CONTRATAPA

Delincuencia, castigo y ética

 Por Osvaldo Bayer
desde Bonn, Alemania Federal

Aquí, en Alemania, prosiguió durante las fiestas la discusión sobre si hay democracia cuando se pagan millones de euros anuales a los ejecutivos de grandes empresas y al mismo tiempo hay casi cuatro millones de desocupados. ¿Es democracia ejercer el poder del dinero para crear el “más poder” que significa la propiedad? No, democracia debe ser siempre lo equitativo. A cada uno lo suyo para vivir en la dignidad. Eso tendría que ser lo racional. Y no favorecer la riqueza de algunos y la pobreza de otros. Cuando no se guarda la dignidad no se es democrático.

Por ejemplo: ¿se puede llamar democracia a un país que tiene desocupados? No, evidentemente, no. Es un concepto que tiene que hacerse consciente en toda mente humana. Aquí en Alemania –y nombro a este país porque es señalado como el mejor país organizado económicamente dentro del sistema capitalista– justo ayer los medios comunicaron exultantes que en el último mes se ha reducido el número de desocupados en 28.000, y ahora el total de gente sin trabajo es de “solamente” 3.406.000. Tres millones y medio. Lo que no dicen las frías estadísticas es la situación de desigualdad entre los que no tienen trabajo frente a los que sí lo tienen. Porque debemos, insistimos, adoptar el concepto de que en una democracia todos tienen que tener trabajo, todos deben tener las mismas posibilidades de vivir dignamente. ¿Cómo se hace? Pues repartiendo. Creando trabajo. Porque si no el resultado es la violencia, la sociedad violenta.

Que es el tema de actualidad en Alemania. De debatir como principal tema la irracionalidad de los altísimos sueldos de los ejecutivos de las empresas privadas, los sucesos de actualidad han llevado la discusión a la cuestión de la violencia en las calles. Todo nació con un hecho muy cruel ocurrido en el subterráneo de Munich. Dos jóvenes extranjeros –un turco y un griego, de 20 y 16 años de edad– se pusieron a fumar en un vagón de pasajeros. Un anciano –de 76 años– les advirtió de buenas maneras que en el subte estaba prohibido fumar y que, por favor, apagaran sus cigarrillos. Los dos jóvenes extranjeros le gritaron al anciano pasajero: “Callate, alemán de mierda”. Y lo escupieron. Poco después, el anciano alemán se bajó del subte y fue perseguido por los dos jóvenes extranjeros. Uno, de atrás, le pegó un feroz puñetazo en la cabeza. El hombre cayó y allí fue pateado con toda violencia en la cabeza y en la espalda. Todo esto fue filmado por las cámaras de vigilancia que hay en cada estación de subte. El pasajero golpeado resultó ser un maestro, director de escuela jubilado, quien fue internado de inmediato en estado grave con fractura de cráneo. Tres días después del hecho fueron detenidos los jóvenes autores de la agresión. Las cintas filmadas fueron pasadas en todos los noticieros de televisión. Se originó una gran indignación de la opinión pública dirigida en especial contra los extranjeros, por supuesto. Justo fue el momento cuando cada partido político demostró lo que tiene que ser para ellos la educación y cómo hay que terminar con la violencia juvenil. Por supuesto, para la derecha, con más castigo. Es decir aumentando las penas de prisión y, a los extranjeros, luego de cumplida la prisión, expulsarlos del país.

Pero la realidad volvió a repetir sus fantasías. Dos días después del hecho, en un subte de Berlín, dos muchachos alemanes golpearon a un africano, a quien, por supuesto, calificaron de “negro de mierda”. Aquí era al revés. No sólo los agresores son jóvenes extranjeros sino que también pueden serlo, y lo son, jóvenes del propio país. Quedaba demostrado que la verdadera culpable es la sociedad misma, con sus pobres y ricos, con sus niños educados en escuelas de barrio “bien” y los otros, en barrios pobres, de gente desocupada, marginada, del alcohol y de la droga. Ni siquiera las religiones han logrado aminorar la violencia de la sociedad, debe ser por sus principios de autoritarismo. (Justamente, se ha comprobado en Alemania, por ejemplo, que el 26 por ciento de padres turcos mahometanos castigan a sus hijos. En las familias alemanas esa proporción cae al 6 por ciento, pero en los estados católicos, al sur alemán, es más asiduo que en los luteranos.) Y gran parte de la delincuencia juvenil –lo demuestran los estudios realizados– viene de los hogares donde se ejerce la paliza como medio de enseñar conductas. Por supuesto, la delincuencia en su mayoría es ejercida por jóvenes sin trabajo y que han abandonado los estudios y aprendizajes.

