ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO

Mutaciones patológicas

 Por Julio Nudler

“El poderío económico interior conduce directamente al poderío militar exterior. Ronald Reagan lo entendió muy bien. George W. Bush tiene ahora una oportunidad de seguir la senda de Ronnie.” Esto acaba de escribir el ultraconservador Larry Kudlow en la National Review, en una nota titulada “Es tiempo de sellar un contrato con los inversores”, cuyo subtítulo señala que el Partido Republicano debe definir cuál es su posición respecto del crecimiento de la Bolsa. La idea, bastante extendida en los últimos meses, vincula el ataque presuntamente en ciernes a Iraq y otras eventuales campañas a la posibilidad de entonar la alicaída economía norteamericana y dar nuevo impulso a Wall Street. El mismo Kudlow había precisado el 26 de junio, en un artículo que publicó como columnista de The Washington Times, que “la terapia de shock de una guerra decisiva elevará la Bolsa en unos 2000 puntos”. Esto significa que si el Dow Jones cerró ayer a 8313, debería esperarse que superara, conflagración mediante, los diez mil, según esa conjetura. Ahora bien: ¿cuál sería la cantidad de víctimas humanas de la lucha por punto bursátil ganado? Por ahora se ha oído hablar de hasta 200 mil combatientes estadounidenses, y de la decisión estratégica iraquí de concentrar sus fuerzas en Bagdad y otras ciudades, con lo que se presagian sangrientos combates. Por tanto, no sería aventurado suponer que a cada punto de alza en Wall Street corresponderán no menos de diez víctimas, siendo por otro lado mucho más previsibles las bajas humanas que las alzas bursátiles.
Incitaciones belicistas como la de Kudlow provocaron una áspera respuesta de Paul Krugman en The New York Times, en una columna que denominó “Acciones y bombas” y apareció en la edición de ayer. Pero la respuesta de este economista crítico, tan opuesto a la gestión de Bush, resulta por estos mismos rasgos suyos más decepcionante aún. Examinando las consecuencias económicas que podría acarrear una nueva cruzada estadounidense en Oriente Medio, Krugman advierte que cada una de las crisis petroleras de los años ‘70 fue seguida de una severa recesión, y que el más moderado pico en el precio del barril antes de la guerra del Golfo (de 1991) también dio paso a una recesión.
Su conclusión es que, en la actualidad, un encarecimiento del crudo (como consecuencia de la nueva guerra) podría minar la débil recuperación económica estadounidense y precipitar otra recesión. Sin embargo, Krugman puntualiza que “nada de esto debería disuadirnos de invadir Iraq si el gobierno nos demostrara que deberíamos hacerlo por razones de seguridad. Pero es tonto y peligroso minimizar las potenciales consecuencias económicas de la guerra, y peor aún sostener que ésta le hará bien a la economía.”
Finalmente, la confrontación entre Krugman y Kudlow se reduce a una discusión de economistas acerca de cuán favorable es o no para la economía de USA que las arrolladoras fuerzas estadounidenses, más las británicas, ocupen un tercer país para imponer el cambio de régimen. Krugman sólo pide, para convalidar la invasión, que le den argumentos convincentes acerca de la presunta amenaza de Saddam Hussein a la seguridad nacional de la superpotencia. Pero el verdadero reparo de Krugman no es político, jurídico ni ético sino económico: si bien no duda de que la Segunda Guerra Mundial arrancó a Estados Unidos de la Gran Depresión (porque, gracias a Pearl Harbor, Franklin Roosevelt contó con la determinación y el respaldo legislativo para lanzar grandes programas de estímulo económico), sostiene que la situación actual en nada se parece a la de entonces. Y aclara además que el gasto militar no tiene nada de mágico: no es más reactivamente que gastar, por ejemplo, en limpiar basureros tóxicos.
El otro columnista que sacó de las casillas a Krugman es John Podhoretz, quien desde The New York Post reclamó en julio que la Casa Blanca no demorara excesivamente la agresión a Iraq. “October Surprise, please” (Sorpresa en octubre, por favor) se llamaba la nota en la que pedía a Bushque no esperara para atacar a que pasasen las elecciones de noviembre. Si toda decisión acerca de cuándo ir a la guerra se toma con base en consideraciones de política interna, en una actitud maquiavélica, Podhoretz instaba a Bush a ser más maquiavélico aún: “Usted tiene problemas políticos internos, Mr. President. Necesita cambiar el tema. Tiene a mano el mejor medio para cambiarlo. Uselo.”
