DIALOGOS › A 30 AÑOS DE SU MUERTE, UNA DE LAS ULTIMAS ENTREVISTAS A RINGO BONAVENA

“Dios me hizo boxeador”

El 22 de mayo de 1976 murió asesinado en Estados Unidos el boxeador Oscar “Ringo” Bonavena. Fue uno de los personajes más pintorescos generados por este país, un pibe de barrio que llegó al estrellato mundial. En este reportaje publicado en Uruguay en los momentos finales de carrera, las pinceladas esenciales de Ringo: el Once, su vieja, las siete milanesas y el perro boxer.

 Por María Esther Gilio

“Yo le gano a ése. A ése y a cien como él”, dijo Ringo; y miró hacia la cámara con expresión desafiante. Pero enseguida sonrió y guiñó un ojo. “Ringo ahora saluda”, explicó el locutor, como si los televidentes fueran ciegos. “¿A quién está dedicado ese saludo, Ringo?” “A los pibes de mi barrio. A los pibes de Boedo que me están mirando”, dijo; y volvió a sonreír sin saber muy bien hacia qué cámara dirigir la mirada.

Dos días después se entrenaba en el Luna Park. Un portero guardaba fervorosamente la entrada del gimnasio. Cualquiera podía creer que detrás de esa puerta se encontraba el jardín de las Hespérides. Tan celoso era su cuidado, tan ansiosas las miradas de los que quedaban fuera. Cuando Ringo, después de dos horas, apareció distribuyendo sonrisas de héroe cansado, una ola de excitación recorrió a los chiquilines que también desde hacía dos horas husmeaban la entrada y conjeturaban sobre entrenamientos, campeonatos, zurdazos y dólares. Ringo se dejó palmear por uno, simuló tirar un puñetazo a otro y girando rápidamente me emplazó con su índice. “¿Usted es la uruguaya? ¿Así que quiere hacerme un reportaje en casa de mi vieja? ¿Sabe una cosa? Eso fue lo que más me gustó. Eso... que quiera conocer a la vieja. Venga, tengo la cachila afuera.”

La cachila, un Mercedes sport blanco tapizado en cuero negro, sin desmedro, podía integrar las ensoñaciones del emir de Kuwait. Ringo se acercó y le palmeó el capot con aire tierno. “Seis millones”, dijo. “¿De dólares?” pregunté distraída. “¡Ah, no! Pero usted está loca...” y acercándose con mirada interrogante: “Digame, ¿es buena periodista usted?”.

–¿Por qué? ¿Solamente se entrega a los buenos? –pregunté.

–No... pero como además es mujer... Suba.

–Quédese tranquilo... mis amigas dicen que soy buena.

–Mis amigos también, pero yo tengo...

–Sí, muchas copas y medallas para demostrarlo.

–Eso es. Y empresarios que me pagan cualquier plata.

–Un millón.

–¿Un millón? Por un millón no levanto este dedo. Quizá veinte millones por una pelea. Hace poco gané en una noche veintiséis millones –dijo. Y se quedó mirando la cara que yo ponía. Para no decepcionarlo abrí la boca extasiada.

–¡Ah!...

–¿Vio? –dijo, y pegó un frenazo que me tiró contra el parabrisas.

–Ringo... no se olvide que aquí adentro hay un campeón.

Sonrió.

–Yo manejo rápido. ¿Tiene miedo? Este auto da más de doscientos. ¿Por qué no empieza con las preguntas?

–¿Qué cree que estuve haciendo hasta ahora?

Volvió a mirarme con expresión desconfiada.

–¿Será buena periodista usted?

–Soy mala... pero muy honesta.

Soltó una carcajada.

–Ahí me hace acordar a la vieja que siempre quería hacerme entrar con alguna muchacha fea pero muy trabajadora.

Estábamos rodeando Plaza de Mayo. Ringo había aminorado la marcha del auto y miraba atentamente hacia un grupo de chicos y palomas.