Y todo eso no se arregla aumentando las penas por los delitos. Lo demuestran las estadísticas. Un alto porcentaje de los delitos son cometidos por ex presos, es decir, por personas con antecedentes delictivos. Lo que quiere decir que con la prisión no se aprende nada. Pero sí cuando en la prisión, y especialmente a los jóvenes, se les enseña un oficio, es decir, a llegar a la seguridad de sentirse útiles dentro de la sociedad. Y salen de la cárcel con un trabajo asegurado.

Del total de actos delictivos en Alemania, el 43 por ciento fue llevado a cabo por jóvenes menores de 21 años de edad, y la mitad de los mismos fue cometido por jóvenes extranjeros.

Y aquí hay que preguntarse por qué y no hacer racismos baratos. La derecha, representada por el Partido Demócrata Cristiano, ha iniciado la campaña de terminar con la “pedagogía del mimo” para con los jóvenes delincuentes e instalar campamentos de castigo para ellos. Pero aclaran que con ello no tratan de imitar a Estados Unidos, que posee los bootscamps donde los jóvenes son tratados como si estuvieran haciendo el más despiadado servicio militar, sino someterlos a severas reglas y un horario de tareas a cumplir indefectiblemente. Trabajo, trabajo y trabajo. Por supuesto, trabajos que lleven al agotamiento físico para que no comiencen a tramar planes contra el orden previsto. Esa democracia cristiana ha conseguido ya que Alemania pueda expulsar a extranjeros jóvenes desde los catorce años de edad. Eso es como tirar la violencia para otro lado y darle la espalda. Así no se solucionan los problemas de un mundo cada vez más estrecho y cercano.

Ojalá que las agresiones en los dos subterráneos alemanes, el del maestro golpeado y el del africano agredido, den principio al diálogo para encontrar cuál es el método de la razón que lleve a terminar con la violencia individual.

Los argentinos tenemos una historia del horror en nuestros institutos penales. Las masacres, los incidentes entre internos, la pobreza inmensa de medios para lograr una convivencia que nos aleje de la violencia, enfermedad siniestra que si no se la trata terminará con toda forma de convivencia.

Y para eso, el primer ladrillo de una verdadera democracia debe ser el diálogo, la palabra. Termino ahora con algo que me llena de tristeza pero no de conformismo. Los argentinos no somos capaces ni siquiera de debatir nuestra historia y preguntarnos qué nos ha pasado en esa bella y más que generosa tierra argentina. Me acaban de comunicar que el presidente de la municipalidad entrerriana de Gualeguaychú, Juan José Badillo, acaba de vetar la resolución de cambiar el nombre a la calle General Roca por el de Pueblos originarios. Es decir, cambiar el recuerdo del genocida por el de sus víctimas. El pretexto de Badillo ha sido que “la implementación del cambio de nombres de calles acarrea innumerables inconvenientes a los vecinos (...), ya que se hace necesario que ellos deban realizar cambios de domicilio”. Qué profundidad filosófica la del señor Badillo (con el mismo argumento, hoy todas las calles céntricas de Alemania seguirían llamándose Adolf Hitler), cuando lo valioso, lo valiente, hubiera sido llamar al debate público y que triunfe la razón sobre el interés. La misma resolución tomó la mayoría de la comisión de cultura de la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires por el voto del macrismo y del ARI. La pregunta es: si tenemos miedo de debatir esa temática histórica que hace a la Etica de una verdadera República, ¿cómo vamos a resolver los profundos problemas de nuestra sociedad?

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