EL PAíS › OPINIóN

Izquierda, kirchnerismo y la sombra del pasado

 Por Sebastián Etchemendy *

En el último tiempo ha reflotado el debate acerca del carácter progresista o no del gobierno de los Kirchner, impulsado muchas veces por sectores intelectuales que dicen estar a la izquierda de un gobierno que juzgan “de derecha”. Una perspectiva central para el debate derecha-izquierda es, obviamente, la socioeconómica. Así, un primer criterio que salta a la vista es si un gobierno ha bajado la pobreza o ha mejorado la distribución del ingreso. Este criterio tiene un carácter económico y cuantitativo. Sin embargo, es menos claro de lo que uno puede suponer a priori. Por dos razones, la primera es fijar el punto temporal de la comparación, la segunda es que estas dimensiones son afectadas por muchas variables (crisis internacionales, precios de los commodities, situación fiscal y nivel de deuda heredado, etc.) que los gobiernos no controlan. Por ejemplo, existen pocas dudas de que la pobreza en los días dorados del menemismo (pongamos 1995) había bajado respecto de 1989 o 1988. A poca gente se le ocurriría decir, no obstante, que el menemismo era por ello “progresista”. De cualquier modo, en lo que respecta a esta dimensión, parece claro que durante el kirchnerismo bajaron la pobreza y el desempleo aceleradamente hasta 2008 y que, al menos, la distribución del ingreso hacia los trabajadores formales mejoró ostensiblemente desde 2003.

Hay, sin embargo, un segundo criterio general dentro de la dimensión socioeconómica de la disyuntiva izquierda-derecha que es también insoslayable. Es menos “economicista” y cuantitativo, y más “sociológico-político” y cualitativo que el recién mencionado, y depende más directamente del accionar concreto del gobierno: la activación de actores populares y la (re)creación y fortalecimiento de derechos económico-sociales. Allí ha pisado fuerte el kirchnerismo con: 1) la fenomenal ampliación previsional y la reestatización del sistema jubilatorio; 2) la activación masiva de los convenios colectivos de trabajo; 3) la puesta en marcha del Consejo del Salario Mínimo con la participación de la CGT y la CTA; 4) el establecimiento de la paritaria nacional docente que fortalece al sindicato Ctera-CTA y asegura mínimos en un sector diezmado y fragmentado en los ’90; 5) la Asignación Universal por Hijo y la expansión de las cooperativas de desocupados; 6) la ley de medios audiovisuales entendida como impulsora del derecho “social” a un acceso más plural a la información.

Los puntos 1 a 6 tienen en común que activan y fortalecen actores populares (sindicatos varios, movimientos y organizaciones sociales, de jubilados, radios o grupos comunitarios, etc.) y crean institucionalmente derechos sociales que son difíciles de revertir y van a trascender al kirchnerismo. Los puntos 1 a 6 no necesariamente disminuyen automáticamente los índices nacionales de pobreza o mejoran la distribución de ingreso en el corto plazo –como dije, estas variables son también afectadas por flujos económicos más complejos, que los gobiernos controlan menos–. Pero como cualquier buen estudiante de sociología política sabe, la batalla en el capitalismo no es sólo por la distribución del ingreso, sino por las condiciones, instituciones, “mecanismos de hegemonía” dentro de los cuales, y a través de los cuales, esa disputa se procesa. Ser de izquierda no es mover la distribución del ingreso con una manija, también es construir y fortalecer las instituciones, actores y derechos para librar esa puja en los próximos tiempos.

Un seminario reciente sobre el giro a la izquierda en América latina organizado por Steven Levitsky y Ken Roberts (profesores de las universidades de Harvard y Cornell) reunió a algunos de los politólogos más importantes de la academia norteamericana y latinoamericana actual. Allí se discutió qué era el kirchnerismo. Se lo calificó de muchas maneras, como de “centroizquierda” a secas; como “populismo de izquierda”, como “izquierda de aparato o patronazgo” y conceptos por el estilo. Pero nadie dudó de que era parte del movimiento hacia la izquierda iniciado en la región en la década del 2000, y a ninguno de los estudiosos de política latinoamericana presentes se le ocurrió decir ni por asomo que el kirchnerismo podía llegar a ser de “derecha”.

Por supuesto, como todo gobierno progresista del mundo real, el kirchnerismo es contradictorio y se le pueden hacer críticas por izquierda. Pero esas críticas –reforma fiscal amplia, impacto diferencial de la inflación en los trabajadores sin convenio, posibilidad de gravar rentas mineras o financieras, etc.–, para ser coherentes, deben hacerse incorporando los puntos 1 a 6 y construyendo a partir de ellos, no ignorándolos. La pregunta obligada es, ¿por qué si ningún politólogo serio del exterior duda de que el kirchnerismo es parte del giro a la izquierda en la región, sí lo hacen, contra la evidencia, algunos intelectuales locales? Buena parte de las ciencias sociales en Argentina, desde Germani para acá, son por definición refractarias al peronismo. Otros intelectuales progresistas vieron en el peronismo de los ’70 la revolución en ciernes y, después de la tragedia, quizá piensen “a mí no me engañan de nuevo”. Otros creyeron que la democracia era una simple fachada burguesa y, arrepentidos de ese trágico error, hoy se aferran a una visión restrictiva y liberal de la democracia, donde nada se ponga en juego. Todas estas herencias son entendibles. Pero es tiempo de que dejemos de leer los procesos políticos actuales bajo esas sombras del pasado.

Politólogo, Universidad Torcuato Di Tella.

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