–¿También usted venía aquí de niño, a dar de comer a las palomas?

–De pibe venía, sí... y ahora también vendría... uno siempre tiene algo de pibe. Yo veo a los chiquilines pateando una pelota o remontando un barrilete, y se me van las manos. Uno siempre tiene dentro algo de cuando era chico... y eso es lo mejor. Mire esos pibes con las palomas. ¿Usted se cree que a mí no me gustaría estar allí con todas las palomas alrededor?Que alguna se me viniera arriba... bien confiada... y cuando menos se lo espera ¡chácate!, dejarla dormida de un manotazo.

–¿Qué?

–Mire, yo tengo un 28, un 22 y un Winchester, pero me gusta la honda. ¡Qué me vienen a mí con la caza mayor! No hay como la honda.

–¿Era muy peleador de chico?

–Me peleo ahora, ¿no me iba a pelear cuando era pibe? Vea ese idiota; ése, allí adelante, que no me deja pasar... (Gritando.) ¡Cara de mandarina! (Riendo.) Le digo eso porque estoy con usted, si no...

–¿Nunca llega a las manos?

–¿Usted está mal? Está prohibido, un boxeador no puede. Pero de chico me saqué las ganas. Peleaba en todas partes, en las canchas, en la escuela.

–¿Cómo le surgió la idea de hacerse boxeador?

–(Se tapa la cara.) Yo cuando era chico tenía la misma cara que ahora. Todos me decían: ¿Vos sos boxeador, pibe? y la vieja siempre me disfrazaba de boxeador. Dios me hizo boxeador. Bueno... yo digo Dios como puedo decir mi mamá.

–Dios y su madre... más o menos lo mismo.

–A Dios no lo conozco, a mi vieja sí. Es lo más grande que hay. (Y quedó por algunos minutos totalmente ausente.)

–Se quedó muy abstraído, Ringo, ¿en qué estaba pensando?

–Estoy pensando que si mi hija nace el mismo día que yo es un fenómeno.

–Aunque no nazca el mismo día, igual es un fenómeno.

–¿Vio? ¿Lo va a decir?

–Seguro.

Habíamos dejado el centro y atravesábamos el Once. El grito de “chau Ringo” se hizo entonces tan frecuente que casi no hablábamos.

–Por aquí lo conoce todo el mundo.

–Estoy entrando en mis barrios, aquí soy un ídolo.

–Las mujeres lo deben volver loco.

–Nooo... además, yo a las mujeres... poca bolilla. (Se llevó el pelo hacia atrás con los dedos entreabiertos.) Mire para enfrente. ¿Ve esa casa? Me la acabo de comprar. Ahora le estoy haciendo pileta. Es barrio berreta pero estoy cerca de la casa de la vieja, me río del mundo.

Dos cuadras más adelante detuvo el auto, señaló hacia la derecha y dijo: “Aquí vive la vieja”. Tenía el aire de estar diciendo: “Aunque parezca mentira todavía existen los milagros, mi madre vive allí, en esa casa que parece igual a todas”. Bajamos y, sin golpear, entramos. Dos señoras y un boxer nos salieron al encuentro dando grandes muestras de contento. “¡Tití! –decía una de las señoras– ¡sólo tengo milanesas!” Me como siete –dijo Ringo, sin ánimo de broma. Pasamos a la cocina. Todo se agitaba alrededor del campeón. Eran las tres de la tarde pero la cocina volvió a encenderse y la heladera a abrirse y cerrarse. Aparecieron las milanesas, pero también ensaladas, quesos, choclos, papas, buñuelos, sopa, vino (por supuesto con soda), y ante mí, que había aceptado un café, un tazón colosal rebosando café negro. Ringo comía, toreaba alternadamente a la madre y al perro, y respondía a mis preguntas.

–Cuénteme su primera pelea.

