DIALOGOS › EL VICEPRESIDENTE ALVARO GARCIA LINERA DESMENUZA EL PROCESO BOLIVIANO

“Hay múltiples modelos para la izquierda”

La relación de Bolivia con Venezuela y con los otros países de la región que giraron a la izquierda. La nueva realidad de un país donde ahora las viejas elites deben compartir las decisiones con los indígenas. El papel del Estado y los movimientos sociales. García Linera es uno de los intelectuales más escuchados de su país. Aquí, la explicación de un proceso inédito en América latina.

 Por José Natanson

–Uno de los temas más debatidos de la política exterior del gobierno boliviano es la relación con Venezuela. ¿Esta relación especial se basa en lo económico, en lo político o en la afinidad ideológica?

–Lo primero que quisiera señalar es que, así como se construye una relación con Venezuela, también se consolida el vínculo con Brasil, con Argentina.

–¿No hay una relación especial con Venezuela?

–Cada país tiene su propia particularidad. Son todas fundamentales. En el caso de Venezuela hay una sintonía política en la búsqueda de modelos posneoliberales y poscapitalistas, además de una vinculación a través de una ayuda económica más directa e incondicionada. Con Brasil y con Argentina hay un acercamiento en términos de integración energética, que no existe con Venezuela.

–En este sentido, Bolivia y Venezuela parecen más competidores que complementarios, pues ambos son exportadores de hidrocarburos.

–Es cierto, aunque estamos explorando la construcción de una asociación de productores y exportadores de gas para que estas tensiones, que podrían darse en el tiempo, se puedan procesar en una acción conjunta. Pero es cierto que, visto así, en términos realistas, en algún momento Venezuela y Bolivia pueden ser competidores. No es ésta la situación actual, porque Venezuela tiene mucho petróleo y por ahora produce poco gas, que además está asociado al petróleo. Necesita extraer mucho más petróleo para sacar más gas, pero tampoco puede hacerlo porque tiene que respetar las cuotas por la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo). Pero en algún momento puede ser un competidor para Bolivia. La asociación que firmaron ambos presidentes busca evitar estas tensiones. Sin embargo, es evidente que hay una relación particular con Venezuela, una cercanía, un acompañamiento más cotidiano a nuestro proceso. Pero eso no cierra los vínculos o los acercamientos con otros países.

–¿Cómo se proyecta la relación con Chile?

–Es la más particular. Nuestro gobierno ha sido cauto para no basar su popularidad en la movilización de sentimientos históricos, pero está trabajando de manera seria en la resolución del tema que históricamente nos separa, que es la salida al mar. Ahora bien, no es un tema que se resuelva en los medios de comunicación. Hemos sido cuidadosos. Nuestro objetivo ahora es consolidar vínculos de confianza entre las sociedades, que no sea solo un tema de presidentes o de cancillerías. La clave de nuestras diferencias, y de nuestra unidad, va a pasar por la consolidación de los lazos entre las sociedades, los movimientos sociales, el sector empresarial, cultural. Esa es nuestra estrategia.

–El giro a la izquierda involucra a varios países de América latina. En este contexto, algunos analistas distinguen entre dos izquierdas: una institucionalmente prolija, gradual y reformista, como la de Chile y Uruguay, y otra más radical, como la de Venezuela y Bolivia. ¿Qué opina de esta tesis?

–No creo que sea una definición seria. Está basada en una distinción periodística vulgar. Es una distinción moral, y un buen sociólogo o politólogo no puede hacer eso. Yo veo la emergencia de múltiples izquierdas. Por suerte se acabó el modelo único y ojalá que no regrese nunca. Fue una manera de asfixiar el debate, de querer ordenar todo bajo un solo esquema. Eso no existe: hay múltiples modelos para la izquierda, muy diferentes. Tomemos por ejemplo Bolivia, Venezuela y Brasil. En Bolivia tenemos un liderazgo indígena apoyado en los movimientos sociales, un proceso de descolonización histórica, que no existe en Venezuela y menos en Brasil, un país altamente modernizado, que actúa en el G-8. En Venezuela, la transformación radical del sistema político se dio de modo diferente: no hubo, como en Bolivia, un desplazamiento del viejo sistema político liderado por los movimientos sociales, principalmente indígenas. Cada sociedad avanza de manera diferente.

