Vivo en una ciudad distópica, de esas que aparecen en las buenas y malas series de ciencia ficción. Vivo en una ciudad donde un jefe de gobierno y sus ministros se jactan de sacarle lo poco que tiene a gente en situación de calle. Les quitan el colchón para que no tengan donde tirarse a dormir, los dejan sin sus pocas pertenencias. Poco falta para que los empujen más allá de la General Paz, como hacía el genocida Antonio Bussi en la provincia de Tucumán con los mendigos. Vivo en una ciudad donde la policía difícilmente aparezca para impedir un delito, pero se presenta en patota y detiene a manteros quedándose con los sándwiches, o las paltas, o las prendas que intentan vender para juntar un mango y alimentar así a sus familias. Una ciudad que cada día está más limpia de pobres expulsados, apaleados y escondidos, pero cada vez más sucia en sus calles y en su consciencia. Porque las encuestas dan muy bien si la policía de esta ciudad maltrata a los desposeídos. Total, sus votantes observan embelesados cómo el jefe de gobierno sube a Instagram fotos de París y su esposa mediática las de Madrid, feliz ella de no tener que soportar la epidemia de dengue. Hay gente que se muere en los hospitales o que busca desesperada en los contenedores de basura, mientras ellos publican fotos y sus seguidores miran Instagram para no ver lo que ocurre.

Pero sobre todo vivo en una ciudad distópica a la que le debieron dar alguna especie de droga para que esté tan anestesiada. Solo así se puede entender que no sea un escándalo que haya habido un atentado a cuatro mujeres que culminó con la vida de dos de ellas y otras dos luchando por no morir. Las mujeres tenían, como todos nosotros, una orientación sexual. No habían hecho nada para merecer ni el más mínimo insulto, pero a un tipo le pareció que no ser heterosexual era suficiente como para prenderlas fuego con una bomba molotov. No ocurrió en un Macondo futurista, ni en una estación espacial de Ganimedes, ni en el Gilead de El cuento de la criada. Ocurrió en Barracas, al sur de esta ciudad, a pocos minutos de los que vivimos en los barrios de la zona sur, una hora de los barrios de la zona norte, a un poco más de una hora del barrio fuera de Buenos Aires en el que vive el jefe de gobierno de esta ciudad.

Como diría David Viñas, disculpen la tristeza. Soy de la vieja guardia que piensa que la mayoría de los medios de comunicación tiene en gran parte la culpa de todo lo malo que nos pasa. Agitaron grietas, hicieron verdades de mentiras, azuzaron a una población para que actuara estúpidamente contra sus propios intereses. Tengo esa mirada y no puedo evitarlo. Lo más moderno que puedo decir al respecto es que la política de odio alimentada por canales de aire y de noticias se trasladó a las redes sociales. Los perros guardianes del poder, como llamaba un teórico francés a los medios de comunicación, se convirtieron en esta jauría violenta de trolls e incels alimentados con el erario público. Desde ese submundo vuelve a la sociedad convertida en violencia real, pura y dura.

Esos mismos medios que se escandalizaban por el dedo levantado de un presidente (por otra parte, incapaz de mostrarle el puño a los poderosos), que horrorizados pasan en loop cómo roban un auto, una cartera, un celular, son los mismos que ignoraron o apenas dieron espacio el ataque y la muerte de mujeres que tenían una orientación sexual determinada. Eran cuatro mujeres que compartían una habitación en un hotel humilde de la parte pobre de la ciudad. Recapitulemos entonces: mataron a cuatro mujeres lesbianas y pobres. Imagino a los productores, editores y/o periodistas revisando el listado de temas con los que se pueden indignar. En ninguno les debe aparecer las palabras “lesbianas” y “pobres”. Por lo tanto le dedicaron poco y nada de su tiempo. Siguieron con la programación habitual.

Hay dos muertas: Mercedes Roxana Figueroa y Pamela Cobas. Hay otras dos mujeres gravemente quemadas, Andrea Amarante (75 por ciento del cuerpo) y Sofía Castroriglos. ¿Pero a quién le importa los nombres, qué hacían, qué pensaban? ¿Cuáles eran sus sueños, sus miedos, sus expectativas? ¿De dónde eran, quiénes las querían, a quiénes iban a ver al día siguiente de ser brutalmente atacadas? La indiferencia social convierte los crímenes de odio en estadística. No hay cuerpos, no hay deseo ni dolor, solo un número.

Tampoco hubo grandes declaraciones de políticos. Pedirle sensibilidad social al gobierno nacional es inútil. Como inútil es el gobierno de la ciudad para contener y cuidar a la gente en situación de riesgo. Líderes de partidos políticos, diputados, senadores, legisladores están todos ocupados en la gran política de leyes ómnibus y decretos faraónicos, como para meterse con algo tan trivial como es un crimen de odio. Hubo algunas excepciones: una declaración muy sensata de Juan Grabois en sus redes sociales y un proyecto de la legisladora de la Ciudad por el FIT, Alejandrina Barry, exigiendo justicia por las víctimas del atentado de odio. También Victoria Montenegro y María Rachid. Quizás haya habido alguna más. En todo caso, no abundaron las declaraciones ni los repudios.

El silencio es ideológico. La indiferencia es ideológica. La complicidad también. Si uno de los ideólogos, amigos o festejantes (no me queda claro el rango) del presidente como es Nicolás Márquez sale a expresar su homofobia, su violencia ultramontana y su reivindicación de la dictadura cívico-militar, lo que realmente ocurre es que desde el poder y el silencio de los medios se abre una puerta a la violencia. Todo crimen de odio es la continuidad de una política que se quiere imponer. Me preguntaría a cuánto estamos de que haya muertos en la Argentina por cómo piensan, como viven o cómo desean si no fuera que esos crímenes ya comenzaron. Ocurrieron en un hotel de esta ciudad cada vez más distópica.

Podemos suponer que este tipo de atentados pueden extenderse por todo el país y multiplicarse. El gobierno los avala, los medios no los reflejan, los políticos están midiéndose para las próximas elecciones, la gente pide una dosis más fuerte de anestesia para soportar lo que viene.

 

La vida es eso que pasa mientras matan a gente por odio sin que hagamos absolutamente nada.