En Argentina el nombre de Enrique Oteiza es conocido, sobre todo entre los universitarios, los cientistas sociales, también por un público más amplio que leyó sus entrevistas, sus artículos. Pero también por el diarero del kiosco de la esquina de su casa, el mozo del restaurante en donde almorzaba, la señora del aseo, la vecina del departamento de enfrente, algún taxista, que recibían de él el saludo, la conversación cotidiana, las preguntas sobre la familia, el barrio, en un diálogo que transmitía su  interés por la existencia misma.

Enrique fue ingeniero y a la vez cientista social, en un apareamiento que en su época era inédito y que hoy es una necesidad del desarrollo del conocimiento. Esto le dio una amplitud de mirada que le permitió pensar y llevar a cabo todo lo que hizo en la vida, que fue mucho. Comenzó estudiando en la Escuela Industrial --para espanto de su familia, contaba él-- porque se interesaba por el trabajo manual que de niño aprendió de su abuelo inmigrante. Alguna vez viajamos en la tarde por los cerros de los Pirineos catalanes buscando el pueblo de origen del abuelo. El quería saber porqué este abuelo había partido de allí. Y entendió de inmediato: desde la colina de la llegada vimos un poblado casi medieval, la única luz encendida era la del bar y la pobreza era abismante. En esa Escuela Industrial nació la sensibilidad social que haría de él un "desclasado" como bromeaba por pertenecer a un medio conservador y orientar su vida en defensa de los humildes, por interesarse y dar valor a los seres humanos invisibilizados.

Su actividad fue exitosa, tenía las dos dimensiones de la vida necesarias para hacerlo: su dirección del Di Tella llevó al instituto a su momento de mayor esplendor nacional e internacional, como lo afirman los estudios que hoy se llevan a cabo. Estuvo en la fundación y dirección de Clacso y allí aglutinó y organizó a las ciencias sociales latinoamericanas que alcanzarían su período de auge en los 60 y 70. Ayudó a estudiantes y cientistas sociales chilenos a salir del país cuando el golpe militar del 73 y esto le valió el exilio de Argentina, amenazado por la Triple A. Así  fue parte del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad en Sussex, en Inglaterra. No hacía más que desarrollar su convicción en la potencialidad de la cultura y la sociedad latinoamericanas que había concretado ya en su participación en la elaboración del Modelo Latinoamericano de la Fundación Bariloche en los 60. Allí el continente desafiaba con su tesis a los ideólogos del primer mundo con una perspectiva medioambiental de orden social, propia.

Si en los 60 y 70 organizó y dialogó con los cientistas sociales latinoamericanos y africanos, en los 80 y 90 se ocupaba de la educación superior, la ciencia y la tecnología desde Naciones Unidas. A su vuelta a la Argentina, a fines de los 80, retomó su preocupación de origen, el trabajo sobre la inmigración, y en ella, la discriminación, a la cabeza del Instituto Gino Germani en la UBA. Desde temprano, su preocupación por los derechos humanos había hecho de él un militante y la lucha contra la dictadura, un cuadro de alto nivel.

No pudimos despedirlo su segunda familia, pero quedan muchas cosas. Queda de Enrique Oteiza su fuerte convicción de un futuro promisorio para la Argentina, que criticaba y amaba al mismo tiempo por su gente, sobre la que bromeaba permanentemente. Quedan su profunda fe en las posibilidades del continente, su respeto por la cultura y la enseñanza, por la universidad pública, su trabajo por los avasallados derechos humanos de su país y la región. Queda de él la imagen de una elegancia interior a toda prueba, de un hablar pausado que transmitía un pensamiento articulado y un humor inteligente. De una permanente percepción estética de la vida. Quedan su fe en el conocimiento, la capacidad de juego y de alegría que fue reactivando en el contacto con los niños que ayudó a criar. El modelo ético que transmitía a los jóvenes --los suyos y los estudiantes--: la actitud de maestro que entregaba fe en el trabajo, mirada estética, profesionalismo, honestidad, fuerza para dar las luchas necesarias y coherencia consigo mismo. Todos valores positivos. Queda el gesto de haber hecho suyos hijos ajenos, como sucedió a menudo en el exilio, queda su invisibilizada ternura, y en el horizonte humano del presente, su grandeza.

* Instituto de Estudios Avanzados, Universidad de Santiago de Chile.

Enrique Oteiza falleció el pasado 28 de septiembre.