El vínculo de Alberto Ajaka con la actuación tiene un halo místico. Cuando habla del momento en que abandonó su trabajo en la imprenta familiar para dedicarse de lleno al oficio de actor, alude a una “revelación”, a una “fiebre”. Cuando explica la metamorfosis que experimentó a sus 37 años, la describe en términos de “conversión”. Cuando reflexiona sobre el momento previo a su encuentro con el hecho escénico es como si hablara de vidas pasadas. Hasta su obra Los rotos (2018) no había sentido la necesidad de explorar esa “otra vida”. En La vergüenza de haber sido y el dólar de ya no ser, monólogo que se presenta los martes a las 20.30 en El Galpón de Guevara, profundiza una indagación que es biográfica pero también colectiva.

En diálogo con Página/12, cuenta: “En calidad de converso intenté encontrar algún sentido a una vida que cambió rotundamente a los 30 cuando empecé con el teatro y aún más a los 37 cuando dejé la fábrica. Los rotos ya tenía que ver con mi vida antes del teatro, pero no me había ocupado demasiado de ese asunto”, explica quien piensa los hitos de su vida en relación a los espectáculos que hizo y con quiénes. El subtítulo es Testimonio dramático de un sobreviviente (1997-2001) y su origen fue un encargo para conmemorar los 20 años de la crisis del 2001. Ajaka no quiso tomar el diciembre trágico y la foto más icónica, entonces armó un relato sobre la antesala de la crisis en la vida conurbana de Ramos Mejía. Hoy aclara que no hay oportunismo: el monólogo fue estrenado en 2021 en la Casa del Bicentenario, pero lamentablemente sigue vigente.

La obra pone en evidencia que Argentina vive un loop histórico: la rueda gira y cada tantos años se repiten ciclos atravesados por lo tragicómico. La historia que narra Ajaka es personal, claro, pero también colectiva porque cada uno de los espectadores tuvo su propio 2001. Por un lado, La vergüenza describe el recorrido entre La Matanza y Puerto Madero con varios personajes: él, sus padres, sus amores, sus padrinos, varios chorros. Por otro, es una terapia sobre la muerte de su padre ocurrida en 2020. “Por eso está el Ajaka tan adelante. Hay dos protagonistas: Ajaka joven y Ajaka padre”, dice el actor, y cuenta que su círculo familiar es muy pequeño así que a los 47 años vivió su primera muerte. “Me costó mucho, ahí entendí el concepto de duelo. Durante dos o tres meses no vi tele ni escuché música, estuve en silencio absoluto”.

En la obra convierte a su padre en un héroe que encuentra su épica en el orgullo argento de negarse a comprar dólares. “Esto era propio de una generación. Hace poco escuchaba un reportaje a (René) Favaloro y tenía el mismo discurso que mi viejo. En Tiempo nuevo se lo ve a los gritos con Neustadt y Grondona. ‘Hace 6 años que no compro un dólar. Dejé 2 millones de dólares libres de rédito en Estados Unidos, este saco lo compré en una liquidación por $USD 35 y mis zapatos tienen media suela’, decía”. Hay una hidalguía en ese padre que se opone a la especulación típica de clase media desde un rincón de La Matanza.

–¿Cómo fue llevar ese vínculo con tu padre a escena?

–El amor es muy extraño. Yo tengo amor por Bochini o Bob Dylan, pero no me pasa con muchas personas. A Bochini no me lo crucé nunca pero me dio muchísimas satisfacciones. Mi padre me dio satisfacciones e insatisfacciones. Creo que a los más amados uno los ve siempre a través de un vidrio esmerilado, nunca terminás de saber quién es el otro. Uno da y recibe de los muy queridos, hay una transferencia misteriosa. En Cada una de las cosas iguales un personaje pregunta qué es la humanidad y le responden: “Hijos que sueñan con padres que sueñan con hijos…”. Eso nos trajo hasta acá a vos, a mí y a quien esté leyendo esto. La obra es una expresión de agradecimiento a quienes me dieron la vida. Estamos en una época en la que parece que no tiene demasiado sentido traer a alguien y sobrevuela cierta idea de que no necesitamos de nadie, pero es un tremendo error.

