DIALOGOS › LA INVESTIGADORA KARINA FELITTI ANALIZA LOS ASPECTOS IDEOLóGICOS Y SOCIALES EN TORNO DE LA PASTILLA ANTICONCEPTIVA

Historia geopolítica de la píldora

La píldora anticonceptiva, que por estos días cumple 50 años, no siempre ocupó el mismo lugar en el imaginario social. Alguna vez fue entendida como control de Estados Unidos sobre la población del Tercer Mundo. Y recién después fue revolución sexual. La historiadora Karina Felitti explica aquí qué ocurrió en la Argentina con ese debate. Cómo lo vivieron las mujeres, cómo lo enfrentaron los distintos poderes.

 Por Mariana Carbajal

–¿Cómo se empieza a conocer la píldora anticonceptiva en la Argentina?

–Las primeras evidencias que hay de trabajo con anticonceptivos orales corresponden a un centro de planificación familiar en la isla Maciel, que se armó dentro de un programa de extensión universitaria de la UBA. Eso fue en 1961. Por aquella época, en revistas médicas empiezan a debatir sus pros y sus contras. Es decir, casi desde que se empieza a vender en los Estados Unidos, aquí la comercializan algunos laboratorios como Eli Lilly y también lo hizo Park Davis. Entre fines de 1960 y principios de 1961, la empresa alemana Schering aprovechó su prestigio en el mercado local y el avance de su trabajo en Europa y comenzó a producirla localmente. Su producto, conocido como Anovlar, pronto llegó a ocupar la primera posición en las ventas.

–Qué curioso que haya sido en la Isla Maciel. ¿Por qué en ese lugar?

–Para algunos tiene que ver con el trabajo con las prostitutas. Una trabajadora social que entrevisté encaraba su trabajo por ese lado. El médico que llevó adelante ese programa de planificación familiar fue Roberto Nicholson, ex titular de ginecología en la Facultad de Medicina de la UBA y del Salvador y católico militante. El lo pensaba como una manera de prevenir el aborto, igual que John Rock, uno de los médicos norteamericanos que desarrollaron la píldora. Para ellos, el uso de anticonceptivos era el mal menor, ante el aborto. Frente a la oposición de la Iglesia Católica, que estaba en contra porque sostenía que la anticoncepción hormonal alteraba el funcionamiento natural del cuerpo, ellos la defendían porque sostenían que en realidad la píldora reproducía el estado de la mujer durante el embarazo, y que, por lo tanto, no era tan antinatural y no la veían como tan problemática. La médica que empieza con ese programa, Mabel Münich, convoca a Nicholson –que estaba promoviendo los anticonceptivos orales en el ámbito académico y en su consultorio–, al ver que había muchas mujeres en la isla Maciel que recurrían el aborto o tenían muchos hijos que no querían tener. Ese programa dura poco porque Schering, que mandaba los anticonceptivos, en un momento quiere probar unas píldoras con menos dosis hormonal. Muchas personas que trabajaban ahí pensaron que las usaban como conejitos de Indias, dijeron que no, y el programa se terminó.

–Por entonces en la agenda internacional estaba el problema de la explosión demográfica. ¿Cómo se pensaba el uso de los anticonceptivos orales en ese contexto?

–La asistente social me contó que ella al principio se resistía a trabajar con las píldoras porque no quería ser una herramienta del imperialismo. No quería ser funcional al neomaltusianismo. Pero también me contó que al escuchar a una mujer que ya tenía seis hijos y no quería tener más se dio cuenta de que no darle información en anticoncepción también era una manera de intervenir sobre su cuerpo.

–¿Cómo abordaban el tema los medios?

–En revistas femeninas u otras como Primera Plana hay notas sobre el tema ya en 1961 y 1962. Varía la mirada de acuerdo con la línea editorial. Se podía encarar como una cuestión femenina o política. En ese cruce están los medios: la píldora como herramienta de Estados Unidos para controlar la población del Tercer Mundo...

–¿Así planteaban el tema? ¿Y la revolución sexual?

