CONTRATAPA › A 34 AÑOS DE LA MASACRE DE LOS PRISIONEROS POLITICOS

El pacto de silencio de Trelew

 Por Susana Viau

La idea de la fuga estuvo siempre viva en los seis pabellones que los presos políticos ocupaban en el penal de Rawson. Luego de descartar que un avión contratado fuera obligado a aterrizar en las adyacencias de la cárcel, como les sugerían sus compañeros desde el exterior, Mario Roberto Santucho, Enrique Gorriarán y Marcos Osatinsky, integrantes del comité encargado de la planificación y ejecución de la huida, se inclinaron por un diseño que parecía más sencillo: tras el copamiento de la cárcel, en camiones y camionetas, 110 guerrilleros se trasladarían hasta el aeropuerto. Allí abordarían aviones de línea para cruzar la cordillera. Si lo conseguían, podrían afirmar que habían protagonizado la fuga más grande de la historia argentina. Contaban con que el gobierno del socialista chileno Salvador Allende, por principios o por condicionamientos, no podría devolverlos a la dictadura. Fueron meses de trabajo intenso, sigiloso. Fabricaron uniformes, gorras, bordaron las insignias del servicio penitenciario, levantaron planos, acumularon información minuciosa de la rutina de los guardias, estudiaron horarios de aviones, frecuencias de vuelos. Habían logrado ingresar unas pocas armas cortas que servirían para reducir a los primeros efectivos; el resto del armamento lo proveerían los propios carceleros. Los militares iban a sospechar siempre que las pistolas habían sido introducidas en el penal durante las visitas por el abogado radical Mario Abel Amaya. Se tomaron un tiempo, pero no lo olvidaron: Amaya fue detenido y asesinado a golpes en la cárcel cuatro años después, en octubre de 1976.

A las 18.30 del 15 de agosto de 1972, con unos minutos de retraso, Santucho se quitó el sweater que llevaba puesto y lo agitó. Era la señal de comienzo de la operación gestada por el acuerdo del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Montoneros, desde el exterior, se había negado a avalar la acción, al menos como organización. Consideraba que no serviría sino para poner piedras en el camino de las elecciones generales que se avecinaban. Sin embargo, sus militantes detenidos en Rawson no quisieron quedar al margen del intento. Su representante en el Comité de Fuga era Fernando Vaca Narvaja e integraba el contingente destinado a salir en el primero de los vehículos junto a Santucho, Gorriarán, Domingo Mena (todos dirigentes del PRT), Marcos Osatinsky y Roberto Quieto (jefes de las FAR). Tiempo después, “el gringo” Mena le contaría a su compañero del Buró Político Luis Mattini que él llevaba también un uniforme “pero yo parecía un comisario de pueblo. Vaca Narvaja lo llevaba como un oficial”. Vaca Narvaja tenía, sin duda, el “physique du rôle” y su prestancia ayudó a disuadir al guardia que, extrañado, dudó al verlos llegar. Un rato después, cuando con Santucho corrieron por la pista del aeropuerto para detener el avión que carreteaba, fue la naturalidad con que llevaba el uniforme de mayor del ejército la que terminó de convencer a los pilotos de que debían detener la máquina. El uso del uniforme constituía una afrenta adicional para el honor militar. Al punto de que al arribar a Chile, se le solicitó al jefe montonero que, para desembarcar, se desvistiera.

