CONTRATAPA

Irse lejos

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Irse lejos para volver cambiado. Volver de lejos para cambiar las cosas. Irse y no volver para que todo cambie o siga igual. Salir por un ratito para viajar dentro de un cine y llego temprano y –antes de que se haga primero la oscuridad y enseguida la luz en la sala– leo las últimas páginas de Travelling Heroes, de Robin Lane Fox, historiador de Oxford que se las ha arreglado para firmar varios admirables best-sellers de ensayo histórico. Aquí, Fox postula la teoría de que los antiguos griegos siguieron las estelas y mareas de La Odisea y La Ilíada para moverse por mares y orillas. Buscaban la correspondencia de lo legendario en la realidad para hacer leyenda. Así, el mito como brújula y virus, y contagiando a culturas que vinieron después. La Historia siempre es la misma: viajando se conoce gente. Y, enseguida, uno se conoce a sí mismo.

DOS Y en Avatar –el promocionadísimo y supuestamente revolucionario retorno de James Cameron al cine de ficción– se nos presenta al marine paralítico Jake Sully. El hombre viaja al planeta Pandora, es psicoinjertado en el cuerpo/avatar de un gigante azul de aspecto felino, se le ordena relacionarse con los nativos llamados na’vi para prepararlos para el avance y conquista y explotación de sus santuarios mento-vegetales a cargo de empresarios ambiciosos y militares de mandíbula cuadrada y Jake conoce a la na’vi Neytiri y... Ya saben lo que pasa después; porque uno ya vio varias veces esta película bajo otros títulos como Lawrence de Arabia, Jeremiah Johnson, Un hombre llamado Caballo, La misión, Danza con lobos, Pocahontas... A saber: la saga de autoconocimiento –previa rendición de las materias del rito de paso– de un visitante que acaba poniéndose de parte de los locales. En lo que hace al género, Avatar es algo así como Sci-Fi for Dummies o Space Opera 101: el más rabioso retrofuturismo. Como si escrinautas llamados Ballard o Dick o Lem o Vonnegut jamás hubieran existido. Y todo bien: Cameron explicó que él quiso rendir homenaje a las novelas que leyó en su infancia, y nadie puede negarle un gusto a este hombre. Así, estética que recuerda mucho a las ilustraciones de Roger Dean para las portadas de Yes, portentosa música etno-ululante, simples consignas eco-místicas y una absoluta y total obviedad argumental que le permite al espectador ser, sí, anticipatorio en el sentido más pedestre del asunto: imposible no presentir telepáticamente lo que sucederá en la siguiente escena y cuál será el final que se ve venir desde el principio.

Técnicamente todo es bastante asombroso (aunque, en mi caso, a los pocos minutos la 3-D me produjo un ligero pero persistente dolor de cabeza); pero la novedad sucumbe ante diálogos risibles y –como en Titanic– una idea de los sentimientos y el sexo digno de un niño de unos ocho o nueve años más bien lento. Como George Lucas, Cameron es un tecnócrata a quien habría que explicarle que no hay efecto especial más impresionante que un buen guión (lo que no quita que Avatar sea algo así como el más húmedo de los sueños para quienes se excitan más con la digitalización que con los dígitos) y, de paso, comentarle que hacer que todo transcurra en el año 2150 (esas naves, esos planetas habitados y habitables) es, me parece, más bien optimista de su parte. Y si no, que se dé una vueltita por la NASA y seguro que le explican un par de cosas en lo que hace a presupuestos, resultados obtenidos hasta ahora, etcétera. Y en medio de tanto sonido y furia y lengua extraña y animales raros y flora más rara aún, un momento involuntariamente conmovedor en este film que no es malo, pero que podría haber sido tanto mejor: Sully, irritado, empuña un libro –un libro unplugged– para explicarle algo a alguien que no quiere entender nada.

TRES A años luz de distancia –pero a pocos metros, en el cine de al lado– pasan y paso a ver Donde viven los monstruos, de Spike Jonze. Y donde Cameron aspira a lo mítico y se queda en lo apenas mitomaníaco, Jonze –apoyándose en las más o menos doscientas palabras del clásico infantil de Maurice Sendak publicado en 1963– eleva lo suyo a lo trascendente y eterno. Jonze y el escritor Dave Eggers –coguionista y ampliador de este material primigenio también en su recién publicada novela Los monstruos– muestran la infancia como ese territorio salvaje del que siempre queremos huir cuando somos niños y al que sólo queremos regresar cuando somos adultos. No se puede, se sabe. Ni en una u otra dirección. Y de eso trata Donde viven los monstruos: de sentirse un pequeño monstruo entre los grandes humanos y fugarse para acabar descubriéndose como un pequeño humano entre los grandes monstruos. Hijo de humildes inmigrantes judíos, Sendak siempre dijo que “todos mis libros tratan sobre la voluntad de escapar y sobrevivir. El miedo es muy importante en mis libros”. Si –como dijo Emily Dickinson– “la esperanza es esa cosa con plumas”, entonces no cabe ninguna duda de que la infancia es esa otra cosa con garras y colmillos. Y a eso se ha dedicado y ha dedicado toda su vida Sendak. Y desconozco el grado de sofisticación high-tech empleada para su realización; pero lo cierto es que –luego de la sobredosis computarizada de Avatar– agradecí la cálida bestialidad de esos peluches gigantes, aunque la voz de James Gandolfini para Carol, en más de un tramo, nos haga sospechar que ahí dentro está Tony Soprano de camino a una orgía de Halloween en el Bada Bing! El muy joven Max Records está perfecto en el rol de Max: pocas veces el celuloide capturó mejor la ira y la tristeza y la alegría y el miedo de quien una noche decide dejar la esclavitud de la vida en el suburbio para atreverse a ser rey en una isla muy lejana que queda a la vuelta de la esquina.

CUATRO Y se aproxima Fin de Año y todo se mueve. Afuera y adentro. Son esas fechas en que la gente mira atrás para seguir adelante y las reuniones globales para evitar el auto-apocalipsis acaban en acuerdos de mínimos mientras incubamos el efecto especial de nuestra extinción. Paz en el mundo y se honra, se supone, el nacimiento de alguien que llegó de muy lejos –un avatar de un poder superior que se instaló un tiempo donde viven los monstruos y pagó el precio de ser rey por un ratito– y acabó siendo sacrificado y lanzado de regreso hacia el infinito y más allá. Muchos creen en él y aguardan su retorno. Yo, por mi parte, ya no sé muy bien en qué creer; por lo que pido, apenas, un minuto de silencio por George Bailey, aquel viajero que jamás pudo salir de Bedford Falls y que, seguro, tuvo que conformarse con viajar viendo películas que transcurrían en otros planetas.

Qué bello es partir.

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