–No se puede desligar del contexto político. No se trataba de presentar a la píldora como la revolución sexual. Ni aquí ni en Estados Unidos. Una cosa fue la revolución sexual y otra la anticonceptiva, que es la píldora y también los dispositivos intrauterinos de nueva generación, más efectivos, menos peligrosos, que empiezan a desarrollarse en los ’50. Ahora se cumplen 50 años desde que la Food and Drug Administration (FDA) de los Estados Unidos la aprueba como método anticonceptivo, y permite que la cajita diga anticonceptivo. Pero antes de 1960 se vendía para regular el ciclo o para trastornos hormonales. Desde 1957 está Enovid en el mercado. En los Estados Unidos muchos médicos no la recetaban si la mujer no estaba casada. Incluso, había un comercio de anillos: alguien que te prestaba un anillo de casada para ir al médico para que te la recete o se corría la voz de qué tal médico la recetaba aun cuando no estabas casada.

–Hay varios mitos en torno de la píldora...

–Sí. En realidad, la revolución sexual se puede ubicar en los años ‘50, con las parejas teniendo sexo en los asientos traseros de los autos, cuando todavía no estaba la píldora. Al principio, las pastillas eran más consumidas por mujeres casadas que ya tenían hijos y no querían seguir teniendo más que por solteras que querían tener una aventura. Eso se ve claramente en las encuestas que salen en revistas médicas sobre el uso de métodos anticonceptivos que se hacen en hospitales. En la Argentina también la usaron más las casadas con hijos que jóvenes que querían iniciar una vida sexual libre. La desesperación de acceder a métodos anticonceptivos la tenían las mujeres casadas.

–¿Qué decían las feministas?

–En los Estados Unidos no todas estuvieron de acuerdo con su uso porque entendían que era un arma para controlar el cuerpo de las mujeres. Demandaban un mismo anticonceptivo para los varones, cuestionaban que las mujeres tuvieran que medicalizarse aunque no estaban enfermas. El feminismo afro y del Tercer Mundo cuestionaba que los testeos se hubieran hecho entre poblaciones pobres de Puerto Rico y de Harlem. La primera clínica de planificación familiar se abre en Harlem. La funda la enfermera estadounidense Margaret Sanger, una pionera. Ella fue la que puso en contacto a Gregory Pincus, un endocrinólogo de Massachusetts, con la mujer que financia la investigación para un anticonceptivo oral para las mujeres. En realidad, no hay un solo padre de la píldora. Hay investigaciones en paralelo. Fueron muy importantes también los estudios del biólogo austríaco Carl Djerassi, que visitó Buenos Aires hace poco, y que junto con otros dos investigadores sintetizaron en un pequeño laboratorio de México el principio activo base para el primer anticonceptivo oral y así se logró abaratar los costos. Otro investigador, John Rock, estaba trabajando con mujeres estériles, es decir, trataba de que se embarazaran. Pincus sí buscaba un anticonceptivo.

–¿Cómo se difunde su uso en la Argentina?

–En 1966 se funda la Asociación Argentina de Protección Familiar, financiada por la International Planned Parenthood Federation (IPPF), que en ese momento empieza a apoyar la creación de filiales en América latina. Para la misma época se abren en Brasil, Uruguay, México, entre otros países. La AAPF lo que hace es reunir médicos de distintos lugares, Córdoba, Santa Fe, Buenos Aires, que trabajaban en planificación familiar en hospitales públicos. Es interesante destacar que aquí se llamó de “Protección Familiar”. La elección del nombre también está marcando el límite de no pensar la anticoncepción como sinónimo de liberación sexual. La anticoncepción se piensa y se inserta en el marco de la familia. Por eso el gran cambio viene en los ‘80, cuando se empieza a hablar de derechos sexuales y reproductivos. En los ‘60 se pensaba que el hijo no deseado iba a ser un hijo infeliz. No está puesto el acento en la mujer, sino en la familia: como los hijos van a ser buscados, van a ser más felices. De hecho, el logo de la AAPF es un nene, una nena y un bebé: tres hijos tenían quienes planificaban su familia.

