CONTRATAPA

De Etchecolatz a Uriburu

 Por Osvaldo Bayer

Etchecolatz. La historia de la perfidia, la crueldad. Saña, perversidad, sadismo, ensañamiento. Desleal a la palabra vida. Ante todo, cobardía: el valiente ante los prisioneros, ante mujeres embarazadas, ante niños recién nacidos, ante estudiantes adolescentes. Etchecolatz, el malvado de uniforme. Un producto argentino. Sí, aunque nos duela, el asesino estuvo entre nosotros. Veintitrés años esperó la sociedad para verlo condenado. Veintitrés años sin justicia. Por fin se hizo. Por la lucha de los organismos de derechos humanos, por esas mujeres y hombres que salieron a la calle, por esos jóvenes que llevaron en sus carteles los retratos de las víctimas. No llegó, en cambio, la justicia para Camps, por las idas y vueltas acomodaticias de políticos y jueces. Tuvo la suerte de morirse antes. Pero si llegó para su ladero segundón.

Y la escena imperdible: Etchecolatz con la cruz. Un espectáculo denigrante y que lo dice todo. El sucio asesino trató de protegerse con la cruz de la Inquisición, aquella que quemaba vivos a sabios y mujeres de la dignidad, pero no la cruz de aquel Jesús del No Matar. Toda la Iglesia Católica debería salir a repudiar al verdugo que trató de escudarse en la cruz y, ahora, todos los sacerdotes, desde obispos hasta el último fraile, tendrían que repudiar esta actitud del asesino oportunista. Porque el signo de la cruz cristiana nada tiene que ver ni con la tortura ni con el crimen y menos con sus ejecutores.

Valió la pena esperar tanto. Etchecolatz, condenado. El vil ser que gozó con el dolor de las parturientas. A las Madres prisioneras no se les permitía ver el fruto de su gran generosidad de dar vida. Esas fueron las únicas batallas ganadas por estos militares, policías, gendarmes argentinos. Mientras el almirante Massera sostenía en una conferencia dada en la Universidad del Salvador (repito, sí, en la Universidad del Salvador) estas aseveraciones típicas de un negador de la vida y del saber: “Hacia fines del siglo XIX, Marx publicó tres tomos de El Capital y puso en duda con ellos la intangibilidad de la propiedad privada; a principios del siglo XX es atacada la sagrada esfera íntima del ser humano por Freud, en su libro Interpretación de los sueños, y como si esto fuera poco para problematizar el sistema de los valores positivos de la sociedad, Einstein, en 1905, daba a conocer la teoría de la relatividad, donde pone en crisis la estructura estática y muerta de la materia” (La Opinión, 26-11-1977).

Un almirante argentino contraponía la picana eléctrica y el arrojar seres humanos vivos desde aviones al mar a la búsqueda impenitente de la ciencia y la sabiduría humana. La tilinguería de la ignorancia en uniforme la llevaba a la cátedra de la universidad religiosa.

Los inventores de la “Muerte argentina”, la desaparición de personas, prefirieron el crucifijo de Etchecolatz a los productos nobles del pensamiento. La estupidez humana forrada de la oscuridad de la ignorancia y de la picana eléctrica.

¿Cómo fue posible este producto? ¿De dónde, en la Argentina, se aprendió tanta impunidad, tanta falta a los principios de Mayo, tanta ignorancia y crueldad?

