CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

La pregunta

 Por Juan Sasturain

Soler no solía ni suele interesarse por las pavorosas, abismales cuestiones que plantea la física más especulativa puesta a reflexionar sobre el universo y otras necesarias pequeñeces. Era –y es– por la misma razón por la que Soler no suele tampoco asomarse a balcones altos, escotes bajos, cielos abiertos y muslos cerrados: porque le suele costar, después, salir de ahí. De la extrema sensación, más precisamente, suele decir Soler. Permanecer en la sensación le suele costar (perder/ganar) el sentido de la vida, sin ir más lejos. Una incomodidad si uno suele lavarse los dientes, cambiarse las medias, decidir cortarse o no las uñas. Esas cosas solían y suelen cada tanto perturbar saludablemente a Soler.

Tal vez por eso –buen lector como solía ser, pero no demasiado actualizado acaso en novedades bibliográficas– recién hace poco Soler descubrió un título, una afirmación o/y una pregunta muy estimulante. Era algo así: “Si el universo es/fue una respuesta. ¿Cuál es/era la pregunta?”. El libro del Nobel León Lederman y el letrado Dick Teresi puede seguir en el escaparate al que accedió hace diez años, que Soler –como suele– no lo comprará ni leerá jamás, intimidado. Y sin embargo, suele resonar la pregunta primordial cada vez que, como ayer, todo suele cuestionar su sentido último.

En general, Soler solía quedarse –como todos– en la instancia anterior o inversa: considerar el universo como una pregunta que debe ser contestada. “¿Qué se nos quiere decir y quién nos dice qué con esto?”. Así, se solía tratar de explicar o sugerir la existencia de algo que Soler convenía por conveniencia –como el resto– en llamar Dios (creador, padre, tutor, responsable o encargado) a partir de la discutida causalidad, para de ahí llegar hasta la causa de todas las causas, el motor inmóvil o el estallido marca Big-Bang.

Pero lo que solía ser eficaz dejó de serlo. Y Soler supo no sin desasosiego que era mucho más interesante/estimulante/verdadero plantear la misma cuestión en otros términos: no proponer ni buscar una respuesta sino formular, descubrir la pregunta original. Así, Soler solía postular –relajado– que como lo demuestra nuestra aptitud para/necesidad de/ fabular, existe todo aquello que podemos concebir, todo por lo que podemos preguntar y respondernos. En ese sentido, el universo tal como lo (mal) conocemos sólo sería un momento de un diálogo infinito, una respuesta a una pregunta, a un pedido que motivará otra respuesta.

Solía sostener que podemos pensar la pregunta original como la formulación de esta necesidad de callar y escuchar. La tendencia a la representación es lo que nos acerca a la razón del universo. Y así –suele decir Soler– el Universo es un relato, la respuesta al requerimiento de alguien solo y/o aburrido: “Dale, decime, contame algo”, ésa es la pregunta, el pedido para el que el Universo es la respuesta. Y no hacemos otra cosa que expandir la trama, alimentar la respuesta/el cuento interminable.

Soler, al respecto, solía especular sobre lo que llamaba las paradojas reveladoras, a partir de lo que llamaba y llama el ranking existencial de la angustia: por ejemplo, el filósofo que no cree en Dios ni en la vida después de la vida ni se plantea la trascendencia, pero sí –al menos se/él supone– lo angustia la condición desamparada del hombre, se termina preocupando por un colectivo demorado, una baldosa floja, un cordón que se corta. ¿Cómo puede ser? ¿Qué pregunta le exige esa respuesta?

Exactamente eso, se decía Soler como solía, ayer a las ocho y media de la noche, tras apagar, insospechablemente angustiado, el televisor: “Si Boca solía ser la respuesta, ¿cuál era la pregunta, la reputísima madre que los parió?”.

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Imagen: DyN
 
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