–¿Te acordás vieja? Yo era un pibe, tenía diecisiete años. (Quedó en suspenso, con el tenedor a medio camino hacia la boca, creo que enternecido por su propia imagen de nueve años atrás.) Un pibe con unas ganas locas de pelear. Tiré piñas por todos lados... No veía, le pegué hasta al referí. A mi manager no le pegué porque me agarró la mano a tiempo –dijo y volvió a concentrarse en la comida.

–No se olvide, diga que mi perro es un boxer.

–Bueno.

–Mírele la cara. Tiene cara de boxeador como yo.

–Tiene. ¿Cuál fue su mejor enemigo?

Ringo levantó la cara y volvió a mirarme con las cejas juntas. Creo que por tercera vez quería preguntarme: “¿Será buena periodista, usted?” Le sonreí. Desfrunció las cejas, y balanceando la cabeza en un gesto de “hay que tener paciencia, es mujer”, se dispuso a contestarme.

–Un peleador no piensa en eso. El termina la pelea y chau, mejor dicho, al otro día va a cobrar y chau.

–Es decir, que una pelea nunca da origen a una especial relación entre los que intervienen, ya sea de amistad o enemistad.

–¿Quiere decir si alguna vez me hice amigo del que peleó conmigo?

–Sí.

–De José Georgetti. Era un gordo fenómeno. Andaba en la mala, no acertaba una. Peleamos y a mí me descalificaron, decían: “Le ganó a Ringo”. Con eso repuntó bien, le volvieron a dar buenas peleas. En la casa colgó un retrato mío. Cuando yo peleo viene a verme y me dice: “A ése tenés que darle con la zurda” o “no le des mucho al principio, cansalo”... y todo por esa pelea.

–Mientras pelea, ¿oye lo que el público le grita?

–Cuando recién empecé oía como quien oye llover. Tenía menos responsabilidad, me quedaba tranquilo. Ahora es distinto.

–¿Y qué le gritan?

–¡Vieja! Vení, oí, mirá si le voy a decir lo que me gritan.

La madre se acercó y dijo: “A veces se acuerdan de mí”.

–Eso sí que me da rabia. Pero lo que más me gritan es: “Dale, maricón, anda a dormir a tu casa...”

–¿Cuáles son las condiciones más importantes para un boxeador?

–Que sea guapo y que sepa crear arriba del ring.

–¿Qué quiere decir eso?

–Sí, no debe esperar lo que le diga el manager. El manager le dice: “Pegale al hígado, al estómago”. Hay algunos boxeadores que oyen, y le meten nomás al hígado, y eso está mal. Hay que pegar por otro lado, más arriba... y cuando el tipo se descuida, chau, darle al hígado.

–Usted tiene fama de fanfarrón.

–Soy muy fanfarrón.

–¿Nunca tuvo miedo?

–¿Arriba del ring? No.

–¿De verdad?

–¡Arriba del ring no! –y luego riéndose a carcajadas–: Tengo miedo arriba del avión. Si tuviera ese miedo cuando peleo no podría pelear.

–Vamos a pensar que usted sube al ring. Al tipo con el que va a pelear nunca lo vio antes o lo vio de lejos. En cuanto lo ve, ¿tiene ganas de pegarle o las ganas le van viniendo de a poco?

–No, no, yo trato de tenerle rabia para poder pegarle con ganas. Por ejemplo que en el diario o en la radio haya dicho “A Ringo yo lo mato” o algo así.

–¿Habla mientras pelea?

–Yo no soy de hablar mucho.

–¿Otros boxeadores, sí? ¿Qué dicen?

–Y... pueden decir “mientras vos estás aquí ¿sabés con quién está (disculpe) acostada tu novia?” o cosas por el estilo.

–Cuando termina una pelea, ¿qué tiene ganas de hacer? ¿Qué hace?

Ringo se da vuelta y mira a la madre que no ha dejado de trajinar a su alrededor llevando y trayendo platos. “El Tití siempre viene para casa después de las peleas”, dice la madre. Y luego Ringo: “¿Vio?” “Sí –añade la madre–, ¿pero quién hizo el sacrificio para formar ese cuerpo?”