–¿Qué tienen en común?

–Las búsquedas plurales de modelos alternativos de desarrollo económico, redistribución de la riqueza y ampliación de derechos en el marco de la construcción de una modernidad satisfactoria. Pero a partir de nuestras propias fuerzas: ya no hay un texto al cual obedecer, un país al que imitar, un politburó al cual seguir o una Internacional que respetar. Esto no implica caer en un radicalismo posmoderno. La verdad es que después de tantos años en que nos dijeron que no había más historia, o que la historia nos conducía a un lugar determinado, ahora vemos que hay muchas historias, que es posible encontrar cierta unidad en búsqueda de la ampliación de derechos, la redistribución, dentro de una gran pluralidad en cuanto a las formas: quién conduce, cómo, a qué velocidad y con qué tipo de liderazgo. Son las características endógenas de cada proceso las que nos dan la explicación, más que los modelos morales de lo bueno y lo malo. Lo importante es que, cada cual por su lado, todos buscamos lo mismo.

–Pasando a los temas locales, hablemos del indigenismo. Hoy es uno de los ejes de acción del gobierno y supone una conexión con valores tradicionales y con la historia de Bolivia, anterior incluso a la independencia. ¿Cómo se compatibiliza esto con la necesidad de inserción en el orden capitalista? En otras palabras, ¿hay una tensión entre indigenismo y modernidad?

–La realidad boliviana tiene dos grandes cualidades. Una es su diversidad étnica y cultural o, si se quiere, su diversidad nacional-cultural. El otro componente, que no es igual aunque parece lo mismo, es la gran diversidad civilizatoria de nuestro país, que es una sumatoria de modos de producción, lógicas de acumulación, construcciones distintas de autoridad política y de esquemas simbólicos de interpretación del mundo. Estas dos cualidades de la realidad boliviana no deben confundirse. Cuando uno habla de indígenas, no habla necesariamente de lo tradicional o lo arcaico. Hay indígenas económicamente muy modernos, muy mercantilizados, profundamente articulados a la globalización y que, en algunos casos, tienen más capacidad que la burguesía tradicional para aprovechar nichos de oportunidad en los mercados.

–¿Entonces hay un indigenismo moderno?

–Sí. Hay, por supuesto, un aspecto de tradicionalidad, pero tiene que ver con una estructura civilizatoria y no con un grupo étnico. En Bolivia hay tres grandes identidades culturales: la mestiza, la aymara y la quechua, además de 32 más pequeñas. Cada una tiene su lengua y su identidad. Y los indígenas participan tanto en el mundo tradicional-comunitario como en el mundo moderno, mercantil e industrial. Es necesario separar ambas cosas. Una parte del mundo indígena está vinculada a estructuras comunitarias y otra parte a estructuras productivas. Una parte del mundo mestizo está vinculada a estas estructuras arcaicas y otra parte está articulada con el mundo moderno. En Bolivia, evidentemente, hay un renacer de las identidades indígenas, algo que se ha dado en nuestra historia de manera cíclica y que depende de los procesos de acumulación y expansión de la economía y de expansión o contracción de derechos. Pero el indianismo, en sus distintas variantes, reemerge con fuerza en la historia política boliviana desde los ’70. Es una consecuencia del fracaso de los procesos de modernización e igualación emprendidos por la Revolución del ’52.

–Que no era una revolución indígena.

