó hace quince años el Museo Botero de Bogotá que había sido fundado en el año 2000 en el bellísimo barrio histórico de La Candelaria con una extraordinaria donación del artista. Se trata de un patrimonio deslumbrante que se compone de más de doscientas obras del propio Botero y un centenar de obras de otros artistas que hasta entonces integraban su colección personal: cuadros impresionistas, obras de Picasso y Chagall y de muchos otros grandes maestros.
Botero era un pintor virtuoso, que a partir de las raíces en la cultura popular colombiana y latinoamericana -también de la herencia originaria-, cuyos ecos y reflejos aparecen notoriamente en su pinturas, dibujos y acuarelas (y más tarde en sus esculturas), también evocan su aprendizaje y elaboradas citas de la pintura europea. La imagen de Colombia en su obra no solo da cuenta de una cotidianidad en sintonía realista, sino también de un paisaje y de una galería de personajes imaginarios, cruzando del realismo a lo fantástico.
En el Museo Botero está el retrato que el pintor dedicó a la insurgencia colombiana con el óleo “Manuel Marulanda ‘Tiro Fijo’”, de 1999, en el que el campesino transformado en jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), aparece en su uniforme verde de combatiente, armado con una ametralladora, camuflado con el bosque como entorno. Esa obra forma parte de una larga serie de pinturas alrededor de la realidad y los paisajes colombianos.
En cuanto a su admiración por la pintura europea, comenzó cuando a los veinte años Botero ganó el segundo premio del Salón Nacional y decidió viajar a Europa. Pasó fugazmente por la Academia de San Fernando de Madrid y por la Academia de San Marcos en Florencia. También tomó clases sobre el arte del Quatrocento italiano. Ya de vuelta en su país, en 1958 y con todo lo aprendido en su viaje, ganó el primer premio del salón Nacional con un óleo en homenaje a Mantegna. Tres años después se mudó a Nueva York y a comienzos de los años setenta se instaló en París.
En contraste con la pintura contemporánea, y por su rescate y evocación de la pintura renacentista, Botero buscó colocarse en un registro anacrónico y al mismo tiempo muy personal. No solo cita a Mantegna: en su obra desfila la historia canónica de la pintura europea, a través versiones propias de la pintura de van Eyck, Masaccio, Ucello, Leonardo, Durero, Caravaggio, El Greco, Velázquez, Zurbarán y un largo etcétera. También hay un gran conjunto de los personajes del poder: religiosos, militares, políticos; así como la citada galería popular, centrada en los toros, los prostíbulos y múltiples retratos de figuras del pueblo.
Los volúmenes corporales que pinta el artista son, según su propia mirada, una exaltación de la belleza basada en parte en la imágenes populares del arte mexicano originario que en Botero supuso un toma de partido por la sensualidad y el gusto por lo monumental.
A mediados de la década del setenta también
abordó la escultura, práctica que había realizado en la década anterior, en acrílico.
Su obra escultórica creció enormemente y casi siempre en materiales como el
bronce y el mármol. Comenzó exponiendo sus esculturas en París y a lo largo de
los años muchas ciudades del mundo cuentan con esculturas del artista, incluida
Buenos Aires (un enorme torso emplazado en el Parque Thays) y Mar del Plata (la
dama reclinada en Paseo Aldrey).