Es un tanto injusto decir que con Jorge Dorio muere un gran periodista. Que se entienda: lo ha sido. La mayor parte de la gente lo identifica por sus apariciones en diversos programas, desde radiales a televisivos, desde los 80 hasta hace muy poco, siempre con el gestito de hablar rápido y su bigote. Pero es injusto. Porque con Dorio también se ha ido un poeta que estuvo siempre buscando eso que parece imposible: reunir en un solo gesto cultura popular y erudición, letra y carne, esa cosa que algunos poetas se entregan a buscar como si no hubiese ningún resultado positivo en el horizonte. Pero esos intentos, al menos, esos restos de esa búsqueda sí que son tímidos fragmentos del imposible soñado. Utopía y peronismo, dos claves, también, de la misma cantinela en alguien que tituló su último libro, precisamente, La evolución de octubre.

Popular y erudito, entonces. El choque de referencias propias del mundo libresco con el encuentro inmediato con lo bajo, con la carne, con el deseo, con la lengua en su doble sentido (palabra y músculo), de ahí proviene la fuerza de los poemas de Dorio. Su primer libro, fechado en 1982, recién entrando al mundo de los medios, apenas puede encontrarse en la Biblioteca del Colegio Nacional Buenos Aires, en donde tuvo participación en el Centro de Estudiantes. Huésped de mí mismo, fechado en 1982, es un primer libro de intentos, de escarceos con la poesía, y también una forma de rendir cuentas a las primeras lecturas de las grandes obras de Occidente, como si estuviese rindiendo allí también el examen necesario. Pero el muchacho de Barracas no tiembla y deja su impronta. Lo paródico en Dorio está ya desplegado como el viejo arte de mezclar discursos socarronamente, tratando de hallar en los bordes el motivo que dé risa o, a lo sumo que provoque al pensamiento, que lo encienda. En “Traición oral” escribe: “Sobre un recuerdo / -sombra de lo que vuela- / el eco solo, / plagio resignado / como parodia que lame un amasijo de sabores difusos”.

Lo paródico tiene mucho que ver con lo criollo: Dorio hablaba de “patria” para nombrar a la Argentina no por un gesto de nacionalismo decadente, muy por el contrario. “Patria” era la clave con la que, en los 80, se había pensado a contrapelo la gauchesca, esto es, una poesía estrictamente nacional que se apropiaba, no sin gracia, de los exponentes de la cultura de la elite. Y a través de esa banalización, surgía, por un lado, un modo de la resistencia, pero, por el otro, un notable interés por renovar la letra muerta. La mujer pez, libro aparecido en 1994 y reeditado por el sello Bajo la Luna en 2013, incorpora elementos que remiten claramente al canon local, al Martín Fierro, pero en la clave paródico-gauchesca que se podía encontrar en los dos Lamborghini, Leónidas y Osvaldo. Esos elementos son evidentes: la horizontalidad de la pampa y la voz del gaucho, que luego devendrá peón en La evolución de octubre (Las Cuarenta, 2021). El horizonte, el fondo, es ahora su interlocutor dilecto: el yo lírico le habla al espacio, a la nada circundante del campo adentro, reconvertida a veces a través de sutiles personificaciones. Está en La mujer pez, en “Apuesta”, por ejemplo: “y esa terca / costumbre de la pampa -terca / su gana horizontal- / de acostumbrar el pago a lo vacío”. Pero esa pampa que es sujeto se transmuta en peón, como dijimos, figura central del imaginario peronista y trabajador primero que emerge de ese paisaje. En “Peón es nada” de La evolución… leemos: “en el ocaso horizontal / no es cosa fácil / estar seguro de quién caza, / cuál es la presa, / quién se viene / cuál se ha ido del todo. / De la fauna pampeana / el peón es lo peor y aún menos: / peón es nada”. La mujer pez es una celebración del encuentro entre amantes, pero poco a poco se va convirtiendo en otra cosa, ingresando lo telúrico que estalla en “Vueltas de Fierro”, un poema que está en este libro, pero que también es incluido en la serie de La evolución de octubre. Allí, Dorio juega con las versiones, reversiones y perversiones del poema nacional, para terminar con una pregunta retórica que se encuentra contestada desde que empezó el poema, que por algo es canto: “parodias de valientes, tristes / toscas naderías / de la Patria / ¿algo importan? / Aquí, / pregunto / ¿a qué me pongo?”.

Parodia y criollismo, peonada y trasnoche, Jorge Dorio hacía de sus poemas ejercicios de puestas en acto del sentido de lo nacional, eso que siempre atosigó en todas sus intervenciones, en sus formas de deslumbrar con erudición en la Televisión Pública, en la radio o en sus notas (recogidas en un libro de escasa circulación, pero más que recomendable, La verba infamada, de 2007). Dorio entendió que el peronismo no solamente era el nombre de un partido político, sino de una posición con respecto a la cultura: su tradición hay que encontrarla en la línea que va de Leopoldo Marechal hasta Leónidas Lamborghini o, más acá en el tiempo, Rodolfo Edwards, pasando por Alicia Eguren (que supo reunir praxis y poesía) y hasta por el nacionalismo (no tan) pesimista del Martínez Estrada lírico, previo a transformarse en ensayista. Él era una más de las muchas pruebas que tenemos en nuestra vasta literatura de que la verba peronista es también una apuesta cultural, aún en estos tiempos en que ser identificado con el movimiento parece anatema.

La poesía de Jorge Dorio es un desafío a la historia literaria y una línea que corrió en paralelo: la de los poetas que hacían del peronismo identificación política y ejecución verbal. Cosa que se hace así, de frente, pero sin miserabilismo, como quien arma todo para despedirse. Uno de sus poemas más precisos en estos menesteres del fin hace, a su vez, de arte poética. Así cierra el poema “Estilos” de La evolución de octubre: “No en la certeza charra del suicida / o en la impotencia mustia / del que se apaga enfermo / con el pulso impasible, / sí, del que aprendió / que todo es finitud. / Con esa prosa ha de escribirse / la huida necesaria de la tierra / propia, como la carta de un amor / que se termina / y en ese instante se proclama eterno”.