–Claro. Fue una revolución que intentó eludir la cuestión de la igualdad de los pueblos indígenas. Y justamente en querella contra esta falsa resolución surgió el movimiento indígena. Y no surgió inicialmente, como muchos piensan, del mundo campesino, sino del mundo urbano, apoyado en una intelligentzia, en una intelectualidad frustrada por no encontrar el ascenso social prometido y enfrentada a los mecanismos persistentes de discriminación por color de piel, apellido e idioma. Es decir, en la conformación de las clases sociales en Bolivia se comprobaba la existencia de un capital étnico. Desde entonces, el movimiento indígena atravesó diferentes etapas. Una etapa de formación, liderada por las élites; más tarde, a fines de los ’70, su expansión al mundo de las asociaciones comunitarias, especialmente en tierras altas. Luego, un renacimiento de la idea indígena en tierras bajas, a fines de los ‘80, con una lógica vinculada a la conquista de derechos y la confrontación, y no a la transacción. Después viene una etapa en la que se intenta traducir ese movimiento en partidos, pasar del mundo sindical al partidario. Aquí surgen dos vertientes: una que es cooptada por los partidos tradicionales y el proyecto neoliberal, y otra que se radicaliza en la confrontación. Y, finalmente, la última etapa, que le otorga una significación a todo el proceso y permite cohesionar el ciclo de protestas sociales. Esta última etapa está marcada por los episodios de tensión o contienda política que comienzan en 2000, tienen su auge en 2004 y luego ingresan en un período de descenso. Los múltiples indianismos permiten darles un sentido a esos episodios de protesta, construir un discurso unificador y un liderazgo, y entonces proyectar la toma del poder. Esa es la ruta que lleva al ascenso del primer presidente indígena. Es un proceso largo, que en su última etapa llevó más de 20 años. Su desenlace es lo que estamos viviendo hoy.

–Otro componente importante del proceso político boliviano es el anticapitalismo. ¿El MAS lidera un proyecto poscapitalista?

–A Bolivia se le presenta, hacia el futuro, un espacio, un potencial para el desarrollo de las relaciones de producción capitalistas. Pero la diferencia con los gobiernos anteriores es que, en ese espacio del capitalismo, ahora buscamos cambiar ciertas características. La cabeza ya no es la inversión extranjera sino el Estado productivo. Ya no se trata de un capitalismo de camarilla, endogámico y especulativo, como el que se construyó en los ’70, sino de un capitalismo productivo, que reconoce a una diversidad de actores económicos con capacidad de acumulación: el sector empresarial tradicional, por supuesto, pero también otros sectores, como el empresarial no tradicional, que emerge del mundo popular indígena y que ha logrado construir, por encima del Estado, por fuera del Estado y a veces contra el Estado, mecanismos de acumulación muy interesantes, aunque obviamente dentro de la informalidad. Este sector, aunque está menos reconocido, puede ser mucho más eficiente, en términos estrictamente económicos, que el camarillero que medró del Estado. Pero también hay otro potencial no capitalista, o poscapitalista, dentro de la estructura social y económica boliviana, que son las fuerzas comunitarias tradicionales. Entonces, nuestra estructura social tiene, por un lado, un potencial de desarrollo de un capitalismo productivo más diverso que lo que había hasta ahora, pero también un potencial presente en las comunidades no capitalistas. Se encuentran fragmentadas, golpeadas y dispersas, fruto de los años de colonia y república, pero tienen en su interior la potencialidad poscapitalista. Es una estructura muy amplia: 90 por ciento de la economía campesina es de tipo familiar-comunitario.

–¿Pero ese potencial no capitalista es, o puede ser, económicamente relevante?

–Sí, porque no es meramente tradicional o de autosustentación. Es productivo. Nuestro gran reto como gobierno es potenciar esas estructuras poscapitalistas, convertir a la comunidad en una fuerza poscapitalista. Entonces, si se mira este tema desde la sociología, con una visión muy racional, podemos decir que la estructura económica boliviana tiene un espacio para el desarrollo tanto del capitalismo como del poscapitalismo. Esto le da a nuestro proceso una complejidad especial. No es solo una revolución democrática, en el sentido decimonónico. Es una revolución democrática y social. ¿Qué de todo esto podremos desarrollar? No sabemos. Pero creemos que lo central es que se están alumbrando cosas que van más allá de una mera readecuación democrática a un capitalismo maduro ya existente.

