DIALOGOS › CARLOS GHERARDI, UNO DE LOS MAYORES EXPERTOS EN BIOETICA EN EL PAIS

“Nos vamos a llenar de enfermos en estado vegetativo”

Durante 30 años, Gherardi fue jefe de Terapia Intensiva del Hospital de Clínicas. Allí, el cotidiano límite entre la vida y la muerte lo convenció de que morir dignamente “es la verdadera cultura de la vida”. Acaba de publicar Vida y muerte en Terapia Intensiva. En esta entrevista, pone en debate los conflictos éticos vinculados con el progreso científico y tecnológico.

 Por Mariana Carbajal

–¿Por qué decidió escribir el libro?

–En los medios, diariamente se habla de la clonación y de la biología molecular. Pero hace más de treinta años que se sacan y se ponen respiradores artificiales en terapia intensiva y nadie habla de eso. A los médicos no les gusta hablar de lo que sucede en ese ámbito. Y digo respirador como paradigma del soporte vital. La tecnología está presente en distintos campos de la medicina, pero la terapia intensiva es el único donde está aplicada siempre en forma continua y terapéutica.

–¿Qué tiene que saber la sociedad?

–La sociedad debe hablar y conocer las relaciones entre la muerte y el soporte vital, que es el eje por donde pasa la terapia intensiva. He visto nacer estos servicios, en los años setenta, para rescatar la vida y ahora cuando hablamos de terapia intensiva hablamos de la muerte: se han convertido en la antesala de la muerte en lugar de ser la antesala de la recuperabilidad. Esto es una paradoja inexplicable. Hoy en la terapia intensiva se muere un 20 por ciento de los pacientes. Antes de la creación de estos servicios, el 80 por ciento restante no vivía; algunos ni siquiera existían como pacientes porque no eran sometidos a muchos tratamientos y operaciones que hoy pueden hacerse porque la seguridad tecnológica que les da la terapia intensiva les permite sobrevivir. Las intervenciones tremendas de corazón o en la cabeza, los trasplantes de órganos se pueden hacer porque el paciente está en condiciones de seguridad. El soporte vital se aplica, pero no es para toda la vida. Todo lo que un médico está dispuesto a aplicar, también tiene que estar dispuesto a retirarlo en algún momento o a no aplicarlo porque no corresponde. En terapia intensiva esto significa la proximidad de la muerte. Es lo que yo llamo muerte intervenida. Para un médico es más difícil hablar del tema con la familia del paciente si no está al tanto de estas cosas antes del momento crítico. Pensando además en el futuro, es imprescindible que la sociedad internalice este conocimiento porque cada vez va a haber más posibilidad de que estas cosas ocurran.

–Hoy la muerte natural parece reducida a la muerte por accidente o a la que se espera en la intimidad de la casa, de la mano de la llamada medicina paliativa ...

–La muerte ha sido expulsada de la casa, no tanto por motivos filosóficos, sino por cómo está compuesta la sociedad: casi hay más población de más de cincuenta años que de menos de esa edad. Son pocos los que están en la casa, son muchos los que trabajan, y los hijos de los ancianos que están enfermos ya también son grandes y también tienen sus enfermedades. Es difícil morirse en la casa sin ayuda. Entonces, aparece el geriátrico. La muerte también es expulsada de las salas de los sanatorios: hay una tendencia a que el enfermo cuando se va a morir pase a terapia intensiva.

–¿Hay un encarnizamiento terapéutico por temor a los juicios por mala praxis?

–La medicina defensiva existe. Yo viví la época en que un enfermo decía “yo tengo un amigo médico” o “mi papá es médico” y ahora uno escucha que a veces dicen: “ojo que tengo a mi cuñado abogado”... si siente una presión. Yo no voy a justificar la medicina defensiva, pero tengo la obligación de explicarla.

–¿En qué consiste?

–Es la que se preocupa más por el bienestar del médico que por el del paciente. Muchos médicos tienen miedo de que se les cuestione por qué sacaron un respirador, por qué no lo pusieron, por qué no mandaron al paciente a terapia intensiva. Muchos médicos mandan enfermos a terapia intensiva cuando son irrecuperables. Eso es una crueldad.

–¿Hay un negocio asociado al encarnizamiento tecnológico?

–Yo no lo veo desde ese punto de vista. El lucro existe en la sofisticación de la tecnología como existe en la producción de medicamentos. Pero hay que reconocer que gracias a ellos, pero no necesariamente a los sistemas de salud, el promedio de vida aumentó 30 años desde el siglo XX en las poblaciones que tienen acceso a usufructuar el derecho a la salud. Hoy no creo que lleven a los pacientes a terapia intensiva para facturar más. Cuando un enfermo entra a terapia intensiva y no se lo saca, se pone en juego un imperativo tecnológico: “porque se puede, se debe”. Contra eso hay que luchar. Ante un paciente grave, siempre hay algo para hacer. En realidad, lo que hay para hacer cuando alguien se está por morir es ayudarlo a morir, ayudarlo a permitir que se muera.

