CONTRATAPA

Final de playa

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Un recuerdo que llega pateando la arena desde el principio de los tiempos o, mejor dicho, de mi tiempo. Esos carteles, en playas patagónicas, que advertían y delimitaban con un “Final de playa”. Y era raro; porque uno miraba más allá de ese letrero y, por supuesto, la playa seguía y seguía y no había final de playa a la vista. Parafraseando a Shakespeare: “Todo el mundo es una playa”.

DOS Así, no es que la playa se acabe, sino que –tarde o temprano, se caminen unas cuadras o varios kilómetros– es uno el que termina con la playa y pega la vuelta jugando a que sus pasos de regreso calcen justo sobre las huellas de venida. Lo que me lleva, claro, a otra playa. A una playa de serie larga como playa serial. A una playa que llegó a su fin (porque ya se había caminado demasiado, porque ya no se tenía la menor idea de cómo volver a casa, porque nadie iba a tomarse en serio nuestras explicaciones en cuanto a cómo y por qué nos habíamos perdido) y que, ya saben, son muchos los que ahora se preguntan cómo es que se fueron de vacaciones ahí durante seis temporadas.

TRES Y uno de esos veraneantes náufragos (al que hasta hace poco consideraba amigo y por estos días empieza a ponerme un poquito nervioso) no deja, desde hace un par de lunes, de llamarme por teléfono para iluminarme con nuevas cosas que ha venido “comprendiendo” y “descubriendo” sobre el final de la playa de Lost. Al principio la cosa tenía gracia (yo vi sólo la primera temporada y unos capítulos de la segunda y, cuando empezaron con eso de turnarse para apretar el botón, presentí que la cosa no podía terminar bien y me tomé el primer avión hacia el Baltimore de The Wire), pero ya me cansa un poco. Aunque de algún modo lo entiendo: mi amigo invirtió mucho tiempo y expectativas en su pedazo de médano y acciones de la Dharma y ahora quiere y necesita creer que la experiencia valió la pena. Mi amigo no es el único. En España el último capítulo de Lost se transmitió en directo (con deficiencias técnicas) y hasta se proyectó en cines y la gente que salía de la más oscura de las oscuridades era interceptada por periodistas que les hacían preguntas sobre lo vivido con la misma intensidad que uno dedicaría a un testigo de la crucifixión, el asesinato de JFK o, ya que estamos, el instante mismo del Big Bang. Y muchos lloraban, otros se disculpaban con un “Un todavía lo estoy asimilando” y bastantes se limitaban a apretar los dientes y declarar “Me han estafado”.

CUATRO Pocas veces una serie tuvo nombre más apropiado. Y ahora ha llegado el momento de rendir cuentas por tanto extravío a lo largo del camino. Los productores se vieron obligados a dar una entrevista para aquietar la tormenta. Uno de ellos consiguió el efecto contrario afirmando cosas como “Hay muchas preguntas, pero los seguidores sólo deberían hacerse dos: ‘¿Qué sentido tiene todo esto?’ y ‘¿Cuál es el motivo por el que he visto este programa durante seis años?’”. El otro optó por aconsejar a los desconcertados seguidores algo así como que piensen mucho y que con el tiempo la verdad llegaría a ellos. Tanto ruido y pocos cocos –en la televisión, los diarios, los blogs, los cafés, las playas, los mensajes en botellas– no alcanzan a ocultar lo más preocupante. Al final, parece, estaban todos muertos nomás. Recurso éste ya utilizado por Ambrose Bierce en uno de sus mejores relatos, rescatado varias veces por The Twilight Zone en cómodos y prácticos capítulos de apenas veinte minutos, hasta llegar a Sexto sentido o Los otros. Lo que no sería tan grave si de un tiempo a esta parte los creadores de Lost –ante las sospechas online de los fans– no hubieran jurado que de eso nada. Pero, ya ven... Y es que ¿alguna vez sobrevivieron tantos pasajeros a un avión que se partió en el aire?

CINCO Así que empecemos por ahí, por el principio, por los principios. Y es que el género fantástico –verdadera paradoja– es algo que requiere de un rigor mayor que el realismo. Cualquier cosa puede suceder en la realidad, pero en las playas de la fantasía hay que respetar ciertas leyes inamovibles. Lo fantástico tiene la obligación de ser real –o realizable– para ser verdaderamente fantástico. No se piden explicaciones detalladas, pero es arriesgado dejar abiertas las puertas del jet y saltar sin paracaídas. Casi tan arriesgado como meterse al agua sin hacer la digestión. Los responsables de Lost se fueron a lo hondo, se pusieron a hacer la plancha y se dejaron arrastrar por la corriente y la resaca del entusiasmo que siempre produce lo inexplicable y que se acaba, siempre, cuando se comprende que no van a explicarnos nada. David Lynch –un genio en lo suyo y nada más que suyo– patentó la no-explicación como credo. La gran diferencia del “idioma” de Lost con el de Twin Peaks es que, desde esa isla cada vez más poblada, se prometía que todo sería explicado en el THE END mientras los demasiados y gratuitos guiños (me dicen que hasta se llegó a poner un ejemplar de la, sí, tan fantástica como verosímil La invención de Morel en manos de un personaje que difícilmente habría llegado a Bioy Casares) acabaron transformándose, a medida que se acercaba la hora de pagar la factura, en tics. Nerviosos. Muy nerviosos. Como los de los políticos. Y entonces sólo queda creer a ciegas. Y supongo que –para los tiempos que corren y persiguen– Benedicto XVI estará feliz porque Lost terminó en iglesia y no en mezquita o sinagoga o templo budista.

SEIS Y por supuesto que también hay mucha gente muy contenta; porque pocas cosas hacen más felices a los teóricos profesionales que aquello sobre lo que se puede afirmar cualquier cosa sin posibilidad de ser corregidos. Y hasta están los elegidos que aseguran que lo importante fue ser parte de la “experiencia” de “comunión universal” con millones de espectadores; lo que vendría a ser algo así como un Mundial de Fútbol Playa Místico, supongo.

En lo que a mí respecta, me quedo con los finales de Crime Story, de Seinfeld, de Friends, de Six Feet Under, de Los Soprano (eso sí que es un final abierto que cierra como corresponde), de The Wire, de Battlestar Galáctica. Finales con final. El chiste por aquí –a partir del final de una sitcom local y mítica y familiera llamada Los Serrano protagonizada por Antonio Resines y en la que, en el último capítulo, para desesperación de la audiencia, se informó que todo había sido un sueño durante la noche de bodas– es que Lost fue algo así como una pesadilla del simpático del Diego Serrano. Y al que no le guste, ahí tienen esos matrimonios perdidos y encallados que Ingmar Bergman (des)hizo para la televisión sueca.

SIETE Para llevar a la playa, me parecen mucho más impactantes esas fotos recién difundidas de Samuel Beckett –short, sandalias y bolsito al hombro– por Tánger, 1978. Todo un fenómeno misterioso. Búsquenlas, encuéntrenlas y, ahí sí, pregúntense cómo es posible que Beckett fuera a la playa y que, aparentemente, se la pasara de lo más bien allí. Poco y nada cuesta imaginárselo a Beckett alcanzando ese cartel que dice Final de playa y –endgame– sin importarle nada ni nadie, seguir de largo mientras atrás, muy atrás, en la orilla, a Lost le ocurre exactamente eso que les pasa a todos esos tan elaborados castillos de arena cuando sube la marea y, otra vez, suena el teléfono.

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