–¿La Iglesia Católica se opuso al uso de la píldora desde un principio?

–En 1956 la Iglesia Católica aprueba que las mujeres que tienen que regular el ciclo menstrual, pudieran tomar esas hormonas, que eran anticonceptivas pero que no se vendían en ese entonces como tales. El Papa autoriza a usarlas con ese fin. El tema es que ya se sabía que tenía otros efectos: las que las tomaban se beneficiaban con ese efecto anticonceptivo que iba más allá de la abstinencia. En el contexto de renovación que impone el Concilio Vaticano II, el Vaticano convoca a una comisión conformada por teólogos, sacerdotes, laicos, que estudian durante cuatro años el tema. La mayoría de sus integrantes aprueba que se pueda usar pero el papa Pablo VI cuando redacta en 1968 la Encíclica Humanae Vitae, sobre la temática, asume la posición de la minoría más conservadora que se había opuesto.

–Y en el país, ¿qué decía la Iglesia Católica?

–Desde principios de los ’60 hay dos sacerdotes que contestaban el correo de lectoras de la revista Para Ti. En un momento hay también una psicóloga, pero la revista dice que las lectoras prefieren hablar de sus temas con un cura, entonces la sacan. Es muy gracioso porque las lectoras escriben diciendo: “Mi novio me pide una prueba de amor...”. Ya podemos imaginar qué dicen los sacerdotes. Hay varias cartas en las que consultan si deben tomar la píldora. Por un lado, pueden preguntar más en términos de salud, ya que hay muchos debates y mitos en torno de los anticonceptivos orales. Y también lo preguntan en términos morales: “¿Estoy cometiendo pecado si las tomo?”. En una carta que es anterior a la encíclica del ‘68, lo que contesta uno de los curas a una mujer que ya tiene cuatro hijos y cinco años de matrimonio, que dice que tiene problemas de salud y que su psiquis no podría tolerar otro embarazo, es que sea el niño Dios el que venga –era cerca de la Navidad– y no más niños, y que entonces, que sí, que tome la píldora. Muchas veces se olvida, además, que dentro de la Iglesia Católica se permite la libertad de conciencia. Es interesante rescatarlo en el marco de debates más actuales. La píldora es lo más inocuo que la Iglesia Católica podía aceptar. Después de Humanae Vitae, hay muchos sacerdotes y teólogos que siguen apoyando la anticoncepción con ese argumento, pero ya en silencio. Una de las revistas católicas de izquierda, Cristianismo y revolución, cuando trata el tema llama a no desobedecer al Papa para mantener la unión y al mismo tiempo señala a la píldora como un instrumento para venir a controlarnos. Muchos sacerdotes tercermundistas, desde ese imaginario más comprometido social y políticamente, van a apoyar la posición de Pablo VI: pensaban a la familia numerosa latinoamericana como un valor para la revolución. En ese marco, tratar de controlar la natalidad era contraproducente.

–¿Qué decían desde la derecha?

–El argumento era geopolítico: si el mundo se estaba multiplicando, y Brasil particularmente aumentaba su población, mejor que estemos preparados, que seamos muchos, porque nos pueden invadir. La idea que flota es el peligro de ser un país vacío en un mundo superpoblado. Hay editoriales en Clarín y La Nación que señalan el problema de ser pocos. Argentina, hay que recordar, hizo una transición demográfica temprana, rápidamente controló la cantidad de hijos.

–Después llega ya durante el último gobierno de Perón la restricción de los anticonceptivos...