–¿Es difícil encontrar el límite entre lo que se puede y lo que se debe hacer en la terapia intensiva, con un paciente moribundo?

–El límite hay que establecerlo médicamente pero también éticamente. Y ahí, el límite entre lo médico y lo ético se hace cada vez más borroso. La familia del paciente tiene que saber cuándo hay que ir abandonando la tecnología y cuándo al enfermo hay que ir sacándolo de terapia intensiva o no poniéndolo en ese ámbito.

–¿Cómo se puede cambiar este paradigma?

–Hay que cambiarlo con una bioética del fin de la vida que tenga en cuenta lo que ya no es cantidad de vida sino calidad de vida. Se vive más, pero ¿se vive mejor? ¿Está bien hacerle de todo a un paciente aunque viva unos meses más? ¿Viven mejor con capacidades cognoscitivas disminuidas, con capacidades de autovalidez casi imposibles? Yo creo que cuando uno llega a no tener calidad de vida es el momento de la diversidad, en el cual uno puede elegir. A veces uno no está en condiciones de elegir –cuando está inconsciente–, ése es el problema. Y rescato en esos casos el papel fundamental de la familia. Si existen directivas anticipadas del paciente hay que respetarlas a rajatabla, pero no debemos olvidarnos que en el país que más las impulsó –porque es un invento norteamericano–- fracasaron. Hoy en Estados Unidos, del total de personas que mueren en terapia intensiva menos de un diez por ciento han dejado una directiva anticipada de cómo morir, porque esa voluntad la expresa quien es portador de una enfermedad crónica. Ahora se quiere judicializar la directiva anticipada, pero lo importante, el valor moral que tiene es que la sepa su familia, que es la persona que está permanentemente en la puerta de la habitación o de la terapia intensiva preguntando como está todos los días el paciente, que conoce los valores, las creencias, las cosas por las que el paciente luchó: es a esa persona a quien el médico tiene que escuchar. Pero me parece que éste es un momento difícil porque está roto ese vínculo entre el paciente y el grupo familiar y la medicina. El médico pasó a ser el eslabón de un sistema de salud que hoy es una telaraña burocrática que de pronto se torna insoportable.

–¿Qué opina de la ley que se aprobó recientemente en Río Negro y que ahora debe pasar por una segunda vuelta legislativa?

–Esa ley estimula la judicialización, porque la directiva anticipada se debe decir ante un escribano. Además, es una ley con pocas precisiones, que aumenta la confusión porque no dice claramente qué se hace con el enfermo inconsciente. Esa directiva anticipada existe en el paciente enfermo, no en el sano. Los problemas de las inconsciencias y los estados vegetativos ocurren en jóvenes o no tan jóvenes sanos pero que han tenido un accidente.

–Usted destaca en el libro que en realidad la definición de muerte cerebral fue la primera respuesta que la medicina dio hacia la sofisticación del tratamiento. ¿Cómo se llegó a esa decisión?

–El Comité de Harvard que lo decidió, en 1968, trabajó urgido por el acelerado desarrollo de la trasplantología y a pedido expreso de eminentes médicos del Massachusetts General Hospital. Luego de un breve tiempo de análisis emitió un informe que se publica en una de las revistas de medicina de mayor prestigio, editada por la Asociación Médica Norteamericana, el JAMA, en el que aconseja una nueva definición de muerte basada en la irreversibilidad del daño cerebral producido en ciertos pacientes en coma. El comité declaró dos fundamentos centrales: en primer lugar, la carga que estos pacientes significan para ellos mismos o para otros como su familia, hospitales, falta de camas para pacientes recuperables; y en segundo lugar, la controversia médica existente sobre el momento en que era razonable efectuar la ablación de órganos para trasplantes. Lo que hizo este comité fue cambiar el órgano que presidía la muerte: el cerebro en lugar del corazón. No fue un descubrimiento científico. Es importante que la gente sepa que es una convención y que la muerte cerebral ya es una muerte intervenida. El comité –integrado por diez médicos con la asistencia de un abogado, un historiador y un teólogo–- decidió que a esos pacientes que están en esas condiciones hay que sacarles el respirador, pero –dijeron– tenemos que sacar una ley que diga que la muerte ocurrió antes y no después del retiro. Es un eufemismo jurídico: la muerte ocurre porque se saca el respirador. Y cada vez va a tener que ser más intervenida porque cada vez son más exitosas las reanimaciones, las resucitaciones y nos vamos a llenar de enfermos en estado vegetativo, de enfermos que tienen tantas comorbilidades que no pueden movilizarse, pero respiran y les funciona el corazón. Nadie es capaz de enterrar a una persona en estado vegetativo, pero finalmente en ese estado la persona perdió las condiciones que diferencian a un organismo vivo de una persona, que son la afectividad, la comunicación, la actitud cognoscitiva. Yo creo en esa clasificación que se ha hecho entre organismo, individuo y persona. Quien ya no sabe más dónde está, quién es, comunicarse y expresar sus anhelos y exhibir sus emociones –lo que nos separa de ser un animal– ya no es una persona, aunque lata el corazón y pueda respirar.