La guerra, por tanto, como forma de instalar otro asunto en la opinión pública. De ahí el subtítulo de la nota: “Adelante, Mr. President: menee el perro”, recordando el argumento de la famosa película. Algo así como lo que intentó Bill Clinton cuando lo acosaba el affaire Lewinsky y en 1998 lanzó misiles sobre Sudán, tras los ataques a embajadas estadounidenses en Africa. Pero el problema de Clinton es que se quedó muy corto. En lugar de provenir de una lujuriosa becaria, los problemas de Bush han sido causados por unos codiciosos ejecutivos y sus gigantescos fraudes contables, que salpican al propio poder republicano y al presidente mismo. La guerra le permitiría zafar del asedio y pasar políticamente a la ofensiva.
Podhoretz le anticipa a Bush que demócratas y liberales lo acusarán de haber lanzado al país a la guerra con el solo fin de protegerse del escándalo desatado por las maniobras empresarias, pero también lo tranquiliza, recordándole que en tiempos de guerra el pueblo norteamericano quiere que sus líderes políticos se unan. “Sus enemigos le lanzarán feas acusaciones –escribe–, y al menos una de ellas será cierta: que usted eligió el momento de comenzar la guerra por razones políticas. Pero qué importará eso. Ni al pueblo ni a la historia va a importarles...”
Para otros, en cambio, cataclismos como los de Enron, WorldCom o Andersen no van a borrarse con una expedición militar porque, como cree William Pfaff, “son el resultado de una mutación patológica del capitalismo”. Desde este punto de vista, el modelo capitalista actualmente en uso es un invento reciente: “No es el sistema que creó la moderna economía industrial ni la prosperidad de Occidente.” En Estados Unidos y en países que adoptaron el modelo norteamericano de negocios impera un ‘capitalismo de gerentes’, que desplazó a lo que el francés André Orléan llamó el ‘capitalismo de los dueños’ de las compañías.
Hoy las empresas suelen estar en manos de fondos de inversión, cobertura o jubilatorios, que no actúan como los patrones tradicionales. “Su único interés es el retorno de la inversión –indica Pfaff–, y es éste el criterio con que juzgan a la gerencia profesional de cada compañía.” Pero los escándalos que se suceden desde 2001 revelan que los altos ejecutivos pasaron a manejar las empresas en función de sus propios intereses, en complicidad con contadores y auditores.
“A esos gerentes –escribe Pfaff– les eran indiferentes los intereses de largo plazo de sus compañías, optando por obtener ventajas de corto plazo, aunque fueran perjudiciales o hasta ruinosas para esas empresas. Su estrategia parece haber sido salirse a tiempo, con una fortuna adquirida a costa de los accionistas y los empleados.” Así planteada, la actitud no difiere mayormente de la adoptada respecto de países como la Argentina: sacar todo el jugo posible y escapar antes del hundimiento. La globalización financiera, tal cual viene funcionando, también parece revelar una “mutación patológica”.
En el caso argentino, el dinero también provino de fondos de inversión, cobertura o jubilatorios de Estados Unidos y otros países centrales, pero no hubo “gerentes” que los estafaran mediante maniobras contables para fabricar burbujas corporativas. Tratándose de un país, la gestión estuvo en manos de los sucesivos gobiernos, con sus miembros electos y sus cuadros técnicos, algunos (pocos o muchos) de los cuales incurrieron en aquella complicidad de la que se acusa a contadores y auditores en los desaguisados empresarios. En todo caso, a diferencia de una empresa, un país no desaparece: sigue adelante, aunque solo queden escombros. Pfaff concluye que el capitalismo de los propietarios falló en la práctica porque la propiedad se atomizó de tal modo a través de la Bolsa que dejó de haber un dueño responsable. Ese vacío fue explotado por los gerentes para convertir a las compañías en mecanismos para su enriquecimiento personal. “Esto es moralmente inaceptable –condena–, pero es también una corrupción del capitalismo mismo y de la sociedad en la cual funciona.” Degeneración que no parece haberse limitado al espacio interior de la economía estadounidense.

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