Yo no entendí bien y quedé mirándola. A su vez Ringo quedó mirándome a mí. Por fin dijo:

–Pero mire que usted es buenas noches... La vieja le quiere decir que este cuerpo lo hizo ella. Estos noventa y tres kilos a la sombra. ¡Toque!¡Toque aquí! –y se acercó con el brazo doblado– ¡Pero toque bien que no muerde!

–¡Fantástico!

–Dijo bien. Fantástico.

Volvió a sentarse y comenzó a comer la fruta.

–Cuénteme cómo fue la pelea con el campeón mundial, en Estados Unidos.

–Qué quiere que le cuente, si no vi nada. Me dio cada piña que no sabía ni cómo me llamaba. Mala noche, malísima –dijo y con el sifón echó un chorro de soda al perro que ladró sorprendido–. ¿Sabe cómo se llama mi perro? Se llama Ringo como yo.

–¿Y usted cómo se llama?

–Oscar Natalio Bonavena.

–¿Conoció a Cassius Clay en Norteamérica?

–Sí, pero de lejos en un gimnasio. Yo le grité: “A vos te mato”.

–¿En español?

–No, en inglés: “I Kill You”.

–¿Sabe inglés?

–¿Usted está mal? Hace un rato... ¿le quedan muchas preguntas? Porque pájaro que comió, voló.

–Ya termino. Hace un rato hablábamos del momento en que usted se enfrenta con el otro, arriba del ring. Supongamos que están peleando y el otro ya medio grogui se cae al menor golpe. Usted sabe que lo que correspondería sería que el manager tirara la toalla y la pelea terminara, que el otro ya no es nada. ¿Qué siente en ese momento?

–Una vez estaba peleando con un tipo que estaba así como dice usted, lo tocaba y se caía. De golpe me di vuelta y le tiré un trompazo que si lo agarro hay que hacerle la estética.

–¿Al pobre tipo?

–¡Al manager! Me lo tuvieron que sacar... quería matarlo. Hay cada criminal. Otras veces uno está tan caliente que no se da cuenta de cómo está el otro y puede deshacerlo sin querer.

–Seguro... supongamos que la pelea termina en este momento, usted ganó, el juez le levanta el brazo, ahí en el suelo fuera de combate está el otro. ¿Siente lástima?

–Yo gané, el juez me levanta el brazo y enseguida empiezo a ver la gente que grita, las luces de los fotógrafos. Levanto la cabeza y me olvido del otro. No tengo nada más que ver con ese tipo. Si después me lo encuentro abajo le digo: “Estuviste bien, guapeaste”, para alentarlo, ¿me entiende?

–En ese momento se siente muy feliz.

–Sí. Pero no porque lo rompí todo al otro, de él no me acuerdo más. Venga que le voy a mostrar la casa que le regalé a mi vieja.

Me la enseñó paciente y ordenadamente, explicando las mejoras, los arreglos, los costos. La madre nos seguía ensimismada a ambos –la casa y Ringo– mientras sonriendo, asentía con la cabeza. Ringo se detuvo de pronto, y señalando con aire severo un saco que ésta llevaba puesto dijo: “¡Mamá!, ¿no te dije que ese saco lo tiraras? ¡Dámelo!” Con el gesto de estar partiendo una hoja de papel lo abrió de lado a lado y riendo se lo puso al perro de bufanda. “No –dijo la madre– es lindo porque con la calor...”

–¡Vieja! ¡No se dice “la calor”! El calor, el calor. No me haga pasar vergüenza delante de la uruguaya.

Ninguna vergüenza campeón, ilustre imagen de antiesnobismo, seguro huésped al Reino de los Cielos.

Compartir: 

Twitter

 
DIALOGOS
 indice
  • [HTML]A 30 AÑOS DE SU MUERTE, UNA DE LAS ULTIMAS ENTREVISTAS A RINGO BONAVENA
    “Dios me hizo boxeador”
    Por María Esther Gilio

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.