–¿Usted sacaría la hidratación y la alimentación a un paciente cuyo corazón late?

–Si lo tuviera que decidir para mí, digo que sí, que lo hagan. Tuve que opinar en un caso que llegó a la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires y trascendió en los medios, el de una mujer que quedó en estado vegetativo hace ocho años, luego de dar a luz. El marido quería desconectarla, pero los padres de la mujer se opusieron y la Corte respaldó su posición. Yo, como médico, seguí la opinión de la familia. El que moralmente tiene que tenerse en cuenta en ese caso es el marido, que es el que está con la paciente (en otros casos puede ser otra persona). Yo respetaría tanto al que quiere brindar toda la vida que le queda para cuidar a un familiar en estado vegetativo –en una actitud que me parece supererogatoria moralmente–, como al que toma la decisión de pararle la alimentación y la hidratación, para permitir morir a esa persona. En ambos casos el familiar se queda con un sufrimiento que no va a poder sublimar nunca, pero cada uno tiene derecho a elegir.

–¿En qué sentido debería legislarse sobre el tema?

–Los médicos deberían estar cubiertos legalmente frente a la muerte intervenida. Hoy si alguien nos demanda por sacar el respirador o dejar de suministrar drogas para permitir que se le pare el corazón y se muera un paciente, la figura prevista en el Código Penal es la de homicidio. Me parece que cuando ética o médicamente y con el consenso familiar se toma esa decisión, debe haber un respaldo legal.

–¿Cuál es la diferencia con la eutanasia?

–Eutanasia es la que se aprobó en Holanda y en Bélgica y tiene cinco características: 1) consiste en provocar la muerte de un paciente; 2) a pedido del paciente –más allá de estar o no de acuerdo con este procedimiento, moralmente es una diferencia central–; 3) cuando el paciente tenga una enfermedad incurable o un sufrimiento insoportable a juicio del paciente, 4) que sea en propio beneficio del paciente de acuerdo a su criterio –y esto se aclara para diferenciarlo de lo que fue el genocidio nazi– y 5) que se efectúe por la administración de una droga o un tóxico en dosis mortales. No hay que confundir los términos. El juez de la Corte bonaerense (Francisco) Roncoroni dijo en el fallo que le negó el retiro de la alimentación y la hidratación a la mujer en cuyo caso intervine que permitirlo significaría convalidar prácticas como la del genocidio nazi o como la de la roca Tarpeya de Roma. Si un juez llegó a escribir esta barbaridad en una sentencia se hace muy difícil avanzar en el debate.

–¿Bélgica y Holanda son los únicos países donde está permitida la eutanasia?

–Sí. El Estado de Oregon, en Estados Unidos, lo que tiene permitido es el suicidio asistido, que no es lo mismo. En ese caso, el médico le prescribe al paciente una droga, que generalmente es un psicofármaco, y el paciente se la guarda y cuando lo decide, se la toma.

–¿Lo que pedía el español Ramón Sampedro?

–Exacto. Tiene que ver con el derecho a vivir y el derecho a morir. Finalmente, como decía el filósofo Hans Jonas, el morir es ausencia de vida. Vivimos sin pedir permiso. Sampedro decía que vivir no tiene que ser una obligación sino un derecho. Y realmente, ahora, con la incorporación del soporte vital, genera una discusión alrededor de la muerte que es totalmente distinta de lo que era antes de los años setenta.

–¿Cuál es el porcentaje de pacientes que mueren en terapia intensiva por el retiro del soporte vital?