–Sí, en 1974. En realidad, se prohíbe la venta libre de anticonceptivos con el decreto presidencial, que no es de Isabelita –como muchos sostienen–, sino de Perón y López Rega, que era el ministro de Bienestar Social. El decreto Nº 659 fue firmado el 28 de febrero. Disponía el control de la comercialización y la venta de productos anticonceptivos por medio de la presentación de una receta por triplicado y la prohibición de desarrollar actividades relacionadas directa o indirectamente con el control de la natalidad. El decreto recomendaba realizar un estudio sobre este tema y desarrollar una campaña de educación sanitaria que destacara, a nivel popular, los riesgos de someterse a métodos y prácticas anticonceptivas. Según constaba en sus considerandos, la caída demográfica era “una amenaza que compromete seriamente aspectos fundamentales del destino de la República”, resultado del accionar de “intereses no argentinos”, que desalentaban la consolidación y expansión de las familias, “promoviendo el control de la natalidad, desnaturalizando la fundamental función maternal de la mujer y distrayendo en fin a nuestros jóvenes de su natural deber como protagonista del futuro de la patria”. No encontré registros que indiquen que la campaña sanitaria se hubiera llevado a cabo. Tampoco me resulta posible asegurar que la receta por triplicado, una para la farmacia, otra para la paciente y la tercera para la Secretaría de Salud Pública, que consignara nombre, apellido y diagnóstico, fuera requerida sistemáticamente. Los testimonios de varios médicos que trabajaron en los servicios de salud pública durante este período, más bien, sostienen lo contrario. Mientras algunos consultorios de planificación familiar que habían funcionado en hospitales públicos y centros privados dejaron de atender, otros lograron continuar haciéndolo. Más allá de que existieron formas de eludir la normativa y de que tampoco hubo una acción estatal consistente para hacerla cumplir, las restricciones afectaron en mayor medida a los sectores de menores recursos, quienes pasaron a depender de la buena voluntad de los jefes de los hospitales para acceder a esas prestaciones. Nicholson, que estaba en el Hospital de Clínicas, me dijo que él siguió trabajando en planificación familiar aun durante la última dictadura militar. El decía: “Tenían otras cosas de qué ocuparse”. Si bien el gobierno de facto confirmó el decreto del ‘74.

–¿Qué posición tenían las agrupaciones de izquierda?

–Querían tener hijos porque los hijos los iban a reemplazar a ellos y en nombre de ellos hacían la revolución. Tenían la imagen de la mujer de Vietnam con un fusil y un niño en cada mano. Por eso, hay tantas mujeres desaparecidas embarazadas. No hacían control de la natalidad a propósito: por un lado, por una apuesta a la vida en un contexto de represión pero también porque entendían que hacerles el juego a las políticas de control demográfico era también renunciar a la posibilidad de tener más gente para sumarse a la lucha, con todos los costos que ello significaba. Las feministas que salieron a repartir folletos en contra del decreto Nº 659, fueron acusadas por grupos de izquierda de estar a favor de McNamara. Y tuvieron que hacer un volante que decía “ni a favor de Estados Unidos ni de McNamara”, para defender un derecho de las mujeres, aunque en realidad no se entiende como tal todavía.

–¿Dejó marcas ese decreto?

–Dejó un miedo instalado de que se estaba haciendo algo incorrecto, poniendo en riesgo al propio país. Ya en 2004, en la revista de la Sociedad de Ginecología y Obstetricia de Buenos Aires (Sogiba) se publican datos del Censo 2001 para decir: “Miren qué pocos somos”. Nicholson, que se entera de que en Sogiba estaban en contra de la Ley Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable, sancionada en 2002, va a una sesión académica de la entidad. Les dice que él había ido a esa misma sociedad en 1964 a presentar su primer trabajo sobre la píldora y cuarenta años después tenía que volver nuevamente a defenderla. El que le contesta es el vicepresidente de aquel momento, Jorge Firpo, y cita, entre otros argumentos, la encíclica Humanae Vitae. En 2006, cuando se debatió la legalización de la anticoncepción quirúrgica, en la discusión parlamentaria se habló de (Robert) McNamara, que era el presidente del Banco Mundial y uno de los que fomentaban en la década del ‘60 desde Estados Unidos el control demográfico, también se mencionó a (Henry) Kissinger.

–¿Por qué eligió este tema para su tesis doctoral?

–Me interesaba ver qué argumentos de pasado seguían vigentes en el presente y estaban tan solidificados y parecían irrebatibles.

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Imagen: Guadalupe Lombardo
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