CONTRATAPA

Crumb y sus hermanos

 Por Juan Forn

Filadelfia, fines de los años ’50, tres hermanitos fans de las historietas. Vistos de afuera, parecen de lo más normales, un poco bichos, pero qué fan de historieta no es medio bicho en la adolescencia. Los hermanitos Crumb hacen su propia revista, se creen una editorial con todas las de la ley, aunque sólo hagan un ejemplar de cada número de esa revista, íntegramente a mano, y no se lo muestren a nadie. Son los raritos de la escuela, las chicas los miran con asco, los varones los escarnecen, y en su casa no es mucho mejor: el padre es un ex marine golpeador, la madre escribe notas de suicidio en tarjetas de cumpleaños que deja abandonadas en los cajones. La pesadilla americana padecida veinticuatro por venticuatro, sin francos ni vacaciones, con un único refugio: el dibujo, que los tres hermanos practican de manera febril, sexual, enferma, para decirlo mal y pronto.

El mayor es el más lírico, el más inteligente y el que más recibe el castigo. El del medio aprovecha eso para huir de la casa. Del menor sólo baste decir por ahora que se cree, para estupor de sus hermanos, “el último místico medieval”. El hermano del medio se va a Cleveland, entra a trabajar en la factoría del caretaje por excelencia: la American Greeting Cards. Allí contrae lo que años después llamará “la Maldición del Acabado Perfecto” en sus dibujos. Vive en una pocilga; cuando no está dibujando está escribiendo cartas larguísimas a Charles, su hermano mayor, y a un fan del cómic tan enfermito como ellos, a quien le habla siempre en primera del plural: “Charles y yo pensamos...”. Un día oye que en San Francisco empezó la revolución sexual y deja todo y sale para allá, literalmente enfermo de lujuria, de poder frotarse de una vez con alguna mujer. En el viaje le dan a probar su primer ácido. Llega alucinado a San Francisco y se mantiene alucinado casi un año y medio. En sus palabras, el LSD pulverizó su autoconciencia y convirtió su mente en zona liberada. Vendía sus historietas por la calle, empezó solo y cuando se quiso dar cuenta había inventado el cómic underground norteamericano. Todos querían dibujar como él, todos querían que él dibujara, que les diera más y más de eso demencial que salía de su Koh-I-Noor Rapidograph 0.0 (no hay punta más finita de lapicera; no existe escalpelo más afilado). De un día para otro era famoso: ya no tenía que vender él la revista por la calle, las mujeres lo buscaban, los dibujantes lo buscaban, los empresarios lo buscaban, hasta los Rolling Stones lo buscaban para que les hiciera la tapa de su nuevo disco. En el documental que hizo su amigo Terry Zwygoff sobre él en los ’90, Robert Crumb dice famosamente que su fama le dio tanto asco que un día se animó a mostrar aquellas cosas que, hasta entonces, después de dibujar tiraba espantado al inodoro. Se podría decir que lo políticamente correcto nace como reacción a Robert Crumb; nadie como él epitomizó todo aquello que no se debía decir ni pensar ni, menos que menos, dibujar, una vez que se disipó la polvareda de la liberación sexual y el relajo de los ’70 desembocó en la doble moral de los ’80.

Cuando Crumb se hizo famoso, sus dos hermanos dejaron de dibujar. Vieron de lejos cómo abría la compuerta y dejaba derramar en el papel eso que a ellos se los comía por dentro. Maxon, el menor, siguió a Robert a San Francisco, buscando sexo él también, pero a su manera: sobando a quinceañeras por la calle, hasta que repetidos arrestos y sucesivos “correctivos” eléctricos aplicados en el psiquiátrico estatal le bajaron a cero la pulsión sexual y lo dejaron virgen para siempre. Vivía en un cuarto de hotel miserable en la Calle Seis, sin muebles, con una tabla de clavos en donde se sentaba todos los días en posición de loto, mientras iba tragando centímetro a centímetro, hora tras hora, una cinta de tela de tres metros de largo, hasta que el fin de la cinta le salía por el ano, y vuelta a empezar. La mitad de la jornada la hacía en la calle, con un cuenco de limosna delante: necesitaba hacerlo en público no sólo por la limosna. También pintaba, sin mayor talento; se había pasado al óleo cuando Robert se hizo famoso.

Charles también había dejado de dibujar en la misma época, pero por otros motivos. El globo de texto en sus cómics fue ocupando más y más espacio, y cuando sólo quedó texto en toda la superficie de la página, pasó a deformar las letras hasta volverlas jeroglíficos completamentes ilegibles, milimétricamente realizados, cuadernos y cuadernos así. En el documental de Zwygoff, Charles lleva treinta años confinado en el mismo cuarto donde pasó su infancia en Filadelfia, Crumb ha ido a verlo en su visita anual, se oye al fondo la voz de la madre, el padre ya ha muerto, la casa es una ruina, el cuarto de Charles tiene una cama, una silla y pilas y pilas de libros y de cuadernos en el piso, Charles no tiene dientes, Crumb le pide que cuente cuando eran chicos y quería matarlo, Charles sonríe sin dientes, su cara se comprime en mil pliegues y uno puede sentir, en el dulcísimo hilo de voz con que habla, la presión sobrehumana a la que hizo frente toda su vida: “Noche a noche, insomne, rogando que llegara el amanecer, apelando a toda mi voluntad para no bajar al sótano a buscar el hacha y cortarte en pedazos, a ti y a tus dibujos”.

Charles decidió encerrarse en su cuarto cuando descubrió sus inclinaciones pedofílicas. Se lo confesó por carta a Robert antes de que su escritura se volviera indescifrable. A los nueve años, escapó de su casa, robó la colecta de la iglesia y con esa plata tentó a un vecinito de cinco años para que escapara con él. La policía los encontró un día después y los trajo de vuelta. Mientras el padre lo molía a golpes (al grito de “¡No te acerques más a niños pequeños!”), Charles comprendió de repente cuál era su mal, su maldición sexual. No lo sabía hasta que lo vio en los ojos de su padre, y lo que vio le dio tanto asco que, en cuanto pudo, se encerró en su cuarto y no quiso salir nunca más. Treinta años más tarde, a punto de cumplir los cincuenta, dice mirando a cámara en el documental de Zwygoff que fue el momento de mayor alivio de su vida cuando se confinó en ese cuarto. Maxon, sentado en su tabla de clavos en San Francisco, ha dicho un rato antes a cámara que Charles no padece nada, que lo inventó todo “para poder quedarse con mamá”. Menos de un año después (la película no se había estrenado todavía), Charles se suicidó. El documental empezó la ronda de festivales y no paró de cosechar premios y generó un viraje en el mundillo del arte: Crumb pasó de anacrónico exabrupto de los ’60 a clásico. “Me mandaron de una patada a los museos”, dice él. En el documental mostraba un maletín lleno de dibujos que iba a entregar a un coleccionista europeo a cambio de una casa de piedra de doscientos años en un pueblo de Francia, adonde había decidido irse a vivir. Ahí sigue viviendo hasta hoy, una leyenda viviente. Maxon también sigue vivo, en el mismo cuarto de hotel en San Francisco, sigue meditando, tragando y evacuando su cinta de tres metros, pero ya no usa la tabla de clavos ni pide limosna: el prestigio de su hermano le ha levantado un poco la cotización a sus cuadros.

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