–En la Argentina hay una sola estadística. Es la que hicimos a partir de una investigación prospectiva de las muertes en terapia intensiva en el Hospital de Clínicas. Sobre 500 casos –a lo largo de tres años– el médico de guardia dice qué influencia pudo haber tenido el retiro del soporte vital en cada muerte. En un 45 por ciento hubo límites en la atención (de pronto dijimos acá no vamos a hacer tal cosa). De ese 45 por ciento, un 25 por ciento fueron casos en los que no se reanimó a pacientes que tuvieron un paro cardíaco en terapia, a un 7 por ciento se le retiró algo y a un 10 por ciento no se le puso algo. Si nos comparamos con lo que sucede en países de Europa Central como Francia, España, Italia, vemos que “retiramos” en mucha menor medida que ellos. Los bioeticistas dicen que moralmente es lo mismo sacar un respirador que no ponerlo. Moralmente será lo mismo pero la sensación fáctica no es igual. Se observa que cuando más libertario es un país, mayor es el porcentaje de retiro de soporte vital. Si uno no se anima a retirar, a lo mejor a veces no le ofrece todo lo que tiene que ofrecer a un paciente. Si uno moralmente se siente mejor cuando no lo pone, puede ocurrir que algún paciente sea privado de un recurso o que cuando se lo puso, no se anime a sacarlo: eso es encarnizamiento terapéutico, le dejo todo puesto hasta que las complicaciones de las complicaciones finalmente lo matan.

–El papa Juan Pablo II se refirió al tema en una de sus encíclicas, Evangelium Vital, de 1995. ¿Qué aportó al debate?

–Confusión. Porque dice que la eutanasia es todo hecho que por acción u omisión facilita la muerte de un paciente sufriente y en esa clasificación entraría el retiro de soporte vital. Pero fíjese, sin embargo, que Juan Pablo II eligió la muerte digna: fue un Papa que se internó una decena de veces, cada vez podía caminar peor, se le entendía menos lo que hablaba, tenía un Parkinson grave, hasta que la última vez tuvo una complicación –-no por el Parkinson– por una infección urinaria, con mucha fiebre, e hizo un cuadro de sepsis, y decidió que se quedaba en su cama. Esa infección podría haberse tratado en terapia intensiva y seguramente con éxito. Pero él eligió quedarse en su cama y murió ahí. Esa es la verdadera cultura de la vida. Porque a propósito de la encíclica Evangelium Vital, cuando se habla de la eutanasia se habla de una cultura actual de la muerte y se incluye también el genocidio, el aborto y la planificación familiar. Permitir morir en condiciones dignas es la verdadera cultura de la vida. Cultura de la muerte es la guerra.

–¿Tuvo algún paciente en estado vegetativo que luego se recuperó?

–No. Ahora en el mundo han aparecido casos de pacientes que tienen un grado de conciencia mínima, son personas que tienen algunos islotes de capacidad cognitiva. Hubo un caso, hace algunos años, de un joven que se llamaba Terry Wallis, en Estados Unidos, que estuvo en estado semiinconsciente durante casi dos décadas después de un accidente y un día soprendentemente dijo “mamá” y hasta pidió “Coke”. Este caso, que tuvo gran repercusión mundial en 2003, se presentó como demostración de que un paciente en estado vegetativo se puede recuperar. Sin embargo, estudiado posteriormente se comprobó que tenía un estado de conciencia mínima y que esta recuperación espontánea de algunas funciones como el habla, mínima por cierto pero existente, podía deberse a la regeneración de algunas vías nerviosas axonales (no neuronales). Estos aislados casos que no son estados vegetativos y que se anuncian como milagrosas recuperaciones han prestado sustento, por ejemplo a la Iglesia Católica, para combatir la posibilidad cierta, lógica y razonable de plantear el cese de la hidratación y de la alimentación en los casos verdaderos de estados vegetativos y así permitirles morir, como a Terri Schiavo.

–¿Se practica eutanasia en el país?

–¿Activa? No lo he verificado. Hice una vez una encuesta entre médicos en la que pregunté si alguien la había pedido: menos de un dígito dijo que sí.

–¿Cómo se vive el momento de quitar un respirador y saber que con esa acción se va a producir la muerte?

–Si uno está convencido de que lo que va a hacer está bien, tiene una sensación de dignificación, de permitir el buen morir. El no tomar alguna medida de restricción, de muerte intervenida, de no favorecer y permitir la muerte, lo vivo como una situación de crueldad. ¿Qué pasa después con ese paciente al que le hice lo que no tenía que hacerle? ¿Qué pasa cuando yo reanimo a un enfermo al que el corazón se le iba a parar y yo se lo impedí? Puede a lo mejor que quede en estado vegetativo o en un estado de tipo demencial. No solamente no podemos siempre evitar la muerte, sino que a veces no hay que evitarla. El objetivo de la medicina no es evitar la muerte, es prevenir la enfermedad, restaurar la salud, acompañar al dolor y al sufrimiento hasta la cesación de la vida.

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