Durante la fuga, los guerrilleros abrieron fuego una sola vez. Marcos Osatinsky disparó contra el guardiacárcel Juan Gregorio Valenzuela, el único que atinó a resistirse. Según estaba estipulado, una vez tomados los pasillos, los pabellones, la dirección y los puestos de guardia, buscaron los camiones. Pero los transportes no estaban allí. Sólo se había hecho presente un coche en el que estaba como chofer el militante de las FAR Carlos Goldemberg. A él ascendieron los seis máximos dirigentes. Convencidos de que la fuga masiva había fracasado, los restantes detenidos llamaron taxis y remises. Así, otros 19 prisioneros alcanzaron el aeropuerto. Era demasiado tarde. El BAC 111 de Austral ya había levantado vuelo. Entre el pasaje estaban Víctor “el gallego” Fernández Palmeiro y Alejandro Ferreyra, ambos del PRT, y Ana Wiesen, de las FAR, quienes tenían como misión ingresar en la cabina y controlar a los pilotos. Losguerrilleros que habían quedado en tierra pactaron su entrega: pidieron la presencia de un juez y de un médico que constatara su estado físico. Actuaban como voceros Rubén Pedro “el Indio” Bonet y Mariano Pujadas. Exigieron ser devueltos a Rawson y no a dependencias militares. El capitán de corbeta Luis Emilio Sosa les dio su palabra de que así se haría. Sin embargo, el ómnibus que los trasladaba tuvo una larga parada a mitad de camino y al reanudar la marcha el destino había cambiado: se dirigían a la base naval Almirante Zar. Transcurrió una semana. Los sucesos del sur tenían en vilo al gobierno del general Alejandro Agustín “el cano” Lanusse, quien por esas cosas del destino (en realidad, por su ferviente antiperonismo) había pasado un largo período prisionero en Rawson, donde, solía recordar, había trabajado en la construcción del campo de fútbol. La foto con uniforme de preso estaba, para el que quisiera mirarla, debajo del vidrio de su escritorio.

El 21 de agosto fue un día de reuniones militares en la Casa Rosada. Desde las 11 de la mañana se dio cita ahí la Junta de Comandantes: Lanusse, el brigadier Carlos Alberto Rey y el almirante Guido Natal Coda. El secretario de la junta, brigadier Ezequiel Martínez, el secretario de la presidencia Rafael Panullo y el ministro del Interior, el radical Arturo Mor Roig, iban y venían. Estuvieron hasta altas horas. Se cuenta que un corresponsal de la prensa inglesa comentó a sus colegas de Balcarce 50: “Esta noche los matan a todos”. No era una corazonada. Ciertos datos se habían filtrado. La gente común sentía que, con las horas, el ambiente se enrarecía. Algo terrible iba a ocurrir. A las 3.30 del 22, el capitán Sosa, seguido por el capitán Herrera y los tenientes Roberto Bravo y Del Real, sacó a los rehenes de sus celdas y comenzó a disparar. Murieron Mario Delfino, Rubén Bonet, Ana María Villarreal de Santucho, Eduardo Capello, Carlos Alberto del Rey, Clarisa Lea Place, José Ricardo Mena, Miguel Angel Polti, Humberto Suárez, Humberto Toschi y José Alejandro Ulla, todos del PRT; Carlos Astudillo, Alfredo Kohon, María Angélica Sabelli, de las FAR y Mariano Pujadas y Adriana Lesgart de Yofre de Montoneros. Sobrevivieron, malamente heridos, María Antonia Berger y Ricardo René Haidar, de Montoneros, y Alberto Miguel Camps, de las FAR.

El capitán Sosa fue premiado con un curso en los Estados Unidos y, al igual que el teniente Bravo, con un puestito en la embajada argentina en Washington. Se dice que más tarde, Sosa pasó por un país latinoamericano y hay quien creyó verlo por Buenos Aires durante la Guerra del Atlántico Sur. Lo único firme es que Sosa pasó a retiro el 1º de abril de 1981. Dos años antes, el 1º de abril de 1979, lo había hecho el teniente Bravo. Afirman que su paradero es el secreto mejor guardado por la marina, que tiene muchos. Podrían haber muerto. Quizás. O tal vez no, han tenido suerte y gozan de una vejez silenciosa y tranquila y algún placer que, de tanto en tanto, les permiten los haberes que deben seguir cobrando por los servicios a la patria.

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