Es que la historia argentina es una tragedia producto de la sumisión ante el poder. Porque uno se pregunta por qué, después de catorce dictaduras militares, nuestra democracia no pudo defenderse con una ley que hiciera imposible un nuevo levantamiento de algún mandamás. Sé que me repito, pero a oídos sordos, bueno es el grito. Porque ninguno de los dos partidos que nos han gobernado por el voto del pueblo fueron capaces de crear una estructura de autodefensa. Una ley de defensa de la democracia. No sólo dejando cesantes a todos los profesores de las academias de militares y reemplazándolos por conciencias luchadoras de los derechos y deberes constitucionales, sino también estableciendo penas inapelables a todo golpista: prisión perpetua para el nuevo golpista y para todos sus colaboradores militares y civiles. Y pagar con sus bienes los males llevados a cabo contra la República con sus alzamientos. No, esto que aquí llaman República permitió y miró para otro lado en los golpes militares. Más, representantes de los partidos políticos formaron parte de dictaduras: fueron ministros, embajadores, consejeros. Y caídas las dictaduras todos esos civiles volvieron a ser “democráticos”. El caso más patético es el de Rico quien, después del golpe contra Alfonsín, se presentó a elecciones en democracia y fue elegido como intendente, o el de Bussi, el más despiadado de los represores de Videla a quien en democracia dejamos presentarse como candidato a gobernador y fue elegido por el pueblo de Tucumán. Tucumán, el lugar donde fue erigida la República, generaciones después elegía a un asesino. Mancha que quedará para siempre en esas bellas regiones que conocieron a Belgrano, libertador por vocación.

Pero no solamente los argentinos eligen a verdugos para ser gobernados por ellos, sino que también les erigen monumentos a dictadores macabros y fuera de toda moral. Como esto que nadie podrá explicar por qué: el monumento al primer traidor de la democracia, el general José Félix Uriburu. El monumento más grande de Balcarce: está allí con cara de héroe de la casta de los siempre poderosos, en bronce. Ese monumento fue erigido en la Década Infame, que inició él mismo con la dictadura militar y luego siguió con sus herederos del “fraude patriótico”. Fraude patriótico, vocablos argentinos que ni siquiera Borges hubiera podido definir y exponer. Han pasado setenta años desde que Uriburu, el fusilador de obreros, desafía los vientos del sur y los soles pampeanos. Un héroe fabricado por el poder de los dueños de la tierra y el dinero. Hace setenta años el dictador está en el bronce argentino. Ningún gobierno elegido por el pueblo, ni radical ni peronista, fue capaz de bajarlo del pedestal y decir: no, a los enemigos de la democracia les toca el destino de los traidores. Claro, este monumento a Uriburu en Balcarce será siempre acicate para generales, coroneles o almirantes aburridos que pensarán “vamos a tirarnos el lance, total la historia me premiará con un monumento o con un cargo de gobernador, como a Bussi”.

Ciudadanos de Balcarce han entregado ya hace tiempo un proyecto de ordenanza para que se quite de una vez al enemigo de la democracia y la sociedad de ese pedestal. En los considerandos enumeran todos los crímenes y faltas a la Constitución del general golpista. El intendente se ha hecho el desentendido hasta ahora, él es duhaldista. En el Concejo hay 12 peronistas, de los cuales seis son duhaldistas y cuatro, radicales. Todos han guardado silencio. Los dos diarios de Balcarce, El Diario y El Liberal, apoyan la permanencia del dictador publicando cartas de lectores a favor de Uriburu. Los argumentos son los de siempre. Por ejemplo, Sergio Maciel, un comerciante, señala: “A mí, y creo que a mucha gente, no me interesa el debate del cambio de nombre de la avenida Uriburu. ¿A quién le interesa la historia de este personaje?, y si le pusieron Uriburu, ya está”. Qué argumento profundo que lo llena de racionalismo cuando finaliza: “Déjense de joder con los cambios al vicio. Señores concejales y políticos: hagan cambios para hoy, para el presente y para bien. Para eso los ciudadanos los elegimos. A quién le importa quién fue Uriburu”. Un núcleo de firmas acompaña le mención de las obras que se hicieron en el tiempo de Uriburu: el terraplén, el camino al cementerio, y se “construye” el asfalto. En una palabra: “Trajo el progreso”. Pero le dio un golpe casi mortal a la República.

El pueblo español tuvo la valentía de sacar los monumentos a Franco, el fusilador de poetas; a nosotros, los argentinos, nos falta el coraje para derribar al fusilador de obreros. El no querer saber trae consigo la falta de práctica de la democracia. Nunca nuestro pueblo salió a defender contra los golpes militares a los gobiernos que eligió. Antes escuchaba por radio la llegada de los militares a la Casa Rosada, últimamente ya lo ve por televisión. Esto debe cambiar para siempre. Si no, alguna vez nos vamos a encontrar con un monumento a Etchecolatz en La Plata.

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