–¿Cuál es el rol del Estado en este proceso? ¿Debe guiarlo y orientarlo?

–No. Los que deben guiar este proceso son los movimientos sociales. Nosotros hablamos siempre de un gobierno de los movimientos sociales. Parece una contradicción: todo Estado es por definición un monopolio, mientras que un movimiento social es por definición una democratización y una socialización. ¿Cómo va a haber, entonces, un Estado de los movimientos sociales? Es una tensión evidente, pero es lo que sucede en Bolivia hoy.

–¿Es necesariamente una tensión?

–Sí. Tiene que ser así y no es, como piensan algunos, un defecto, sino una virtud. A esta coexistencia de fuerzas capitalistas y poscapitalistas en la estructura económica le corresponde una tensión, dentro del Estado, entre un Estado de derecho moderno, con monopolio de la coerción legítima y la violencia simbólica legítima, como decía Bourdieu, con una instancia de socialización de las decisiones a través de los movimientos sociales. Esto va más allá del debate de Negri y Holloway, que hablan de un momento de la resistencia de los movimientos sociales, pero no de gobierno.

–¿Esta tensión se resuelve?

–No. Tiene que mantenerse así, viva. Es una contradicción entre socialización y monopolización, concentración y democratización. Son procesos que tienen que avanzar juntos. Les corresponde a los movimientos sociales dirigir esto, pero le toca al Estado, a través de la propiedad de los recursos naturales, garantizar la base de sostenibilidad de este proceso. Esto se hace ampliando la base moderna de nuestra economía en tiempos de globalización, impulsando procesos de modernización –y no, como antes, de exclusión– de la economía familiar urbana, y garantizando la transferencia del excedente económico hacia el sector artesanal y hacia el sector microempresarial. El Estado juega entonces un papel de potenciador de estos núcleos mediante la apropiación del excedente económico y su transferencia. Los que conducen todo esto son los movimientos sociales. El instrumento es el Estado.

–Usted sostiene que los movimientos sociales son los que guían el proceso. ¿Cómo se concreta esto en la práctica? Porque, cuando hay que tomar una decisión, firmar un decreto o emitir una ley, son las autoridades institucionales clásicas, elegidas según los parámetros de la democracia representativa, las que lo hacen y no los movimientos sociales.

–Es posible verificar claramente esta idea de un gobierno de los movimientos sociales. En primer lugar, los grandes lineamientos de acción de este gobierno, en temas como hidrocarburos, agua, tierra o Asamblea Constituyente, son el resultado del ciclo histórico de movilizaciones sociales. El programa no fue inventado por cinco personas que se sentaron a una mesa, sino que fue construido por los movimientos sociales en el gran ciclo de movilizaciones de 2000-2005. Nosotros tomamos eso y lo llevamos al gobierno. El partido se apropió de esos grandes lineamientos, no los impuso. En segundo lugar, esta idea de un gobierno de los movimientos sociales se comprueba si se entiende lo que es el MAS: en el fondo, es una coalición, flexible y negociada, de movimientos sociales. Fuera de eso, el MAS no tiene una estructura partidaria, lo cual no necesariamente es bueno. Pero es así: lo que sostiene al MAS son los movimientos sociales. En tercer lugar, los cambios importantes, como la modificación de la Ley INRA (Instituto Nacional de Reforma Agraria) sobre la propiedad de la tierra, que según los opositores iba a ser el escenario de una guerra civil, se hizo a través de la acción de los movimientos sociales. Se hicieron asambleas, ampliados, se acordó una propuesta y se la llevó al Parlamento. El gobierno, a través de los ministerios y los bloques parlamentarios, actuó supeditado a la propuesta de los movimientos sociales. Hay otros ejemplos, como la Asamblea Constituyente, donde nuestra propuesta fue elaborada de la misma forma. Otras decisiones menos relevantes, obviamente, quedan a cargo de un aparato burocrático-político normal. Pero los grandes procesos de reforma pasan por un proceso de movilización previo que implica deliberación y que genera un respaldo. Son resultado de la acción de los movimientos sociales. Finalmente, los propios mecanismos de designación de funcionarios para la administración pasan por los movimientos sociales. Antes, si uno quería ser director de algún ministerio o subsecretario de algo había que ser pariente o amigo del presidente o del ministro, o miembro del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) o de ADN (Acción Democrática Nacional). Ahora, para llegar a la administración pública es necesario tener el apoyo, por ejemplo, de la confederación campesina. No es que los mismos militantes estén siempre en los cargos, sino que ellos son los que procesan y seleccionan: pueden ser funcionarios que no son del partido, que son de clase media, y de hecho es así en muchos casos. Pero han tenido que pasar necesariamente por la selección de los movimientos sociales. Estos cuatro niveles muy prácticos –las líneas estratégicas del gobierno, su estructura interna, la forma de consensuar los grandes cambios y la selección del personal– están definidos por los movimientos sociales.

