CONTRATAPA

El dilema de Lula

 Por Luis Bruschtein

Lula pide paciencia a su gente mientras recibe una andanada de golpes acorralado en un rincón de la arena. No pide que lo ayuden, pide paciencia, que aguanten. Es una imagen de parálisis política o la víspera de una gran jugada, vaya a saber. Pero lo cierto es que la campaña de desprestigio está logrando impedir su reelección. Cuando ganó Lula, festejó todo el mundo, en especial los movimientos populares, que vislumbraron un camino que había combinado la combatividad con la reflexión y la seriedad en la construcción sin sectarismos de uno de los partidos de izquierda más grandes del mundo, en el que coexistían desde maoístas y trotskistas, hasta cristianos, socialistas y nacionalistas más los movimientos sociales. Era un camino nuevo cuando los demás parecían cerrados. Esta última foto no se condice con esa esperanza, un Lula solitario y acorralado tratando de eludir los golpes.
La campaña de denuncias por corrupción demuestra también que para la izquierda los costos de aceptar las prácticas deshonestas y avivadas de los partidos tradicionales son mucho más altos. En el caso del PT, ninguna de las acusaciones aluden a enriquecimientos personales, sino a prácticas corruptas como la compra de votos y alianzas. Aún así, el costo de haber replicado métodos que son comunes en los partidos tradicionales puede llegar a significar la desaparición del PT.
Además de las denuncias contra su partido, a Lula le llueven las críticas porque es poco lo que ha hecho desde el punto de vista social. Algunas de esas críticas parten de un reclamo legítimo de las bases sociales que sustentaron su llegada a la presidencia. Otras, las más políticas, se quedan en el señalamiento sin aclarar lo que harían en su lugar.
Casi ningún sector de izquierda en Brasil, salvo algunos grupos muy minoritarios, proponen en este momento un gobierno de tipo socialista. Y si un gobierno no es socialista, está obligado a respetar reglas mínimas del capitalismo porque la mayor parte del capital y la inversión están en manos privadas. Si la economía no crece porque se espanta a esos capitales con medidas que tienden a favorecer a los sectores populares, en vez de favorecerlos se los habrá empobrecido. Y para que crezca la economía necesita garantizar que haya buenos negocios para esos capitales, con lo cual también se corre el riesgo de empobrecer a los pobres. Pero si no se hace nada para democratizar la economía y se espera a que la copa derrame, es como si gobernara la derecha.
Todos los gobiernos progresistas que surgieron en la región como reacción a la globalización neoliberal quedaron aprisionados en ese dilema. Chávez encontró una brecha cuando pudo acceder a la renta petrolera con la que capitalizó al Estado, que con ese dinero se convirtió en la herramienta principal de democratización económica al mismo tiempo que generó buenos negocios para el capital privado que se sumó a ese proyecto. Los demás gobiernos, incluyendo Brasil, con un sistema económico más grande y muchísimo más complejo, buscan brechas que les permitan crecer y al mismo tiempo democratizar, racionalizar, hacer más justa la distribución del ingreso, en situaciones bastante más desfavorables de las que permite el petróleo venezolano. Y encima, la derecha no se queda quieta.
Para la izquierda y los movimientos populares, el debate real está enmarcado en ese dilema, o sea cuál es el proyecto que permita ambas direcciones: el crecimiento y la democratización de la economía. Descontextualizar el debate sería caer en un consignismo que terminaría favoreciendo a la derecha. Los críticos más serios de Lula señalan que aún en ese contexto, podría haber hecho mucho más en vez de aceptar las recetas más ortodoxas. Desde lejos resulta difícil verlo acorralado por la derecha, sin que convoque el respaldo de sus bases, como si la movilización también fuera uno de los temas descartados por su estrategia de no asustar a los capitales.
Sin embargo, quienes lo critican por izquierda, incluso en Argentina, cometerían un error si festejaran su fracaso. En este momento el problema estratégico en la región está dado por las presiones para incorporarse al ALCA o a tratados bilaterales. La presión de Estados Unidos es muy fuerte y ha logrado cerrar acuerdos con casi todos los países, con excepción de Cuba, Venezuela, Brasil, Uruguay y Argentina entre ellos. Si se resquebrajara la resistencia de Brasil, a los argentinos nos pasaría lo mismo que a los habitantes de Nueva Orleans cuando se rompieron los diques. Es muy difícil resistir esa presión sin alianzas fuertes y con opciones comerciales como la que representa el Mercosur para desarrollar procesos de integración económica más equitativos.

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