La locura es una palabra que en el lenguaje cotidiano se utiliza para referirnos al padecimiento psíquico grave. No nos inscribimos en las corrientes que la criminalizan, ni en aquellas que la romantizan, en todo caso nos importa situarnos desde el respeto que nos merece ese sufrimiento, como psicoanalistas y trabajadoras del campo de la salud mental en particular, y como parte de la cultura humana en general. Afectadas como tantxs de nosotrxs por los niveles crecientes de banalización y de construcción de estereotipos, alzamos la pluma en el intento de iluminar algunos de los resortes de las crueldades y violencias que amenazan y ocurren, hoy, en Medio Oriente, en Ucrania, en Argentina, y en tantos sitios de este planeta cuyo proyecto actual --a contramano del proceso neoliberal y fascista-- es no extinguirse. Si hubo tiempos guiados por el sueño de revoluciones y proyectos humanistas, son tiempos, estos, de resistir a procesos de deshumanización creciente y acelerada junto con el derrotero de desintegraciones de recursos de todo tipo. Está en juego la subsistencia. No hemos llegado a este punto a causa de ninguna locura, delirio ni fenómeno alucinatorio. No es la psicopatología humana lo que produjo y produce diariamente este escenario, sino la racionalidad cruel, cuerda, lúcida y orientada en tiempo y espacio, es la perfecta funcionalidad que alberga a la “normalidad” más adaptada.

Hemos tenido a un Trump, a un Bolsonaro, a un Hitler y un Mussolini, tenemos a Milei aquí, como amenaza latente y más allá por cierto de la realidad electoral, porque encarna peligros que seguirán vigentes, activos, hoy, en estas tierras al sur del continente y del mundo. En esas figuras grotescas que la Historia acuñó encarna la presentación escandalosa y espectacular del sujeto que no reconoce límites para un proyecto y vocación de destructividad. Empoderado por su propio éxtasis. No es locura lo que lo agita y lo que irradia a la masa, es fascismo.

Se trata, diríamos, de la presentación precisamente elaborada y diseñada con sumo cuidado, del desborde fascista, de su espectacular imagen que atrae y seduce con su poder hipnótico. El fascismo se viste de espectáculo, ello no es nuevo aunque ahora recurra a la tecnología y la ingeniería más sofisticada. Siempre ha tratado de valerse de los dispositivos que el poder tecno-mediático y médico-científico ofrece. Hoy son las fake news y tik tok y las terapias que difunden y proponen anestesia y adaptación para subjetividades mercantilizadas. El holocausto que partió al medio el siglo XX se valió de líneas de ferrocarril, cámaras de gas, dispositivos de propaganda y el cine naciente; los genocidios que aún hoy están disputándose recursos y mapas mientras la sangre humana sigue tiñendo montañas y mares, se valen de armas que día a día se superan, último modelo para la industria de la aniquilación en manos humanas, comunes y humanas. No es carne monstruosa ni la agitación de la locura lo que las sostiene. Son manos comunes y corrientes, como las que ahora teclean estas palabras. Los genocidios que expanden su pólvora de muerte no han terminado de representar una viva amenaza. El Nunca Más que en nuestro querido país rodeado de mares que cargan aún la ceniza de una generación de muertos parecía ser la promesa de límite, de lo que no iba a volver a ocurrir. Sin embargo, nos despertamos cada mañana con viejas novedades negacionistas, tantas que nos hemos acostumbrado a convivir con ellas, tantas que las urnas de la democracia y las armas que están listas, deseosas de poblar nuevamente las calles, están cargadas de ese silencio (un espeso silencio que es al mismo tiempo la desmentida de lo ocurrido como vaticinio de porvenir). Nunca dejaron de estarlo.

No es locura, queremos decir, el peligro del que cuidarnos, no es la locura. Es el espectáculo del fascismo a cielo abierto y a viva voz, naturalizándose a cuentagotas pero sin pausa. El fascismo sabe leer muy bien el momento en el que puede resurgir, el fascismo lee bien y mejor aún actúa con lo que ha leído. Quiere volver a escribir las páginas de los libros de historia, ama como nadie ese título que le calza perfecto: el fin de la historia. El fascismo se alimenta de desamparo, de desesperación y de incertidumbre, en ese terreno sabe crecer firme y fuerte. Allí florece. Allí también siembra y construye su figura necesariamente antagónica: el chivo expiatorio y demonizado al que promete exterminio. Judíos, negros, subversivos, palestinos.

No nos preocupa ni nos conmueve el desborde histriónico de los candidatos a genocidas. No nos quitan el sueño sus lágrimas ni lo agotados que están de trabajar incansablemente para el exterminio. Nos conmueve, nos preocupa, nos alarma, el riesgo palpable y creciente en el que nos encontramos todxs nosotrxs. Nos preocupa la indiferencia, el letargo, lo que una de nosotras denominó “la capacidad de no conmoverse” y que es una de las versiones que adopta la crueldad. Nos preocupa y alarma la multitud masificada de seres comunes que pueden consentir una dictadura, que aún hoy, todavía, necesitamos decir que ha sido cívico-eclesiástico-militar. Nos preocupa la normalidad cívica, civilizada, bien ordenada, que ha hecho de las civilizaciones modernas el escenario fértil, por ejemplo, para el surgimiento del nazismo. La muerte asociada a la técnica y a la industria apela en el rubro del espectáculo al saber alienista que hizo de la locura una figura de dos caras: demonizada, temida, y al mismo tiempo seductora. Esa figura que se permite decir, prometer y ejecutar cualquier cosa.

No son locos. No están locos. Sí están arrojados al impulso que no reconoce antesala en el acto reflexivo, y en ese impulso pueden arrojarnos también a todxs nosotrxs. Sí consideran que el fin justifica los medios, y no solo se valen de los medios que ya poseen sino que los diseñan y construyen, laboriosamente, nos colonizan por fuera y por dentro. El fascismo no es el proyecto de unos locos sino el gobierno silencioso de y para “normales”.

Lo que está en riesgo, cada vez que el fascismo avanza incluso cuando se disfrace de slogan libertario, es la capacidad de pensar de los mortales. Capacidad de pensamiento. Trabajo de pensamiento, que es ese trabajo que se desliga y opone a las racionalidades instrumentales, entrenadas y eficaces. Pensar es otra cosa. En los actos de pensamiento están siempre presentes los otrxs, el mundo, el cuerpo, con su materialidad sufriente y gozosa, que sueña, sigue soñando, ser territorio de una experiencia digna, de una vida vivible. Esa loca batalla por hacer de la vida algo más que la mera supervivencia.

No es la locura el peligro, sino la cordura fascista.

Ana Berezin y Lila María Feldman son psicoanalistas.