–¿Cuál sería, desde su punto de vista, un desenlace positivo del proceso constituyente?

–Desde que llegamos al gobierno hemos definido una estrategia de distribución pactada del poder. Lo que Bolivia está atravesando hoy es, en esencia, un proceso de amplia y generalizada lucha y redistribución del poder. Es algo que va más allá de un gobierno. Y la historia nos enseña que la lucha por el poder puede tener tres desenlaces clásicos. Que el sector emergente desplace directamente, mediante cualquier medio posible, al bloque anterior. Que este bloque de poder antiguo logre derrotar, contener, cooptar o aplastar al bloque emergente. O que entre ambos se logre redistribuir el poder. Como gobierno, hemos optado por la tercera opción. Apostamos a un proceso de redistribución pactada del poder con un nuevo núcleo articulador: el movimiento indígena.

–¿La idea no es imponer una reforma?

–No. Nuestro objetivo es pactarla. Hemos dado pasos importantes en este sentido y estamos dispuestos a dar otros. Lo que pasa es que hay que ver a distancia lo que está ocurriendo en Bolivia: una ampliación de élites, una ampliación de derechos y una redistribución de la riqueza. Esto, en Bolivia, es una revolución.

–¿Es una ampliación o un recambio de elites?

–Una ampliación. Hay pedazos de la anterior que van a mantenerse, pero ya no van a definir ellos solos el camino. Lo que tienen que entender las viejas elites es que ahora deben compartir las decisiones con los indios. Nunca más van a poder tomar decisiones sin consultar a los indígenas. Si lograran entender eso, no habría complicaciones.

–¿Y usted cree que lo están entendiendo?

–Cuesta. Están muy acostumbrados a mandar solos, por tradición, por herencia, por hábito, por costumbre y por formación. Los indígenas siempre eran los que atendían la mesa, cocinaban, cuidaban a los niños, eran albañiles. Que ahora sean presidentes, ministros o cancilleres obviamente golpea esta lógica. Pero es la lógica de la igualdad y la democracia. En el fondo, estamos ante un amplio proceso de igualación social y democratización de las decisiones. Hay sectores que lo entienden y lo aceptan. En rigor de verdad, hay un sector de nuestro bloque que cree que, ahora que llegó el momento, hay que acapararlo todo. Es un gran error, porque muchas veces genera mayores condicionamientos. Pero creo que gradualmente, por aproximaciones sucesivas, vamos construyendo un proceso en el cual el bloque desplazado del control absoluto y el bloque emergente pero que tampoco va a tener el control absoluto, articulan mecanismos para redistribuir el poder. Porque el problema central, como dije, no es tanto la distribución del poder, sino la aceptación de un nuevo núcleo articulador, que es el movimiento indígena.

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