Cuando se le pregunta de qué se nutrió para elaborar su monólogo, enumera: “De mi historia, de la Biblia, de Job, de Las Mil y Una Noches, de Pound”. Recita de memoria el poema “Con usura” y con la misma pasión relata algunos fragmentos de la trágica vida de Vic Chesnutt, un ídolo del folk estadounidense que quedó tetrapléjico a los 18 años y se suicidó a los 45 tras una profunda depresión. El artista murió con una deuda enorme por sus tratamientos de salud y compuso la canción que da inicio a la pieza de Ajaka, “Flirted with you all my life”, donde habla de su coqueteo con la muerte.

–La muerte es uno de los tabúes que abordás en este obra; el otro es el dinero. ¿Qué representa para vos?

–El dinero y la producción son muy importantes en la vida. Esto lo he discutido mucho con algunos colegas porque siempre está esa cosa del arte como algo “puro”. Shakespeare, por ejemplo, es el exponente más alto del teatro universal: fue productor, director, dramaturgo. Pero él manipuló muchos episodios históricos y leyendas porque tenía que comer. Por eso una de mis obras lleva por título El hambre de los artistas. Por supuesto existe un intercambio simbólico y creo en eso, lo que no creo es que esté por delante. Siempre hay una tensión y me parece que nunca llega a resolverse. La última desilusión en ese sentido es el rock.

Ajaka desembarcó en el teatro a los 30 pero su trayecto es muy prolífico. La primera obra que hizo fue Michigan, adaptación de un cuento de Raymond Carver en la que se ocupó de todos los rubros. Estudió con Ricardo Bartís en el Sportivo, participó en su obra De mal en peor con la que giró por festivales europeos y más tarde actuó en Ala de criados, de Mauricio Kartun. No tardó en abrir su sala, crear su compañía (Colectivo Escalada) y generar sus propios materiales. “¡Llegó la música!, El director, la obra, los actores y el amor y El hambre de los artistas  me llevaron un lapso de 10 años y para mí están unidas porque hice lo que quise”, declara. Algo de ese impulso es lo que define al circuito independiente, aunque el director es bastante cauto a la hora de emitir opiniones y confiesa que debería “estar más al tanto, ver más cosas”.

Hoy actúa también en Made in Lanús junto a Esteban Meloni, Malena Solda y Cecilia Dopazo (dirigidos por Luis Brandoni), pero paralelamente planea volver con el Colectivo Escalada: “Nos cuesta mucho y creo que tiene que ver con la edad. Es difícil encontrar actores de 60 años o más en el teatro independiente. Por algo será”. Ajaka suele utilizar el espacio de ensayo –la parte que más disfruta– como primer disparador para pensar secuencias de acción, pero en este caso necesitó sentarse a escribir para tener una estructura de trabajo. La obra que está escribiendo lleva por título Opereta en el funeral. Réquiem para un bufón y trata sobre una compañía de teatro que viaja al País de los Payasos y se ve sorprendida por la muerte de su director.

Cuando se le consulta su opinión sobre los recientes ataques a la cultura por parte del gobierno, dice: “La resistencia hoy vendrá del propio sector porque la sociedad está preocupada por otras cosas. Todo es un cambalache y es imposible pensar algo. En el caso del audiovisual, acá pasamos de ser baratos a ser caros y no creo que el sector pueda hacer lobby como otros. Hay un total desconocimiento de los beneficios que trae esta industria y del valor simbólico del cine argentino. Es una carta de presentación en el mundo y cuesta mucho tiempo construir eso, además trae divisas. Creo que Milei ataca la cultura porque en algún sentido tiene muchas ganas de actuar. Pero son malos actores, hay una mala performance; es alguien que quedó atrapado en un único personaje y desprecia lo que no entiende. Como decía el maestro Discépolo, 'es tanto horror que da risa y tanta risa que da horror'”.